Después de eso ingresó al staff college, una academia militar para oficiales con experiencia, y siguió su carrera. No volvió a pensar en Malvinas. A los 38 años conoció a quien sería su esposa y tuvo dos hijos.
En 2005 se retiró del Ejército y empezó a trabajar en Veterans Aid, una organización que asiste a veteranos de guerra sin hogar o con problemas de adicciones. Su amplia experiencia militar le había enseñado cómo tratar a estos hombres orgullosos y desesperados a la vez.
En 2008, esa fundación organizó la visita de tres soldados argentinos que habían combatido en la guerra de Malvinas. Querían intercambiar información acerca del manejo del estrés postraumático en el que los ingleses tenían sobrada experiencia.
El estrés postraumático es un trastorno que padecen las personas que estuvieron expuestas a una situación en donde corrió riesgo su vida o vieron en peligro la vida de alguien más. Es muy frecuente en los soldados que fueron a la guerra. Tienen flashbacks y reviven momentos críticos cuando algo -un sonido, un olor, una palabra, una fecha- desencadena un recuerdo traumático. Si ese estrés postraumático no se trata inmediatamente, pasa de agudo a crónico. El estado de alerta es permanente y afecta la psiquis de quien lo padece.
Pero para tratar algo primero hay que sacarlo a la luz y los soldados que volvieron de Malvinas fueron escondidos por el Estado y olvidados por una sociedad que los vio perder. Llegaron de noche o en micros con las ventanas cerradas. Volvieron a sus trabajos, a sus familias, a sus vidas previas con el recuerdo de un horror que encerraron dentro de sí.
Muchos años después, alertadas por las altas tasas de suicidio de los excombatientes, algunas agrupaciones empezaron a crear redes de contención para tratar las secuelas psiquiátricas y emocionales.
Julio Aro, José María Raschia y José Luis Capurro fueron los tres excombatientes que en 2008 viajaron a Londres a buscar información para asistir a otros veteranos. A Cardozo, su organización lo invitó a participar del encuentro para que hiciera de traductor. Era el único que hablaba español porque había estudiado un tiempo en la Universidad de Zaragoza.
Durante varios días, Cardozo trabajó con esos hombres y recordó la tarea que había hecho en 1983. Recordó su libreta, los datos que había anotado de esos chicos anónimos, pensando en una eventual identificación. Pero no dijo nada. El día anterior a irse les armó un recorrido por la ciudad. Los llevó a visitar el palacio de Buckingham, el búnker de Churchill en St. James Park y a la tarde los invitó a su pub favorito. Después de tomar unas cervezas, Aro y Cardozo hablaron de la guerra.
“Yo estuve en Malvinas”, le dijo Aro. “Sí, yo también”, le respondió Cardozo, sorprendido por lo obvio del comentario.
“No, yo estuve en Malvinas hace un par de meses, volví al cementerio. Fui a buscar a mis amigos y no encontré a nadie”. Ahí Aro le explicó que muchas familias en la Argentina creían que el cementerio era simbólico y que no había nadie realmente enterrado allí.
“Yo enterré a tus amigos, mis chicos”, le dijo Cardozo y, en ese momento, le contó su historia: le dijo que él había sido el hombre que diseñó Darwin y quien puso las cruces blancas sin nombre. Aro no entendía por qué había tantos soldados sin identificar. Lo enfurecían las placas que decían “soldado argentino solo conocido por Dios”.
“¿Vos tenías una chapa con tu nombre?”, le preguntó entonces el inglés. “No”, respondió Aro.
“Ese fue mi problema”.
Esa noche se abrazaron y prometieron mantenerse en contacto. Al día siguiente, el grupo de excombatientes saldría de Londres al Vaticano en donde tenía una audiencia prevista con el Papa.
Cardozo volvió a su casa y se acostó, pero no pudo dormirse. Él siempre había creído que el informe que había hecho y enviado a Londres también había quedado en manos de las autoridades argentinas, que habían identificado a los caídos.
Bajó a su oficina, revolvió entre sus archivos hasta que dio con el informe que había escrito en 1983, lo fotocopió y metió los documentos en un sobre marrón. Pensó en que la información que contenía no era clasificada, solo sensible, y en que él ya había servido a su país. Aquello podía ayudar a otras personas.
Al día siguiente tomó un taxi hasta el aeropuerto de Heathrow y llamó a Aro desde el camino para que lo esperase en la puerta de la terminal. Sin bajar del taxi le entregó el sobre. Habían pasado 26 años del fin de la guerra de Malvinas.
“La reina, vos y yo somos las únicas personas que tenemos una copia de esto. Vas a saber qué hacer”.
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