David Remartínez - Una historia pop de los vampiros

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Inmortal, sanguinario y… ¿tierno? El vampiro ha pasado de ser la criatura más terrorífica al icono pop que encarna las aspiraciones y disputas de la sociedad virtual, desde el neoliberalismo hasta el sexo digital. Los vampiros del siglo XXI ya no son lo que eran. Drácula ha sido superado por adolescentes atribulados como los de Crepúsculo . El vampiro contemporáneo ha enterrado al conde maduro y ahora despliega juventud, placer, amor y feminidad, gracias a su capacidad para adaptarse a los tiempos frenéticos que le ha tocado vivir. El monstruo ha asumido las incongruencias de los humanos, mientras el mundo, con sus crisis económicas, conflictos políticos, redes sociales y pandemias, se volvía vampírico.Este libro analiza la metamorfosis del mito desde la leyenda del castillo de Transilvania hasta su reinterpretación animada en el cine. Los niños del pasado temían a los vampiros; los de hoy en día quieren ser uno. Y los adultos encuentran en su promesa de felicidad un refugio ante los empleos precarios, las relaciones tóxicas y las megacorporaciones que nos chupan la sangre a diario.David Remartínez, periodista y aspirante a vampiro, ofrece una visión sorprendente a través de las películas, series, libros y cómics más influyentes del género, ayudado por nueve criaturas que han resultado fundamentales en la transformación, desde el Conde Draco de Barrio Sésamo, hasta las vampiras actuales que le han dado otro sentido a los amenazadores colmillos.

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En su ensayo El sombrero del malo , donde repasa las nuevas formas de villanía del siglo XXI, Chuck Klosterman describe el fenómeno del antihéroe con el tratamiento de las drogas en la serie The Wire (David Simon, 2002):

«Los barones de la droga en The Wire eran criminales, pero tenían un código ético más estricto que la policía corrupta que intentaba detenerlos. El adulto más admirable de toda la serie fue Omar Little, un hiperviolento atracador a mano armada que vivía los preceptos de un código tan austero que ni siquiera decía tacos (en 2012, Barack Obama citó a Omar como su personaje favorito en The Wire , convirtiéndose así en el primer presidente en activo que jamás haya expresado admiración por un homosexual que mata a docenas de personas con una escopeta)».

Así razona la posmodernidad. Obama también fue el primer presidente en utilizar un cartel electoral que hubiera hecho estremecer de regocijo a Andy Warhol.

UN MUNDO VAMPÍRICO

Ante semejante panorama de competidores, todos los monstruos clásicos han perdido vigencia, han visto mermada su malignidad al no poder reinventarla, incluido el mismísimo Satanás: «El diablo ha dejado de ser un villano en la cultura popular. El diablo es simpático. Es encantador. Si quieres rodar una película sobre el diablo, contratas a Al Pacino», ironiza Chuck Klosterman. Y tiene razón, «el diablo anda suelto, va pisando el mismo pavimento», cantaban Alaska y Dinarama. Lucifer cuenta ya cinco temporadas en Netflix trabajando como consultor del Departamento de Policía de Los Ángeles, en una adaptación del cómic The Sandman , del inmenso Neil Gaiman, producida por el creador de Californication (Tom Kapinos, 2007), otra espléndida serie sobre nuestras éticas posmodernas. Junto al diablo, todas las bestias, y leviatanes tradicionales acabaron arrinconados, irrelevantes frente la maldad de los hombres. Solo los zombis mantuvieron el tipo —aunque suene paradójico—, ayudados por los videojuegos — Resident Evil — y porque el género cinematográfico de terror tuvo que recurrir al gore , a lo extremo. De ahí también la abundancia de películas con sorpresas de infarto, de sustos en surround , normalmente con adolescentes de protagonistas.

¿Y los vampiros? Pues resultaron los más listos del circo. Las criaturas de la noche se colaron subrepticiamente en ese nuevo entorno de ficciones umbrosas y morales dispersas, y se coronaron como monarcas de los antihéroes aprovechando su elasticidad. En buena medida, gracias al acierto de Stoker al humanizar a la bestia con nombre y apellidos y colarla como uno de los nuestros. Pero también gracias al Conde Draco, quien al salirse de su contexto antes que nadie, al erigirse como icono pop mientras Warhol todavía vivía, abrió la senda para ser interpretado bajo los prismas contemporáneos. Peter Steele, entretanto, se empecinaba en comportarse según su apodo, «El vampiro de Brooklyn», interpretándose con gravedad, oscureciendo su música y su imagen, sin entender que la asignación del sobrenombre respondía a un juego travieso, no a un galardón, y sin percibir tampoco que los vampiros que aparecían poco tenían que ver con los antiguos: Entrevista con el vampiro (Neil Jordan, 1994), Blade (Stephen Norrington, 1998) o la serie True Blood (Alan Ball, 2008) presentaban muerdecuellos que sufrían, o que cazaban a vampiros narcotraficantes, o vampiros enamorados. El monstruo realizaba el camino inverso y se impregnaba de las cuitas banales de los mortales.

