La década de los setenta fue quizá la última de una sociedad de certezas, y por tanto, también del tipo de lógica en la que se apoyaba. Un mundo coherentemente ordenado por ideologías, fronteras y costumbres. La estructura social podía representarse fácilmente en una pirámide, donde cada clase y cada edad tenían asignados unos comportamientos que, si rechazabas, requerían igualmente que te adhirieras a otros. La individualidad que hoy gobierna el planeta resultaba sospechosa cuando yo nací.
En el último tercio del siglo XX tenías que definirte eligiendo entre el catálogo de colores existente, aunque fuera por oposición. El entorno obligaba a ubicarte en un colectivo, mostrándote identificable y comprensible de un plumazo. Si no creías en Dios tenías que argumentarlo y presentar una alternativa. Declararte simplemente ateo, sin más razonamiento, te convertía poco menos que un forajido, en el raro del pueblo; y así con todo. Había que ser de derechas o de izquierdas, de El País o del ABC , clase media o clase alta, patrón u obrero, heterosexual o soltero —el «maricón» no se consideraba género, sino bufón, de la misma forma que al pobre no se le consideraba ciudadano, sino verruga social—. La sociedad era un tablero. Hasta los jóvenes que se situaban fuera eran encuadrados en «tribus urbanas» con sus propias estéticas y conductas: rockers, mods, heavies, modernos... y pijos, por supuesto, que no eran tribu sino casta. Cualquier indecisión se interpretaba como inmadurez —palabra que prácticamente ha desaparecido de nuestro vocabulario—, pues abundaban las explicaciones definitivas para el sentido de la vida, había flotadores de sobra a los que abrazarte cuando te topabas con la incertidumbre y te volcaba. Incluso los objetos que nos rodeaban eran robustos y fiables: sabías dónde y cómo estaban fabricados, y cuánto iban a durar de media antes de comprarlos. Junto con, por supuesto, el uso socialmente adecuado. A nadie se le ocurría ir a trabajar con unas zapatillas de deporte en lugar de con zapatos. Semejante panorama de seguridad lo remataba una confianza inquebrantable en que el futuro traería siempre progreso... con la única complicación de que estallase una guerra nuclear entre la URSS y Estados Unidos que transformara el planeta en un cenicero.
El cambio de centuria vio caer muros y fronteras; conforme religiones e ideologías iban perdiendo fuerza, el capitalismo se quedaba sin rival e internet estrechaba las dimensiones del orbe. La tecnología nos acomodó la vida, el consumo se generalizó como algo divertido, el ocio se consolidó como industria principal y los curritos de Europa llegamos a soñar —hace cuatro días— con una jornada laboral de seis horas que nos permitiera un chalé con perro y piscina. Como en toda etapa de prosperidad, los derechos civiles avanzaron. El matrimonio homosexual, la discapacidad o la renta básica se incorporaron a nuestros vocabularios. Alcanzamos la mayor esperanza de vida que la humanidad ha conocido, con unas posibilidades de entretenimiento y realización que nuestros abuelos ni imaginaron.
Hasta que llegó 2001. Y luego 2008. Y después 2020.
Las dos primeras décadas del siglo XXI han ido dinamitado las certezas. El terrorismo yihadista sembró una inquietud incomparable a la de cualquier otra guerra, porque las peores pesadillas del cine de catástrofes podían suceder en la tranquila zona rica del planeta. La crisis económica duplicó la conmoción: de un día para otro podías perderlo todo, el empleo, la casa, los ahorros. Y la pandemia de la covid-19 nos remató, enclaustrándonos ante un enemigo capaz de vaciar las calles, tan incomprensible como los atentados de las torres gemelas y la caída de Lehman Brothers. El 11S marcó el inicio del auge de la ultraderecha, mientras que la recesión de 2008, en lugar de atajar los desmanes financieros que la provocaron, permitió la implantación de un neoliberalismo aún más radical, anclado en fondos de inversión oscuros y grandes corporaciones tecnológicas cuyos propietarios y funcionamientos desconocemos. Y aunque todavía es pronto para calibrar las consecuencias del coronavirus, de mano ha disparado hasta lo indecible la paranoia habitual en contextos de desinformación. De repente, nos encontramos tratando de explicar con los 280 caracteres de Twitter fenómenos incomprensibles, con mil aristas y matices, que afectan a inquietudes sociales básicas: el dinero, la salud, la paz.
