Asignarle a un cantante rock el sobrenombre de uno de los asesinos más infames de la historia de Estados Unidos constituye en sí mismo un ejercicio pop. Demencial, pero pop. Porque la única conexión real entre ambos era Brooklyn. Pero así funciona el metafórico legado de Andy Warhol: como sociedad pop, somos capaces de extraer cualquier sujeto u objeto de gran popularidad en un ámbito determinado —un paquete de cereales para el desayuno, la viñeta de un cómic, un político en un estrado, un asesino en serie—, destilar sus elementos característicos, descontextualizarlo y trasplantarlo a otro contexto totalmente distinto, cambiándole así el significado. Fotografías una botella de Coca-Cola, la enmarcas y dices que es un cuadro.
Si Fish solo se hubiera comido a sus víctimas, sin además bebérselas como un vampiro, únicamente habría recibido el alias de «El hombre lobo de Wysteria» en las calles y los medios de comunicación, y Steele hubiera recibido otro marchamo menos sensacionalista. Porque en los años noventa todavía provocaba cierto asombro utilizar a los psicópatas para vender discos. Hoy estamos tan acostumbrados a esta forma de asociar, a este tipo de pensamiento parabólico, heredero y a la vez sustituto de la hermenéutica judeocristiana, que a nadie le extraña que un cantante y un criminal compartan bautismo. Asociamos desvirtuando y remozando conceptos, encontrando conexiones improbables, soplando la realidad en pompas. Aplicando una lógica de caleidoscopio, fractal, de la que el meme virtual es su último formato. «Cuando te “volvías” pop, ya nunca podías ver un letrero de la misma manera que antes. Y, cuando pensabas pop, ya nunca podías ver Norteamérica con los mismos ojos», dice Warhol en POPism. The Warhol Sixties , el libro que recoge sus diarios. Eso hacemos a diario en Twitter y en Whatsapp.
Desde esa forma de mirar traviesa que nos enseñó el loco del pelo blanco, que intercambia lo superficial y lo profundo, donde los adultos se pueden comportar como niños y una puñetera lata de sopa puede reivindicarse como arte, Peter Steele y Albert Fish encajan, como encajan en una de mis listas de reproducción de música Transylvania , el único tema instrumental del primer álbum de Iron Maiden, y Transylvania 12345 , la canción cantada a dúo por Elmo y el Conde Draco en la banda sonora de Sesame Street: Elmo Says Boo! , un especial de Halloween de 1997 donde los dos mencionados teleñecos comparten micrófono. Las dos canciones remiten a una sustancia común, aunque pertenezcan a géneros distintos. Otra de las tonadas del Conde Draco en el mencionado disco se titula Bones (Inside of you), o sea «Huesos (dentro de ti)». Si ahora me sacara de la manga una metáfora inmisericorde con Albert Fish quizás escandalizaría a algún lector... pero lo justo. El pop, en última instancia —y cuando se interpreta bien—, es un juego, una fábrica de entretenimiento, un recreo intelectual que nos ayuda a navegar por el frenesí social y sobrellevar nuestros miedos y desconciertos. Como los propios teleñecos.
Gracias precisamente a esa potencia alegórica, el Conde Draco, un aparente vampiro de chufla, sobrevivió al cantante de Type O Negative, quien murió con más pena que gloria diabólica, precisamente por tomarse su apodo en serio.
El Conde Draco fue el nombre con el que nos presentaron a los críos de España al excelentísimo Count Von Count, estrella del show estadounidense Sesame Street , un programa ideado por el psicólogo Lloyd Morrisett que instruyó a millones de niños en una forma de encarar la vida distinta a la de sus padres, alejada de los altares y las solemnidades académicas. Un buen día de 1965, Morrisett se fijó en la cara de fascinación con la que su hija veía los dibujos animados y, en lugar de preocuparse, se interesó con ahínco, porque además descubrió que la niña se aprendía inconscientemente las sintonías que escuchaba en la televisión. A partir de esta anécdota se podría crear una escuela de paternidad: aprovechar las inclinaciones naturales de la infancia en lugar de reprenderlas —una filosofía presente ya en los socialistas utópicos—. Solemos interpretar la madurez como un tránsito entre edades, dejando atrás la bisoñez, cuando la verdadera riqueza surge al acumularlas. Cualquiera de los muchos momentos de felicidad que he encontrado los ha provocado una combinación afortunada del niño, el adolescente y el adulto que soy. Si uno de los tres se ausenta, la diversión no es completa. Si uno de los tres somete al resto, aparece la insatisfacción. Cuando coinciden —como en mi lista de reproducción transilvana—, fiesta.
