Sin embargo, tras aquel empacho de nuevos ricos sin escrúpulos, Estados Unidos descubrió en los noventa la otra cara de la moneda: el desempleo que estaba propiciando pasar de la producción a la especulación; de las fábricas con responsabilidad social y miles de trabajadores en plantilla, a las corporaciones y las opas, ese mercadeo voraz entre multinacionales que compraban empresas para deslocalizar sus factorías, para desmantelarlas o para revenderlas instantáneamente, con el único propósito de obtener un beneficio inmediato mediante el uso de información privilegiada en bolsa. El Monopoly al que jugaban los niños se convertía también en monstruo, justo el proceso contrario al Conde Draco.
El vampirólogo David J. Skal señala en Monster Show. Una historia cultural del horror que en 1991 Norteamérica estaba atemorizada ante las consecuencias de la política neoliberal que había ejecutado el exactor de Hollywood. Ese año —cuando Type O Negative grabaron su primer disco—, «los mundos del entretenimiento y la comunicación rebosaban con imágenes de morbo y terror», recuerda Skal, pues la ficción responde de inmediato a los pánicos de cada época, incluidos los alcistas. La productora Universal restauró Drácula y Frankenstein —ambas de 1931, nacidas junto a El hombre invisible , La momia o La criatura del pantano como metáforas del pavor social tras el crack de 1929—, y proyectó ambas joyas en los modernos cines recién equipados con sonido Dolby: «Si los viejos monstruos ya no conseguían provocar la catarsis, al menos eran recordatorios de lo longevos que pueden llegar a ser los productos derivados de una crisis social».
Pero la cosa no quedó ahí. Skal apunta con agudeza tres acontecimientos de 1991 que anticiparon los nuevos miedos que se asomaban a partir de los cambios socioeconómicos: la novela American Psycho , de Bret Easton Ellis, y las películas El silencio de los corderos , de Jonathan Demme, y Terminator 2: el juicio final , de James Cameron.
American Psycho reflejaba «los deshumanizadores excesos sociales de la década que acababa de finalizar», una crítica al capitalismo desregulado de Reagan y Margaret Thatcher y a las avariciosas criaturas que había gestado. Los «amos del universo» que Tom Wolfe había retratado en La hoguera de las vanidades empezaban a acumular tanto poder como las instituciones en las que se sustentaba la democracia liberal.
Por su parte, Arnold Schwarzenegger regresó en 1991 a su papel de asesino cibernético para enfrentarse, no a un humano, sino a «un nuevo tipo de monstruo, un ser plástico, multiforme, que evoca los poderes proteicos de Drácula». Un robot de una aleación metálica que pasa del estado líquido a sólido a voluntad, con nanochips que le permiten la autorregeneración, al que envía al pasado una inteligencia artificial —Skynet—, desarrollada a su vez por una corporación monopolista —la Cyberdyne Systems Corporation— para acabar con la raza humana asesinando a su último héroe analógico. El Terminator líquido encarnaba el miedo al capitalismo salvaje aliado con una tecnología mucho más difícil de entender que el funcionamiento de un walkman .
Por último, Hannibal Lecter reunía las peores pesadillas del terror clásico en un cuerpo y una inteligencia humanas: «Como Drácula, Hannibal Lecter tiene un pronunciado gusto por la sangre humana. Como Frankenstein, es un científico brillante, pero demente. Tiene dos personalidades, como Jekyll y Mr. Hyde, civilizado y salvaje a la vez. Y como una especie de supergeek de feria, es exhibido en una sucesión de recintos». Solo que Lecter, un asesino en serie, un engendro verdaderamente equiparable a Albert Fish, cautivó al público y a la crítica, reventando las taquillas y ganando los cinco Óscar principales de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas.
