Tomó sus llaves y su bolso para irse a la consulta, se subió a su coche y lo arrancó, de inmediato le dio marcha, sin percatarse que estaba un coche pasando junto al de ella y por poco lo impacta, sólo porque la persona que conducía sonó el claxon ella reaccionó, fue de ese modo que despertó un poco y pensó que era mejor hablarle a un taxi, no estaba en sus cinco sentidos, así que regresó el carro a su lugar y pidió un taxi, usando una aplicación en su teléfono celular, y esperó a que llegara su transporte.
Wendy, por su parte, se sorprendió al ver a Elia, pues se veía demacrada, tensa. La recibió con un fuerte abrazo, con mucho cariño.
Wendy, además de ser la socia y amiga de Sara, así como la administradora del Centro Holístico, también era angeloterapeuta. Era una chica muy amorosa, muy guapa e intuitiva y con una gran calidad humana; su especialidad era la terapia de reiki y el coaching angelical.
―Tranquila, estás en buenas manos ―Wendy le comentó a Elia con una gran sonrisa, tratando de infundir esperanza y fe en ella.
―Muchas gracias, sí, lo sé, muchas gracias ―aseveró Elia.
―Se acaba de desocupar y te está esperando en su consultorio ―le comentó a Elia―, pasa por favor.
―¡Sí, gracias!
Ya en el consultorio, Sara la esperaba como siempre, con una excelente actitud, y la recibió con un abrazo muy caluroso. Le pidió que tomara asiento donde más se sintiera cómoda, había una silla, un sillón reclinable y un camastro.
Era una mañana soleada, un poco cálida. El consultorio estaba en el segundo piso, había una ventana, y por entre las cortinas pasaban un poco los rayos del sol y se escuchaban algunos cantos de pajarillos, que se ponían en algunas ramas de un árbol que daba a la ventana. El ambiente era acogedor. Pero Elia estaba muy alterada y ansiosa por platicarle a Sara los sueños que había tenido y, sobre todo, ese horrible recuerdo que la dejó sumamente angustiada, por lo que no la escuchó y se quedó de pie.
Se veía desaliñada, sin maquillarse y con los ojos enrojecidos por no haber dormido casi y por el llanto tan prolongado.
―¡Hola! Ya sé qué me pasó ―dijo Elia―. Como ya te había platicado antes, algunos recuerdos iban y venían, pero no alcanzaba a ver con detalles, sólo que me causaban mucho sufrimiento en general. Pero al fin tengo algo claro ―comentó Elia y comenzó a llorar.
―Ok, Elia, pero vamos a tomarlo con calma, aquí voy a estar para escucharte.
―Bien, pues hace algunas semanas, en una meditación, tuve una visión muy extraña, recordé que iba subiendo unas escaleras en una casa en la que viví de niña, la reconocí por algunos detalles en los escalones, como el tipo de mosaico con figuras curvas y el color verde claro y opaco que tenía. Era la primera casa en la que vivimos cuando llegamos a esta ciudad, iba de la mano de alguien, claramente vi sus zapatos negros con agujetas y bien lustrados, era un adulto.
―¿Eran de hombre o de mujer? ―preguntó Sara.
―Eran de hombre ―dijo Elia, e inclinó la cabeza en un signo de indefensión.
Sara, por su parte, percibió que era algo muy importante lo que le estaba sucediendo a Elia. Casi inmediatamente, Elia continuó, dándole más detalles a Sara.
―Bueno, iba subiendo tranquila, pero de pronto me llegó un miedo incontrolable, no supe de dónde o por qué, me asusté mucho. Después, poco a poco me tranquilicé, e hice lo que me has dicho, puse todo en manos de Dios, y confié y le dije que si me tenía que revelar algo pues lo hiciera, y de la mejor manera posible. Pero anoche fue algo que… estaba dormida, me desperté inesperadamente y me empezaron a bombardear muchos recuerdos, que no sé si deba contar ―Elia volteo su cara y guardó silencio por un momento, sin saber por dónde empezar.
―Dilo, ya estás lista para sacarlo y comenzar tu sanación de fondo ―comentó Sara.
