«Escribir la historia del vampiro es una empresa incierta y peligrosa. Mejor será ceder el paso a las historias de vampiros», dice Roger Vadim al final del prólogo a Vampiros entre nosotros , el libro que más amo de cuantos poseo en mi biblioteca. Siguiendo ese consejo, he escogido nueve criaturas que han supuesto un cambio fundamental en la forma de interpretar al vampiro. Que han derribado lo que significaban tradicionalmente la muerte, la sangre, la religión y el hombre —la idiosincrasia negativa— y que han incorporado otros tantos reversos positivos gracias, principalmente, al pop y a la sensibilidad de las chicas. Diseccionando esos nueve vampiros y vampiras podemos explorar cómo se formó el mito clásico y cómo ha avanzado hasta su versión contemporánea, conociendo entretanto a un montón de criaturas más que también han colaborado.
Como en este viaje vamos a saltar hacia adelante y hacia atrás con esa lógica desordenada de Andy Warhol, con la inconcebible percepción de los días dentro de un ataúd, navegando entre océanos de tiempo, completando razonamientos e historias conforme avancemos, he resumido en un arco cronológico los hitos principales de los que vamos a hablar para que te sirva de guía durante el camino. Por si te pierdes entre la niebla, te asustan los aullidos o te quedas sin luz en el pasillo.
Este libro es, pues, un homenaje a todos los vampiros que han acompañado mis noches, que me han ayudado a entenderme como un batiburrillo de pasiones y temores, y a través de los cuales podemos examinar la dimensión de un icono que hoy parece encajar en cualquier ámbito. No pretende ser un compendio académico, porque la bibliografía y la filmografía son infinitas, y porque mi dominio del asunto es básicamente emocional: cuarenta años entusiasmado cada vez que, entre las páginas o las pantallas —e incluso en alguna cama—, una boca se acercaba a un cuello con la intención de deleitarse con su energía. Pero le he dado suficientes vueltas a mis ansias de sangre, piel y vida como para proponer una buena conversación sobre la que discutir cuando la luna empieza a reinar. Cuando, como recita Vincent Price en Thriller , «tu cuerpo empieza a temblar».
SIGLO XV. Vlad Tepes, El Empalador.
SIGLO XVI. Erzsébet Báthory. Concilio de Trento.
SIGLO XVIII
1749. Tratado sobre los vampiros , de Augustin Calmet.
1764. Diccionario filosófico , de Voltaire.
1764. El castillo de Otranto , de Horace Walpole.
SIGLO XIX
1813. El Giaour , de Lord Byron.
1819. El vampiro , de John William Polidori.
1836. La muerta enamorada , de Théophile Gautier.
1845-1847. Varney, el vampiro , de James Malcolm Rymer y Thomas Preckett Prest.
1872. Carmilla , de Sheridan Le Fanu.
1897. Drácula , de Bram Stoker.
SIGLO XX
1922. Nosferatu , de Friedrich Wilhelm Murnau.
1931. Drácula , de Tod Browning.
1958. Drácula , de Terence Fisher.
1965. La condesa sangrienta , de Alejandra Pizarnik.
1969. Primer cómic de Vampirella .
1972. Debut del Conde Draco en Sesame Street .
1983. El ansia , de Tony Scott.
1984. Los viajeros de la noche , de Kathryn Bigelow.
1985. Vampiros en La Habana , de Juan Padrón, y Noche de miedo , de Tom Holland.
1987. Jóvenes ocultos , de Joel Schumacher.
1991. Lanzamiento del juego de rol Vampiro: La Mascarada .
1992. Drácula de Bram Stoker , de Francis Ford Coppola.
1994. Entrevista con el vampiro , de Neil Jordan.
1995-2000. Predicador , de Garth Ennis y Steve Dillon.
1997-2003. Buffy, cazavampiros , de Joss Whedon.
1998. Blade , de Stephen Norrington.
SIGLO XXI
2001-2005. Vampir , de Joann Sfar.
2008-2012. Crepúsculo , saga.
2008-2014. True Blood , de Alan Ball.
2010-2018. Hora de aventuras , de Pendleton Ward.