Semejante éxito mostraba un cambio social fundamental. Porque Patrick Bateman, el personaje que interpreta Christian Bale en la adaptación cinematográfica de American Psycho , nos provoca tanta repulsión como el trastorno social que condensa mientras tortura a chicas pinchando discos de Huey Lewis & The News. Pero Lecter, aun revolviéndonos el estómago con su canibalismo, nos fascina cuando escucha las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach. Por su inteligencia, por su magnetismo, por su erudición, por su indolencia; por muchas sensaciones que no sabemos o no queremos identificar. Y ese salto entre modelos de villanos nos describe como sociedad de una forma más descarnada. Lecter no necesita metáforas. Lecter no necesita caninos. Lecter da mucho más miedo que Drácula.
En España, Mis terrores favoritos regresó a TVE en esa época, con una segunda temporada entre 1994 y 1995. Emitió algunas películas clásicas de vampiros y éxitos ochenteros como Pesadilla en Elm Street (Wes Craven, 1984), pero Ibáñez Serrador, agudo observador de los tiempos, cerró la tanda rescatando La matanza de Texas (Tobe Hopper, 1974), basada en otro asesino en serie: Ed Gein, que curtía las pieles de las mujeres que mataba o de cadáveres que profanaba para fabricarse ropa y tapizar muebles. Gein ya había inspirado Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), aunque de refilón. La diferencia entre ambos filmes ilustra el cambio en la representación del terror durante la última mitad del siglo XX: del acuchillamiento en sombras dentro de una ducha, a Leatherface colgando a una joven viva de un gancho de carnicería. O a Anthony Hopkins degustando el hígado de un hombre «acompañado de habas y un buen Chianti».
Los humanos empezábamos a temer, sobre todo, a los propios humanos. Y especialmente, a los más inteligentes de nosotros, a los triunfadores como Gordon Gekko y a los intelectuales como Hannibal Lecter. A nuestros, supuestamente, mejores espejos. La trampa de la meritocracia, de la genialidad, de la autoexigencia brutal que empezaba a inocularnos el mercado —destacar a cualquier precio, sacrificar todo por el ascenso— nos estaba degenerando en personajes desalmados. «Ten cuidado con lo que te gusta», avisa en la primera temporada de True Detective (Nic Pizzolatto, 2014) el personaje de Matthew McConaughey, un policía obsesionado con su trabajo hasta el punto de convertirse en un especialista casi sobrenatural, a la par que en un amargado misántropo.
La mayoría de los argumentos que hoy vemos en la ficción responden a ese planteamiento, que coincidió con un aumento del consumo audiovisual. Las series televisivas de los dosmil, concebidas como grandes producciones cinematográficas, además de sembrar el germen del actual pago bajo demanda introdujeron los antihéroes como protagonistas indiscutibles. Personajes expertos pero fundamentalmente malos, para sí mismos y para su entorno, y con tal carisma que resultaban irresistibles de aplaudir. De repente, te sentías identificado con un jefe mafioso de New Jersey capaz de cercenar cualquier vida para mantener su poder, capaz de liquidar incluso a los miembros de su propia familia, pero que acudía a la consulta de una psicóloga porque los patos que emigraban desde su piscina le hacían llorar ( Los Soprano , David Chase, 1999): y llorabas con él. O te emocionabas con un profesor de instituto al que diagnosticaban un cáncer terminal de pulmón y que decidía dedicar sus últimos días a fabricar y vender metanfetaminas ( Breaking Bad , Vince Gilligan, 2008). O con un asesino en serie camuflado como modélico ciudadano, que al acabar su jornada como forense cazaba criminales para matarlos por puro placer, por afición a la sangre ( Dexter , James Manos Jr., 2006). La pantalla, de repente, mostraba puntos de vista inconcebibles para las convenciones éticas de nuestra sociedad. El requiebro definitivo del razonamiento pop. El tránsito de la infancia de su pensamiento a la madurez, entendida esta segunda como un descubrimiento traumático de los engaños fundamentales de la vida. Pero también el encumbramiento posmoderno del hombre —porque todo eran varones— al que nadie le hace sombra en su ocupación, sea asesinar o atrapar asesinos, vender droga o encarcelar a camellos, que pasaban a ser méritos igual de atractivos.
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