Manuel Arias Maldonado - Abecedario democrático

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El libro que estaba necesitando la sociedad española para conocer y defender la democracia y sus libertades individuales.
Abecedario democrático es un manual de cultura política para jóvenes y adultos compuesto por 27 ensayos, uno por cada letra del alfabeto. El libro explica conceptos básicos de todo sistema político liberal (como ciudadanía, Estado y libertad), los relaciona con temas que forman parte del debate público en la sociedad española (la nación, la autonomía o la igualdad) y no se olvida de los grandes retos del mundo actual (el terro rismo, la globalización, Internet, la libertad de expresión). Aborda con mesura, pero sin equidistancias, asuntos espinosos que van desde el uso político de la historia a los populismos de izquierda y de derecha. Por sus características, está destinado a convertirse en un texto de referencia dentro y fuera de las aulas.
Para todos aquellos que sienten rechazo hacia la política, Abecedario democrático muestra la importancia de que los ciudadanos se informen, reflexionen y voten, contribuyendo así a la vitalidad de la democracia y a la estabilidad de nuestras sociedades pluralistas.
Padres, tutores y profesores encontrarán aquí una guía indispensable acerca de los valores que hacen posible la convivencia y el progreso de una sociedad, que les facilitará la tarea de transmitirlos a los más jóvenes.

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Salta a la vista que es mejor hablar de feminismos en plural que del feminismo en singular. Por más que cualquier feminista persiga la liberación de la mujer, la feminista sueca se enfrenta a problemas muy distintos que la feminista afgana. Incluso dentro de una misma sociedad, las diferencias son evidentes: no es lo mismo ser profesora universitaria en Estocolmo que inmigrante somalí en esa misma ciudad. Al fin y al cabo, los principios feministas son afirmados inicialmente por las mujeres que pertenecen a los estratos culturales dominantes de una sociedad; las mujeres que son de origen humilde o pertenecen a culturas minoritarias pueden ser o sentirse ignoradas o excluidas. Salvar esa distancia puede dar lugar a considerables malentendidos, como muestra la dificultad para abordar desde una perspectiva feminista el uso de símbolos islámicos en sociedades democráticas: si una mujer musulmana afirma que se pone el chador e incluso el burka por voluntad propia y con plena conciencia de su significado, ¿debe prohibirse por su bien que pueda vestirlos?

Lo que se pone aquí de manifiesto es una dificultad que ha acompañado al feminismo desde sus orígenes: hablar en nombre de la mujer como sujeto político, mientras se niega la existencia de un ideal singular de mujer y se reconoce la pluralidad de las experiencias femeninas. Si todas las mujeres quisieran lo mismo, bastaría presentar a las elecciones un Partido Feminista que se llevase la mitad de los votos y gobernase con una mayoría aplastante. Pero allí donde un partido feminista concurre a las elecciones, como pasa en Suecia, apenas alcanza el tres por ciento de los votos. Se deduce de aquí que no todas las mujeres piensan lo mismo, ni quieren lo mismo; que también entre ellas se interpreta de distintas maneras lo que deben ser la mujer o el feminismo. Dado que las mujeres son un grupo tan amplio y diverso de la población, se hace muy difícil articular intereses, deseos o experiencias comunes. Incluso es posible que haya mujeres que no se identifiquen con el feminismo, aunque simultáneamente defiendan la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Le pasa al feminismo como al resto de doctrinas e ideologías políticas: formular un postulado general (igualdad entre hombres y mujeres) es mucho más sencillo que desarrollarlo (determinar lo que esa igualdad debe significar o los medios que deben arbitrarse para alcanzarla).

«Salta a la vista que es mejor hablar de feminismos en plural que del feminismo en singular. Por más que cualquier feminista persiga la liberación de la mujer, la feminista sueca se enfrenta a problemas muy distintos que la feminista afgana. Incluso dentro de una misma sociedad, las diferencias son evidentes»

No obstante, la “diferencia” ha cobrado una importancia creciente en la teoría feminista. Se subraya la diversidad de experiencias y puntos de vista de las mujeres: por razón de etnia, orientación sexual, clase, discapacidad o cualquier otro marcador de identidad. Fueron las feministas afroamericanas las que abrieron este camino, denunciando que las feministas blancas hablaban de una “sororidad” –nombre que se da a la fraternidad entre mujeres– de la que ellas estaban excluidas. Posteriormente, la llamada “teoría queer” ha denunciado que la oposición binaria hombre-mujer solo sirve para oscurecer la pluralidad del género y marginar a quienes experimentan una identidad sexual diferente. Para buena parte del feminismo, una cosa es el sexo y otra es el género: una mujer tendría asignado socialmente un rol de género que no se deduce automáticamente de sus rasgos biológicos. Digamos que ser mujer no asigna a las mujeres la tarea de limpiar la casa o cuidar a solas de sus hijos. Pero el feminismo se encuentra con un problema de coherencia cuando, como hace la teoría queer, termina por negar la realidad del sexo biológico: si este último no existe y todo depende de las construcciones sociales o la voluntad de los individuos, ¿sigue existiendo la mujer como sujeto en cuyo nombre se hacen reivindicaciones políticas? Se trata de un conflicto no resuelto dentro del feminismo contemporáneo.