Morrisett sospechó que podría educar a los niños a través de la televisión, de aquel aparato del demonio que los embobaba, y planteó un programa donde las letras y los números fueran divertidos, sin gravedad, sustentados por la risa. A ese programa que cambiaba el encerado por el recreo, Jim Henson le dio forma de guiñol al año siguiente. A España llegó una década después, y con él, un tipo de piel color lavanda, nariz y orejas triangulares, ojos oblicuos, cejas en arco, barbilla con larga perilla, capa negra con un gran cuello, monóculo aristocrático, banda de gala que le atravesaba el pecho y un áspero acento centroeuropeo.
El Conde Draco era una caricatura descarada del húngaro Bela Lugosi, quien no solo había popularizado a Drácula con su primera película de cine sonoro, sino que se fundió con ella, ya que la celebridad del personaje se comió al actor, trastornándolo. Lugosi, a petición de su familia, fue enterrado con su traje vampírico, con su vestuario de fantasía, como un superhéroe. Norteamérica, con su pop irreverente, se pasaba por el arco del triunfo desde la educación infantil hasta la grandilocuencia de la muerte. En Europa no empezamos a entenderlo hasta que los adultos también nos sentamos a mirar los bamboleos frenéticos de los bicharracos de Jim Henson.
Ábrete Sésamo , posteriormente renombrado como Barrio Sésamo , se empezó a emitir en TVE en 1975, el año en que se murió Francisco Franco, el monstruo nacional que prolongó el desfase con la modernidad que durante siglos ha arrastrado este país, aislado por clérigos y militares de la Ilustración, la industrialización y el progreso en general, progreso que no se entiende sin diversión. Crecer solo tiene sentido si ganan los momentos alegres. El Conde Draco era uno de los personajes más aplaudidos de Barrio Sésamo , todos ellos bastante alterados, como cualquier crío en su cuarto de juegos, lo cual facilitaba que la audiencia se identificaran con ellos. Ese noble de trapo, al que doblaba el actor Rafael de Penagos —voz del agente Dix en La vuelta al mundo de Willy Fog y del Cardenal Richelieu de D’Artacan y los tres mosqueperros — se dedicaba a contar cualquier cosa con la que se topaba: pájaros, velas, migas de pan o notas musicales tocadas en un órgano que sonaba como el de El fantasma de la ópera . Era capaz de enumerar los ronquidos de una señora mientras dormía, a la que esperarías que acechase en la cama de otra forma. Cuando declamaba sus recitados cardinales, murciélagos nerviosos volaban a su alrededor. Cuando alcanzaba el último número de la serie, sonaban truenos, deslumbraban relámpagos y su risa aguda se desbocaba.
A mí me quedó especialmente grabada la petición de mano a su amada Condesa Natacha, quien le rechaza el ofrecimiento a pesar del idílico jardín donde Draco la cita, de los violinistas que le acompañan y de la efusión desgarbada de su pretendiente, a quien se le menean todos los cables de tanta pasión: «¡Ah, Natacha, habéis cambiado mi vida, os habéis convertido en el número uno de mi corazón!». Lejos de apocarse con la negativa de Natacha, el conde se entusiasma contando sus sucesivas calabazas: «No voy a rendirme tan pronto. Además, esto es muy divertido. ¡Cuatro veces! ¡Os he pedido cuatro veces que os caséis conmigo y habéis dicho que no, jajaja!». Y venga a reír. Ojalá poder enfrentar los fracasos de la vida así. «¡Cuatro veces, cuatro veces me han despedido!».
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