Agustina López - Darwin, una historia de Malvinas

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El capitán inglés Geoffrey Cardozo llegó a las islas Malvinas en julio de 1982, una vez finalizada la guerra. Al poco tiempo, el azar le deparó una tarea para la que no se había preparado: enterrar provisoriamente los cuerpos de los soldados argentinos que habían quedado desperdigados por las islas tras el combate. Pero luego, ante la negativa y el desinterés de la dictadura argentina por repatriar los restos, Cardozo quedó oficialmente a cargo de una operación que implicaba exhumar los cuerpos, identificarlos (en los casos en que fuera posible) y construir un cementerio en Darwin, donde se los sepultaría de forma digna. Cumplido su cometido, Cardozo elaboró y envió a las autoridades inglesas un informe minucioso en el que no solo consignó su accionar, sino todos los datos que pudieran, en el futuro, ayudar a reconocer los cuerpos que se enterraron en tumbas anónimas. Muchos años más tarde, en 2008, Cardozo le entregó una copia de ese mismo informe a un grupo de excombatientes argentinos. Esto disparó un proyecto —en el que intervinieron, entre otros, los gobiernos del Reino Unido y de Argentina, la Cruz Roja, asociaciones de excombatientes e incluso el propio Cardozo— para identificar a los soldados argentinos que permanecían sin nombre. Combinando la investigación rigurosa con la mirada sensible hacia las tragedias de la guerra, Agustina López relata en detalle esta historia que, con sus luces y sombras, aún resulta desconocida para una gran parte del país.

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Luego de este proceso, el cuerpo pasaba a un ataúd y se volcaba esa misma información que estaba en la bolsa de PVC sobre la madera. Finalmente, Cardozo hacía el registro en una planilla, con el número de tumba que le correspondería en Darwin. Este sistema minimizaba la posibilidad de mezclar los cadáveres. Y, en el futuro, permitiría la identificación de muchos de ellos.

“Al ver que muchos de los chicos no iban a poder ser identificados pensé ‘este es un gran problema’. Y también que tal vez en un futuro la Argentina querría saber quiénes eran. Quizá enviarían expertos a mirar sus dientes -en ese momento no existía el ADN-. Debía preservar sus cuerpos, eso era muy importante. Tal vez las familias iban a querer a sus hijos de regreso. Teníamos que dejarles algo, tenía que ponerlos en algo más que una pequeña bolsa’”, cuenta Cardozo.

Posteriormente, el ataúd se cargaba en un helicóptero que lo acercaba a las afueras del cementerio civil de Stanley y se almacenaba en un container hasta su traslado final a Darwin.

Cada día el equipo exhumaba entre 10 y 12 cuerpos, si el tiempo lo permitía. En paralelo, avanzaba la construcción del cementerio en Darwin. Para el 22 de enero tenían 67 soldados ya ubicados en sus ataúdes esperando el entierro final. Solo ocho de ellos llevaban su nombre y apellido escritos.

“Para nosotros, soldados británicos, este cementerio que habíamos hecho con amor era permanente pero quizás luego los argentinos cambiarían de idea y querrían a los chicos de regreso en el continente”, agrega.

El 25 de enero la lluvia y la niebla demoraron las exhumaciones y detuvieron por completo el inicio de las excavaciones en las afueras del cementerio civil de Stanley. Ahí había una gran cantidad de cuerpos enterrados y 14 en una fosa común. Eran los que más perturbaban a los isleños, que los veían todos los días. En la capital de la isla, se concentra la mayor cantidad de población.

Dice el informe de Cardozo sobre esa zona: “En el área de Stanley particularmente las autoridades argentinas pusieron mucha menos importancia a la tarea de enterrar a sus muertos. Esa triste baja en los estándares probablemente explique la tumba masiva que hay justo afuera de la cerca que bordea el cementerio en donde se encontraron 14 cuerpos, algunos de ellos apilados”.

Si bien varios estaban identificados con cruces caseras con sus nombres que habían dejado sus compañeros, Cardozo tuvo que descartarlas. Primero porque el viento había arrancado gran cantidad de ellas y segundo porque los niños que jugaban allí habían recogido algunas y vuelto a clavarlas en las tumbas que veían vacías.

El 28 se reanudaron las operaciones y para el 31 ya se había completado la primera etapa de la operación. Se habían exhumado 146 cuerpos, pero solo se habían utilizado 143 ataúdes. Cuatro caídos, incapaces de ser separados, compartían un mismo lugar.