Pero es que el feminismo también está dividido acerca de cómo deben conceptualizarse las relaciones entre lo masculino y lo femenino: ¿posee la mujer una esencia propia que la distingue del hombre, o las diferencias entre ambos se deben enteramente a la cultura? A esta pregunta se responde de dos maneras.

Para el feminismo de la diferencia, existe una naturaleza o esencia propia de la mujer que debe ser reconocida y celebrada como alternativa a los rasgos codificados como masculinos. La corriente maternalista, por ejemplo, celebra la capacidad de la mujer para dar vida y la vincula a una disposición para los “cuidados” que también los hombres –como parte del desarrollo de una “nueva masculinidad”– deberían poner en práctica. Para este feminismo, el ser humano se caracteriza por sus relaciones más que por su individualidad; la concepción liberal de la autonomía se juzga contraria a la esencia del ser humano. Por su parte, el feminismo de la igualdad rechaza que existan diferencias entre los sexos y atribuye la distinta conducta de hombres y mujeres –tal como puede ser observada en algunas esferas de la vida social– a la determinación cultural del género: se nos habría educado para actuar de manera diferente a pesar de que somos iguales. Pero una cosa es la igualdad jurídica o política y otra la igualdad biológica; como señalan Jane Mansbridge y Susan Okin, no sabemos todavía lo suficiente sobre las diferencias biológicas como para ser agnósticos acerca de sus efectos. Aun hay otro punto de vista, más radical, que ve las relaciones entre hombres y mujeres determinadas en todos sus aspectos por el poder masculino, incluido el lenguaje que utilizamos para describir esas relaciones. Si se acepta esta posición, quedaría por explicar cómo es posible que el feminismo llegue a sortear ese poder absoluto y logre avances significativos para la causa de la mujer.

¿Y bien? En un texto decisivo para el desarrollo de la teoría feminista publicado en 1949, la filósofa francesa Simone de Beauvoir había afirmado que no existe una esencia femenina: no se nace mujer, sino que una se convierte en mujer bajo contextos históricos y sociales específicos. Ser mujer en abstracto no define el ser práctico de ninguna mujer particular o, al menos, no debería hacerlo; en línea con la filosofía existencialista entonces en boga, la pensadora francesa enfatizaba el papel que la voluntad individual juega en el desarrollo de nuestra identidad. Más recientemente, la filósofa alemana Svenja Flaßpöhler ha hablado de la “mujer potente” para describir a aquella que utiliza su libertad para vivir como desea vivir. Esto no significa que el sexo biológico resulte intrascendente: el filósofo español Pablo de Lora ha recordado que Beauvoir anclaba la construcción social del género en el sexo biológico, de tal manera que para llegar a ser mujer hay que nacer mujer. Y es que se trata de planos diferentes: reconocer derechos a las personas transgénero o fomentar la ética del cuidado entre los varones no implica que haya de negarse la diferencia sexual de origen biológico, que no depende de nuestros estados mentales ni se ve refutada por la existencia de un hermafroditismo estadísticamente marginal. Nada de esto tiene por qué afectar a la igualdad: reconocer la diferencia entre hombres y mujeres no es lo mismo que imponer una jerarquía.

Hay pensadoras, como Martha Nussbaum, que consideran estos debates como una distracción paralizante: lo apropiado sería más bien identificar discriminaciones particulares que hacen más difícil la vida de las mujeres y tratar de resolverlas. Desde ese punto de vista, hablar de patriarcado puede mover a confusión. El término designa un orden social caracterizado por la dominación masculina, pero el patriarcado no es un hecho observable, sino la interpretación que se da a un conjunto de hechos observados en materias tan distintas como los delitos sexuales, el desempeño económico o la visibilidad cultural. Así como el feminismo emplea muchos matices para hablar de la mujer, estos suelen desaparecer cuando habla del hombre: como si todos los varones pensaran o hicieran lo mismo. De ahí la importancia que tienen los datos empíricos que permiten señalar discriminaciones injustas con el necesario rigor.

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