Hoy el vampiro es una figura cotidiana que encaja en cualquier contexto porque, además, el contexto general se ha vuelto vampírico. La primera década de los dosmil, la que derivaría en la recesión económica mundial, la década del 11-S, del dominio de China, del auge del neofascismo y de las dramáticas migraciones humanas, o sea la del principio del caos internacional que hoy vivimos, consolidó al antihéroe porque recogió todos los miedos inefables que en Estados Unidos y Europa iban apareciendo. Vampiros son los entes y los plutócratas que tras la crisis económica de 2008 chuparon el almacén de nuestros impuestos para cubrir con dinero público los desmanes de sus bacarrás financieros. O las multinacionales que han atrapado a los gobiernos, succionándoles su poder, basado en la voluntad del pueblo. Vampiros son también los políticos que antes de esa crisis esquilmaron el erario, el fruto de nuestros sacrificios, la sangre de nuestro esfuerzo, para proveerse de una riqueza infinita, de una vida de lujo, merced a la corrupción de sus almas. ¿Qué hay en día más absorbente que el mercado laboral, que estos empleos que por cuatro euros nos aniquilan las horas, obligándonos a actualizarnos en nuevas disciplinas constantemente, con la misma dependencia que supone necesitar un trago de sangre, para seguir respirando bajo la penumbra de la pantalla de un ordenador?

Vampiros son las redes sociales que, disfrazadas de patio de recreo, nos extraen los datos personales para manipular nuestros comportamientos, para atrapar nuestras biografías y someterlas a su antojo con la misma hipnosis fatal con la que Drácula sometía al desdichado Renfield. Somos la pila de Matrix, la carnaza de la Red. Tres décadas después de Terminator 2 , las corporaciones oscuras —o fondos buitre— han asumido definitivamente el mando de la economía mundial, la inteligencia artificial mediatiza nuestras relaciones, los robots empiezan a sustituirnos en el trabajo, el plástico se ha convertido en uno de los apocalípticos problemas medioambientales y el Terminator original es un político jubilado. Pero no encontramos por ninguna parte a John Connor. Los chupasangres contemporáneos, inmensos e informes, capaces de condenar millones de vidas, operan a la luz del día y se han convertido en algo demasiado evidente, provocándonos mucho más terror por su absoluta invulnerabilidad, por su poder inmortal. El vampiro se ha insertado incluso en nuestras amistades y amoríos, pues denominamos así a la persona que absorbe tu vitalidad atrapándote en una relación tóxica, uno de tantos adjetivos de moda. El cantante de Type O Negative era alcohólico y cocainómano. Hoy los psicólogos no dan abasto para tratar la lista de adicciones diagnosticables, desde el teléfono móvil hasta las parejas manipuladoras. Nuestra vivencia de la sociedad se ha vuelto vampírica.

Al iniciarse los años noventa, las extravagancias de Peter Steele todavía resultaban provocadoras, le concedían cierto misterio personal, y permitían una ligera posibilidad de que su vida, además de punki, transcurriese entre sangre y lápidas; que además de atiborrarse de drogas y penetraciones, sus noches visitasen y regresaran de la muerte por mor de algún pacto sobrenatural o mordisco seminal. Que fuera un vampiro además de una estrella del rock, vaya. Hoy, sin embargo, Steele nos daría risa y probablemente un poquito de vergüenza ajena. Nuestra sociedad está curada de espanto a base de sufrir mucho, nos hemos vuelto cínicos. Y ya no les tenemos miedo a los vampiros de antaño porque el mundo es el verdadero vampiro. Sabemos que los chupasangres existen, que están por todas partes, que nos vigilan desde el ordenador y que no se parecen precisamente a los disfraces de Halloween, principal inspiración del cantante de Type O Negative. Un grupo que, de aparecer mañana, propondríamos en las redes como candidato nórdico a Eurovisión.

En 2005, tras una de las temporadas con su líder desaparecido, la banda publicó una foto de una tumba con el nombre de su líder en la lápida. Aunque resultó ser falsa, le concedió el último brillo a una leyenda que renqueaba, en decadencia, y a la que muchos fans todavía rinden pleitesía. La cultura pop se ha sofisticado tanto que ahora se alimenta de su propia nostalgia, los críos de los ochenta nos hemos convertido en cincuentones pero guardamos con celo nuestras emociones adolescentes. Petrus T. Ratajczyk, sin embargo, no alcanzó el umbral del medio siglo: falleció en 2010 a los 48 años, oficialmente por un aneurisma de aorta. Aunque una segunda especulación apunta a una septicemia derivada de una infección del colon denominada diverculitis, una broma macabra si pensamos en aquel ojete censurado en su primera portada. Antes de morir, Steele experimentó una epifanía religiosa, como tantos yonquis. El ateo amante del diablo se convirtió al catolicismo: «Siempre había creído que el sentido de la vida era intentar encontrar una razón para vivir. Ahora entiendo que todo este tiempo he estado buscando una razón para morir». El vampiro se arrepintió al final de querer serlo, prefirió regresar al siglo XVII antes que amoldarse al XXI. Quizá porque los nuevos compañeros de sangre que aparecían a su alrededor le convertían poco a poco en algo más parecido a un payaso que a un brucolaco. A un friqui, en lugar de un freak .

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