De pronto, Elia comenzó a sumirse en una gran angustia y dolor, se veía su rostro desencajado, y en su mirada se reflejaba un profundo desconsuelo y, al mismo tiempo, rabia; así, de pie y muy nerviosa, caminaba de un lado a otro, frotaba sus manos una y otra vez, como tratando de romper una atadura que tenía, la cual le había impedido hablar de todo aquello y, aún más allá, poder recordarlo.
Volteó a ver a Sara con sus ojos enrojecidos del llanto, su rostro bañado en lágrimas, lágrimas de sorpresa mezclada con incredulidad, viendo cómo sus pesadillas no lo eran, sino que fueron una realidad devastadora, que ahora se presentaba ante ella, tan cruda y tan cruel. Mordiéndose los labios y con una voz apenas perceptible y entrecortada, le dijo a Sara:
―¡Es que no sé, no estoy segura! No, yo creo que estoy confundida ―empezó a divagar y a esquivar la mirada de Sara, quien notó un cambio en su expresión y su actitud, era como muy titubeante, y Sara preguntó:
―¿Qué es lo que no sabes, Elia?, hace tan sólo un momento estabas segura de que me dirías algo demasiado importante; tranquila, sólo dímelo, yo no te voy a juzgar, yo sólo te quiero ayudar, ¡recuérdalo! ―se lo dijo con voz firme.
―Sí, lo sé, pero es que ya no estoy segura de nada, es demasiado espantoso para ser realidad, es que no, no, no, no creo, es decir, no puede ser, no sé por qué, por un momento, pensé que sería cierto.
―Sólo dilo y ya, no temas.
Elia se sentaba y se tocaba la cabeza, se volvía a poner de pie y seguía caminando de un lado a otro, como hablando con ella misma. Sara la interrumpió con voz firme:
―A ver, Elia, cálmate, siéntate y respira, trata de poner orden en tus ideas, y dime qué es lo que recordaste.
Elia no escuchaba y seguía en un extremo del consultorio, miró a Sara con una expresión de angustia, le temblaban los labios y, al mismo tiempo, se los mordía.
―Es que ya vi hacia dónde me llevaban por esas escaleras y quién me llevaba…
―¿Y? Sigue…
Elia rompió en llanto y levantó su mirada; parecía como una niña desvalida y asustada, salían lágrimas desbordantes de sus ojos.
―Ya estás en un lugar seguro, aquí ya nadie te hará daño, eres ya una adulta y te podrás defender, y además, lo que haya sucedido, ya pasó hace mucho tiempo, ya puedes decirlo ―continuó Sara.
Elia colocó sus manos en ambos lados de su cabeza, como escondiendo su rostro y, con voz muy apagada y entre dientes, dijo algo que no se entendía muy bien. Sin embargo, poco a poco sus palabras comenzaron a tomar forma, armando frases cortas; luego se fueron conectando, hasta que pudo hablar claramente, contar con lujo de detalle su pesadilla y no sólo eso, sino parte de su vida que había estado recordando. Estaba corriendo el velo que no le permitía ver ni contar su verdadera historia a Sara.
Cuando Elia terminó de contarle a Sara toda la historia que recordaba y que había bloqueado en su mente y en su corazón, se desplomó en el sillón, cansada, agotada de cargar algo tan pesado por tanto tiempo. Sara, con mucho cuidado y cariño, se acercó a ella y la tomó de la mano, limpiando sus lágrimas con un paño, y le dijo:
―Elia, ya no estás sola, ahora cuentas con nosotros, que somos también tu familia.
Se abrazaron con fuerza y Elia lloró por un buen rato, como liberándose de tantas cosas. Después de descargar sus emociones de odio y dolor, Elia comenzó a contar más cosas a Sara, sobre lo que acababa de recordar.
―Ahora dime, Elia, ¿cómo te sientes con todo esto que sabes ahora? Indudablemente, es algo demasiado fuerte, y sí o sí hay que trabajarlo. De nada sirve que ya lo sepas, si no estás dispuesta a enfrentarlo. Ahora dime, ¿estás dispuesta? ―Sara hizo esta pregunta viendo fijamente a Elia a los ojos.
Elia no pudo sostenerle la mirada, abrigaba una mezcla de sentimientos que iban de la vergüenza al coraje, de la tristeza a la incredulidad y hasta la culpa. Entonces le respondió en voz baja:
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