2012. Hotel Transylvania , de Genndy Tartakovsky.
2013. Solo los amantes sobreviven , de Jim Jarmusch.
2014. Una chica vuelve a casa sola de noche , de Ana Lily Amirpour.
2020. Drácula , de Mark Gatiss y Steven Moffat.
Antes de enfilar el desfiladero del Borgo en nuestro carruaje, tenemos que presentar al anfitrión que nos espera. Entre otras cuestiones, porque el vampiro ya no es lo que fue. En apenas medio siglo incluso ha cambiado de género. Los nietos de Drácula, y especialmente las nietas, han reventado el estereotipo del transilvano redivivo, pues, como buenas generaciones pródigas, se han saltado las reglas y comportamientos de su raza para aproximarse a los tiempos frenéticos que les ha tocado vivir. Hay un vampiro clásico y una vampira contemporánea, y necesitamos entender ambos para admirar la capacidad de adaptación de un mito que no ha perdido su esencia como receptáculo de angustias y sueños. A ello nos vamos a dedicar en las próximas páginas, con la fe que confiere el pop, con esa comunión de códigos infantiles y sentimientos inefables que provocan las buenas fábulas, las que no se pretenden dogma, las que se disparan en parábola pero culminan en los fuegos artificiales de un estribillo. El pop es la única religión que siempre está de fiesta.
Según vamos a ver, el vampirismo clásico nació como fenómeno en el siglo XVII, cuando la Iglesia cristiana le concedió carta de naturaleza a los relatos de resucitados que se habían extendido por Europa central y oriental, junto a la calaña de brujas, espíritus y demás folclores mágicos heredados del Medievo. En regiones que hoy han perdido sus fronteras, como Silesia o Moravia, cuyos topónimos han quedado asociados a misterios primigenios y a criaturas del averno, las tumbas se revolvieron solas y de ellas ascendieron cadáveres que eludían serlo; cadáveres que, desafiando las órdenes del Creador, regresaban a un mundo del que habían sido expulsados por el omnímodo poder de Cristo. Entrabas en la cocina y tenías al fiambre de tu cuñado —el que la había palmado empujando el arado, o al que habían excomulgado en el patíbulo— vivito y coleando, despertando a su antigua familia de madrugada, comiéndose las hormigas del suelo, a veces atacando de forma irracional. Europa se llenó en unas pocas décadas de alaridos y leyendas sobre regresados del camposanto que salían a deambular de noche para luego, con el alba, retornar a sus sepulturas, sin dejar huella de la breve fuga.
La Iglesia, pretendiendo en teoría negar a esos vampiros imaginados —que entonces recibían una denominación distinta en cada sitio, desde el brucolaco griego al upiro ruso—, acabó consolidándolos, al aceptarlos como reversos de sus metáforas celestiales, de su lógica de alegorías y versículos. Los registró como fenómenos, unificó sus muchos nombres y recopiló sus intrusiones en un libro, para maldecirlos y para detallar el modo específico de combatirlos. Sin embargo, al incorporarlos a su biblioteca, les reconoció la existencia, pues todos los libros religiosos encapsulan la verdad y solo la verdad; nada de cuanto contengan puede estar equivocado, pues de lo contrario habría que votar los mandamientos. Así que el clero, creyendo que podía usar un pelele burdo para adocenar a sus parroquianos, hizo al vampiro real.
La Ilustración se fijó de inmediato en esos presuntos prodigios de ultratumba con afán intelectual, con una exégesis literal, inspeccionándolos a través de los anteojos de la razón como parte de su desautorización global de la religión. Pero al intentar ridiculizar científicamente a los vampiros, e incluso al situarlos como el último opio del pueblo, también contribuyó a su fortalecimiento popular, robusteciendo el mito, de la misma forma que hoy normalizamos comportamientos sociales descerebrados al retuitearlos, aunque sea para sancionarlos —y así, por ejemplo, la ultraderecha campa de nuevo a sus anchas—. Obsesionarse con el mal desde la superioridad moral únicamente lo alienta: le sucedió al Cristianismo, le sucedió a Voltaire y le sucede también a mucha progresía intelectual española.
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