Jorge Rojas - Nosotros no estamos acá

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En Nosotros no estamos acá hay humanos invisibles. Un joven venezolano indocumentado que intentó siete veces entrar en Chile, hasta que atravesó el desierto de Tacna a Arica por un paso no habilitado. Una trabajadora peruana que se transformó en regenta de vivienda comunitarias. Un cargador haitiano que fue apuñalado en un terminal pesquero. El cuerpo de una boliviana víctima de feminicidio, abandonado en la morgue.
Migrantes latinoamericanos que han venido a buscar nuevos Rumbos en Chile y que han encontrado discriminación, xenofobia, expulsiones masivas e incluso la muerte, así como la solidaridad y complicidad de desconocidos.
Durante dos años, el periodista Jorge Rojas se internó en la vida íntima de estos protagonistas que parecen no estar. Son cuatro crónicas inéditas, de largo aliento, en las que se puede transitar con los migrantes, sentir sus frustaciones, sus acotadas alegrías, la congoja, la nostalgia de lo que se ha dejado atrás.
"Estas historias nos dan luces sobre esos que quedó, lo que no cabe en 'un bolso de un metro de largo': padres, amores quebrados, un hijo en Lima, el paisaje, el calor. Son también historias de trashumancia, de lo que pasó en el camino. De la ruindad de los coyotes y su industria, del miedo a la policía, de la solidaridad sencilla de una desconocida, de la incertidumbre, de la esperanza de algo mejor, o menos malo. Y en ese nivel se hacen universales, son las de sirios y somalíes, salvadoreños y rohinjas". Florencio Ceballos

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—No se veía nada. Era subida y bajada. El asesor dijo que corriéramos, y corrimos, y pasaron quince minutos y nos ordenó agacharnos. Las mujeres gritaban. El muchacho les decía que no hicieran bulla, porque estábamos en una hacienda. Ladraban los perros. Llegamos a una parte donde vimos la camioneta [bus], como a cuatrocientos metros, con las luces parpadeando, y comenzamos a correr más rápido, sin saber por dónde pisábamos, pero al llegar a la calle ya no estaba. Entonces nos sentamos debajo de un puente. El asesor llamó al chofer y le dijo que iba a mandar otra camioneta. Esperamos, pero pasaron tres horas y nos comenzamos a estresar. En eso se paró una alcabala [control policial] arriba nuestro. Se bajó un policía. Estaba todo negro. Las luces [balizas] alumbraban el entorno y nosotros pegados al suelo. Tiesos, en silencio, apenas respirando. Luego de treinta segundos se fueron, y cuando se perdieron en la noche salimos corriendo a las montañas, alejándonos del camino. Llegamos a un criadero de caballos, estábamos asustados. El guía dijo que iba a llamar un carro para irse, porque la camioneta no iba a volver. Muchas mujeres empezaron a llorar, otros chamos se pusieron a discutir y había una joven que se había desmayado como cuatro veces. Así pasamos las siguientes dos horas. Algunos se quedaron dormidos y el guía dijo que fuéramos hacia un pueblo. Entonces, el chofer del bus nos contactó para decirnos que nos estaba esperando más adelante. Corrimos como cuarenta minutos más y en un momento el guía paró al grupo para contarnos: había diez personas menos. Él se devolvió a buscarlas y regresó media hora más tarde. En un momento apareció la camioneta, como a doscientos metros, y nuevamente todos nos echamos a correr, como si estuviésemos en los últimos metros de una maratón. Hasta que logramos subirnos. Eran como las cuatro de la mañana del 12 de julio.

Le mandó a Fernando una foto de ese momento: él arriba del bus, sudado y con la ropa sucia. A la mañana siguiente le relató con detalle todo lo que había pasado y Fernando le hizo un comentario que, lejos de tranquilizarlo, lo inquietó aún más: “Imagínate cómo será el cruce para acá”.

Durante ese día planearon el viaje desde Lima a Tacna y conversaron de aquellos sueños triviales que esperaban cumplir en Chile. Tal vez para sentir que aún había futuro, luego de que todo había estado al borde de fracasar.

Alexánder: ¿Sabes que Manuelerod19 va a estar en Chile en septiembre? Te voy a regalar la entrada para ir a verlo. Fernando: ¿Sabes quién estuvo por aquí el otro día y la gente estaba como loca? Alexánder: ¿Quién? Fernando: Rihanna20 Alexánder: ¡Que eres mentiroso! Fernando: En serio. Alexánder: Yo veo a Rihanna, María, y ¡ahhhhhhh! Fernando: Sí, yo imaginé eso cuando escuché a la gente hablando de ella. Alexánder: ¿Cuándo fue? Fernando: Hace como 10 días. Alexánder: ¡Verga! De pana, ahí yo me muero… “Ooh nana, what’s my name? Ooh nana, what’s my name?”. Escucho eso y quedo muertico en el acto. Fernando: Aquí vas a ver muchas cosas, tonto. Ya vas a ver que echarás para adelante. Alexánder: Los dos.