Al tambalearse esos pilares, el mundo ha empezado a asustarnos. Hemos perdido la confianza en cuanto antes nos proporcionaba estabilidad. No confiamos en la política, en los sindicatos, en la Justicia ni en los medios de comunicación, no sabemos qué es verdad en la denominada «era de las fake news» . Ignoramos los resortes de la comunicación digital, base del nuevo capitalismo tecnológico y principal cauce de intoxicación social. Facebook puede decantar unas elecciones en Estados Unidos o un referéndum en el Reino Unido, y también conocer tus hábitos al dedillo. Tampoco sabemos quién produce las miles de cosas que ya no compramos en tiendas sino en Amazon, ni cómo funcionan, ni mucho menos repararlas; solo sabemos que duran poco y que sale más barato —y satisfactorio— cambiarlas, porque el consumo se ha convertido en un placer en sí mismo. A menudo, en un consuelo.
La vieja sociedad de bloques del siglo pasado ha dado paso a un mundo de átomos, de electrones más bien, de millones de vidas que se sienten zarandeadas por fuerzas que desconocen. Amanecemos, encendemos el móvil, y ya estamos mareados. No tenemos tiempo para vernos, pero revisamos cada cinco minutos los mensajes de las redes sociales. Encontramos la misma paradoja en la hiperabundancia, que ha derivado en una uniformidad asombrosa. A pesar de la variedad del hipermercado global, echamos un vistazo alrededor y nos descubrimos clones: tenemos los mismos muebles, la misma ropa, los mismos coches; las mismas opiniones sacadas de las mismas teleseries y de los mismos memes. La capacidad de mimetismo del ser humano se ha demostrado increíble incluso cuando se acerca al colapso de su civilización, porque aquello del cambio climático es ya un barranco real.
Este campo de incertidumbres que anuncia mil apocalipsis ha resultado un caldo de cultivo perfecto para el vampiro, que ha sabido ver las pequeñas y grandes angustias que surgían en nuestro camino y asumirlas. Si hasta los años noventa solo aparecía en historias de terror o en parodias, hoy ocupa el espectro completo de categorías de cualquier plataforma de streaming , desde la comedia romántica al reality show , al igual que ha sucedido en los cómics, los libros y los videojuegos. O en la música: uno de mis grupos favoritos se llama Vampire Weekend, sin que nada en su música atienda al mito más allá de la devoción de su cantante por la película Jóvenes ocultos (Joel Schumacher, 1987). El vampiro, amén de ubicuo, ya no necesita disfraces ni justificaciones. Puede ser una chica adolescente en un suburbio francés de inmigrantes dentro de un contexto de racismo y marginación (la serie Vampiros de Netflix, de 2020 y creada por Thierry Jonquet). O un misionero asiático en África dedicado al cuidado de las víctimas de una epidemia, pero empachado de lujuria ( Thirst, de Park Chan-wook, 2009). O una chica iraní que malvive en un desierto de campos petrolíferos entre prostitutas de velo y camellos de heroína ( Una chica vuelve a casa sola de noche, de Ana Lily Amirpour, 2015). El vampiro contemporáneo no siempre bebe sangre, a menudo soporta el sol, disfruta del sexo, juega con niños. Trabaja en oficinas, compone música, no puede pagar las facturas. Y siempre porta heridas, físicas o sentimentales.
El vampiro puede ser cualquier persona, en definitiva, cualquiera de nosotros, pues se ha apoderado de las inquietudes del ser humano contemporáneo. La criatura de pulsiones básicas y maldad inmutable, arrogante y paranormal, que fijó Drácula , ha tornado en una amalgama de emociones que encaja en cualquier narración sin necesitar una coartada fantástica. Los mejores vampiros actuales, los que no se limitan a replicar su herencia genética, suelen ser mujeres, y muestran una mezcla de bondad y maldad, de aspereza y suavidad. Véase la niña que se enamora de un niño en esa ciudad cubierta de nieve, chatarra y resignación que retrata la inquietante película Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2008). O Marceline, la vampira de la serie de animación Hora de Aventuras (Pendleton Ward, 2010). Incluso podemos encontrar al vampiro en una serie tan aparentemente ajena como Sherlock (Mark Gattis y Steven Moffat, 2010), de la BBC, donde el detective que interpreta Benedict Cumberbatch acumula rasgos propios de nuestros amigos redivivos: el abrigo por capa, la piel blanca, la vida noctívaga, la persuasión sobre los demás, la inteligencia sobrenatural. El ojal rojo en la solapa del abrigo cual herida de colmillo. Sus maneras de depredador, atractivas hasta para quienes lo odian. O su palacio mental, ese donde se aísla para encadenar sus deducciones simulando un castillo psicológico.
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