La historia de estos soldados que tuvieron que compartir la misma tumba todavía conmueve a Cardozo cuando la cuenta casi 40 años después. Fue el momento más duro de la operación para él. Mientras sus funerarios trabajaban, una tarde de enero, decidió ir solo hacia la isla Borbón (Pebble Island). Durante la guerra, la armada argentina había establecido ahí una base aérea y el 14 y 15 de mayo de 1982 los británicos la habían atacado.

Le habían informado que allí se había estrellado un avión y sabía que la imagen que iba a encontrarse no era apta para civiles.

Era un día soleado, sin viento. El primero en semanas. En cuanto llegó, Cardozo vio los hierros retorcidos que quedaban de la nave, un Jet Lear. Recorrió el lugar en busca de cuerpos, pero solo encontró pequeños restos. Era imposible identificarlos, imposible separarlos.

“Estaba solo, no había nadie ahí. Y había pedazos por todos lados. Eso fue muy difícil para mí. Era un desastre. Y pensé: ‘tengo que enterrar a estar personas juntas’. Estos tripulantes murieron juntos. Eso para mí fue, psicológicamente, el momento más difícil. Sabía que estaba solo. Y cuando estás solo te sentís totalmente responsable”. De a poco, Cardozo juntó lo que pudo y guardó todo en una bolsa para cadáveres. Hasta el momento, 40 años después, nadie volvió a separar a esos soldados.

El 10 de febrero, con la primera parte de las exhumaciones listas, un helicóptero Chinook transportó los containers desde Stanley hasta Darwin en donde se enterró a la primera tanda de ataúdes.

Ocho días después, el equipo ya había recuperado 72 cuerpos de la zona oeste de Gran Malvina y finalizado con la fase dos del operativo.

Así 220 soldados argentinos fueron enterrados en Darwin en febrero de 1983 en 216 ataúdes: 106 identificados y 114 “solo conocidos por Dios”. “An argentine soldier only know unto God” , eso decían las pequeñas placas de metal que llevaban las cruces de aquellos a los que Cardozo no pudo devolverles el nombre. En la operación se dejaron algunas tumbas libres en las que los lugareños enterraron algunos pocos soldados que fueron encontrados después de retirada la misión.

A las 15:00 del 19 de febrero de 1983 fue la ceremonia oficial en el cementerio de Darwin, donde ya descansaban todos los soldados argentinos que Geoffrey Cardozo y su equipo habían podido recuperar. Todos llevaban sobre sus tumbas cruces blancas de madera hechas por The Falkland Islands Public Works Department. Habían pasado ocho meses desde el fin de la guerra.

Además de las autoridades militares de las islas, del entierro participaron los 12 funerarios y 25 miembros de la prensa británica. La ceremonia la ofició el monseñor Spraggon, el cura de la iglesia Saint Mary de Malvinas junto al padre Minaghan y el padre McDowell. Diez hombres dispararon los cañonazos de honor mientras la banda del regimiento tocaba Last Post and Reveille.

Ese día, en Malvinas, los caídos argentinos recibieron de los militares ingleses el entierro que las autoridades de Buenos Aires les habían negado. Todo quedó registrado en video para que las familias pudieran verlo, pero ese material nunca llegó a sus manos. Durante décadas, muchas madres pensaron que sus hijos habían quedado en tumbas sin nombre, en fosas comunes o simplemente entre las piedras de las islas. Creyeron que ese cementerio era simbólico, un monumento vacío.

A la mañana siguiente Cardozo despidió a su equipo y durante tres días se encerró a escribir el informe final en donde detallaría con cuidado todo lo que había hecho durante el último mes y lo que había anotado en su libreta los meses anteriores. Dos anexos, uno con mapas y planillas y otro de material fotográfico, acompañarían el documento.

Mary Goodwin, Sue Whitley y Doreen Bonner fueron las únicas muertes civiles durante la guerra de Malvinas. Por error, una bomba de los ingleses cayó en su casa y las mató en el acto. La estructura, aunque dañada, quedó en pie y ahí se encerró Cardozo a escribir.

“Algo me hizo pensar en que iba a ser un reporte importante. Algo me hizo pensar en que iba a ser la llave para una eventual identificación. Por eso pasé tres días como un monje en este monasterio con agujeros para poder hacer mi informe”, cuenta Cardozo.

En el último párrafo de su informe, antes de su firma, escribió: “Durante toda la operación se siguieron con mucho cuidado los protocolos previstos por la Convención de Ginebra. Tratamos a los soldados argentinos de igual manera que hubiéramos hecho con los nuestros”.

Cuando terminó, Cardozo envió una copia a sus superiores, se guardó el original y volvió a Londres. Por su tarea en las islas fue condecorado por la reina. El día que recibió la medalla estaba tan nervioso que en vez de estrechar la mano de Isabel II, como correspondía por protocolo, se inclinó e hizo una reverencia.

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