Alexánder llegó a Lima a las once de la noche del 12 de julio. Durmió en el terminal y al día siguiente Fernando le envió 70 dólares, que se había conseguido como adelanto en su trabajo, para el pasaje a Tacna: “Debo el hígado”, le puso en un mensaje. Alexánder gastó 45 dólares en el boleto y el resto en comida. Partió al mediodía del 13 de julio. Ese fue el último bus que tomó. Muy distinto, recuerda, de todos los otros. Tanto así que le sacó una foto al baño y se la mandó a Fernando: “Nunca voy a superar este bus. Me acaban de traer un refresco y un agua. Hace rato fui a orinar y era tan bonito que hasta hice del dos”, le escribió.

Esa fue la primera noche, desde el 7 de julio, en que Alexánder durmió de corrido hasta las ocho de la mañana. Habría seguido de largo si es que la policía peruana no hubiese bajado a todos los pasajeros en Moquegua, a dos horas de Tacna, para revisar los bolsos.

—Estaba asustado, me pidieron los papeles y no los tenía. Les dije que iba a Chile y me dejaron pasar. Me advirtieron que si me veían en Tacna me iban a tomar detenido, pero acá estoy —dice, parado frente al consulado, que está rodeado de policías que intentan poner orden en las filas. Vuelvo al tema de los 180 dólares.

—Solo te puedo pasar 100 —le digo.

Esa noche, Alexánder se pondrá de acuerdo con el coyote para cruzar al día siguiente.

17 de julio, conversación por WhatsApp

(18:04)Alexánder: Niño, ya voy saliendo. Tenemos que llegar y esperar a que se haga de noche para irnos. Voy con varias personas, así nos apoyamos. No escribas nada de esto a nadie. Tampoco a mi mamá. Tú eres muy nervioso. Espera a que yo te escriba. Fernando: Cuídate, por favor. Me avisas apenas puedas.

(22:24)Fernando: Apenas puedas me escribes. Si estoy dormido, me mandas varios mensajes para despertarme. No le pares a la hora. Me escribes, me repicas, lo que sea. Todo va a estar bien.

(23:27)Fernando: ¿Ya estás cruzando? ¿Estás cerca de Arica? Alexánder: … Fernando: Niño, responde, por fa. Alexánder: Te llamo cuando llegue, reza por mí. Fernando: ¿Dónde están ahoritas? ¿No han comenzado a cruzar? Alexánder: No empieces a preguntar. De pana que me voy a estresar. Fernando: Me dicen que es por las vías del tren por donde caminan, ¿verdad? Pero que por los lados también pueden, porque no hay bombas ahí. Alexánder: Sí, pero hoy los locos están rudos. Nos paró la policía peruana y una señora lloró y nos dejaron tranquilos, pero vamos a esperar. Te escribo cuando pueda. Fernando: Cuídate mucho. Voy a estar pendiente. Todo va a salir bien.

(02:58, 18 de julio)Alexánder: Fernando, ¿estás por ahí? Nos devolvieron a Tacna. Fernando: Ay, niño, ¿en serio? ¿Quién los agarró? Alexánder: Los de la PDI. No nos hicieron nada, nos regresaron y ya. Mañana el señor resuelve. Fernando: ¿Qué señor? Alexánder: Al que le pagamos. Yo le di 40 dólares. Fernando: Otro día perdido ahí, Alexánder. Alexánder: Tranquilo, niño, tranquilo.

20 de julio

A cincuenta metros de la estación del tren que une Tacna con Arica está la primera hilera de carpas, en paralelo a las vías del ferrocarril. A una cuadra, y doblando, está el consulado de Chile. Todas las mañanas, a las seis, el autovagón 261 suelta un pitido estruendoso, que se escucha a varias cuadras. El sonido no solo espanta el sueño de los campistas, también las ilusiones. Ver pasar el tren rumbo a Chile, oír el zumbido de la máquina desplazándose sobre los rieles, se ha convertido en una tortura para quienes llevan allí casi dos meses.

—Tanta gente que hay allá —dice un funcionario de la estación, apuntando al campamento.

Son las 5:30 de la madrugada. El lugar es una vieja instalación de madera forrada con latas de zinc. El ferrocarril fue construido en 1856 y hoy está bajo la administración del gobierno regional de Tacna. En sus 62 kilómetros de extensión tiene seis estaciones, las dos terminales y otras cuatro que están abandonadas. Aunque hay gente que lo ocupa como medio de transporte, para ir y volver entre ambas ciudades, el servicio más bien parece estar enfocado al turismo. Hay trenes antiguos exhibidos como piezas de museo, entre ellos una locomotora a vapor, y una gráfica invita a conocer lugares emblemáticos de la ciudad y a probar los platos típicos de la gastronomía peruana. A un costado de la boletería hay un pendón que promociona el viaje y los requisitos: “Extranjeros: cédula de identidad y/o pasaporte vigente”.

—¿Viajan muchos venezolanos en el tren? —le pregunto al funcionario.

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