Primera edición, agosto de 2021
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Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Edición
Julian Acosta Riveros
Diagramación y diseño de portada
Paula Forero Díaz
Foto de portada
Shutterstock
ISBN 978-958-30-6416-6 (impreso)
ISBN 978-958-30-6454-8 (epub)
Prohibida su reproducción total o parcial
por cualquier medio sin permiso del Editor.
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Contenido
La Esquina de las Arepas
Refugio alienígena en la Tierra
Seguidores en fuga
En un principio fue Bachué
Colombia blanqueó a su presidente negro
Alvarito el Sin Cabeza
La invasión de los infieles en serie
Riverita cayó preso
Deogracias, te llegó la hora
El tesoro del Mesuno está maldito
Numael tuvo un amor
Nos vemos desnudos en Zipolite
El Despachador de Dios
Dalai y la ayahuasca
Las akashinga cambiaron todo
Cocoparacos
Hasta que la muerte nos reúna
Abel Antonio no muere todavía
La vida te toca como te tocó
El depredador bipolar de la Tierra
El mejor chef del mundo
El fútbol de Europa quiere colombianos
Morir de amor
Lloraremos sobre el café derramado
Para Luisa Fernanda
Agradecimientos
A Gloria Gallego Posada
por su apoyo incondicional y por tolerarme.
A Luisa Fernanda Vélez
por su respaldo absoluto y su amor.
A Álvaro Lora y a Pepe Soto
por sus grandes aportes.
A Julian Acosta Riveros
por abrir mi mente.
Algunos nombres de personas, lugares y entidades
fueron cambiados para proteger la identidad y
la integridad de los protagonistas de estas crónicas y relatos.
1
La Esquina de las Arepas
A María Noelia Sora los violentos le dieron solo dos horas para abandonar su casa en la vereda Puerto Rico del departamento de Antioquia, junto con seis seres queridos. Aunque la desolación y la pobreza quisieron derrumbarla, un par de décadas después, desde el barrio Aranjuez de Medellín, cuenta al mundo que gracias a su coraje y persistencia pronto sus dos hijas serán médicos, ayudadas, claro, por un puesto de arepas que rescató sus vidas del profundo abismo del desplazamiento forzado.
El corazón de María Noelia parecía que no iba a resistir. Jamás se había desbocado con tanta angustia y consternación como las que le causaban los golpes atronadores que aturdían sus oídos. Ramalazos amenazantes que en el silencio de las dos de la mañana intentaban echar abajo la puerta de su rancho, situado en las montañas de la vereda Puerto Rico en San Carlos, Antioquia.
Pálpito de terror que bien podría anunciar su muerte, la de sus pequeñas hijas, su muchacho mayor y la de sus demás parientes, entre papá y hermanos, quienes quedaron a su cuidado exclusivo desde hacía un mes atrás cuando uniformados irregulares los visitaron durante el día y con el cañón oxidado de un fusil que le situaron en la parte posterior de la cabeza le pidieron a su esposo, Jorge Hernán, tomar la decisión inmediata de marcharse para siempre cediéndoles su propiedad o quedarse si prefería, pues estaba en su derecho, pero claro que escucharía muy pronto el disparo del arma cuyo cañón rozaba burlón la tapa ósea de su cráneo.
Sin ver aún a los violentos y mientras intentaba en la penumbra quitar la tranca que cerraba su puerta, María Noelia supo que eran los mismos hombres. Habían vuelto y solo amargura y desdicha le dejaría el recuerdo de aquella noche.
A empellones la acorralaron junto con toda su prole en la cama matrimonial. Allí escucharon la sentencia que marcaría sus vidas, como lo hizo el hierro al rojo vivo con que alguna vez vieron quemar las ancas del ganado vecino.
—En dos horas no queremos que estén en la región. Se largan o los matamos a toditos como saben que lo hacemos con tantos que no hacen caso.
Este fue el mensaje que los asesinos hicieron calar en el alma del grupo de personas, conocido en adelante como la familia Sora, ya que Jorge Hernán Hincapié no volvió a aparecer para cumplir de nuevo como padre y marido.
Forzados a empacar en costales y bolsas tantas pertenencias como alcanzaran en un plazo de diez minutos, fueron arreados después a insultos aterradores y a culata limpia hasta dejarlos en la carretera principal, donde a partir de entonces se les entendería, en su región y en el mundo entero, como desplazados por la violencia en Colombia.
El viaje de los desterrados
De menor a mayor y a orillas de la vía que de San Carlos va a la capital de Antioquia, María Noelia, en la penumbra, enfiló a los integrantes de su familia. Seis vidas que la intimidaban casi tanto como aquellos agresores que los desterraban, porque si bien ya estaban bajo su responsabilidad hacía un mes, ahora no contaba con la tierra ni con el entorno que ayudaban a su sostenimiento.
De todos, su padre, el viejo Benancio Sora, de sesenta y tantos años, era quien, ante la incertidumbre, reflejaba mayor pavor en su rostro, pero por ventura permanecía mudo. Algo que no hacían sus pequeñas. Preguntaban que para dónde iban, que ahora qué harían, y María Noelia apenas lograba contener los gritos de ira y el llanto de miedo que le urgía dejar escapar, pero su instinto le decía que debía contenerse, por lo que solo atinaba a responder entre sollozos:
—Nuestro Señor proveerá.
Eran las cuatro y cuarenta de la madrugada del 10 de agosto de 2001 cuando María Noelia, en su nueva condición de desterrada, logró subir con todos los suyos al primer bus que viajaba a Medellín. Destino caprichoso al que primero pensó acudir para quedarse, por no tener más dinero entre su corpiño al qué echar mano y por creer que allí, en una ciudad de dos millones y medio de habitantes, podría camuflar la vergüenza que le produciría la mendicidad a la que parecía condenada, puesto que tenía noticias de que obtener un trabajo en semejante metrópoli, salvo que fuera el de vender su cuerpo, era casi imposible.
Durante el viaje del destierro, María Noelia se llenó de culpa porque, en medio de su tragedia, se sentía aliviada al haber dejado atrás, en su San Carlos del alma, un tiempo de penumbra en el que sin ninguna suerte pidió a Dios que la hiciera invisible. Un tiempo de miedo sin tregua. De sed insaciable provocada por la invasión de fuerzas irregulares que pusieron a hablar entre susurros a todos sus paisanos y por supuesto a ella, aterrados por presenciar cómo mataban sin fórmula de juicio al que se les antojara, para luego señalarlo como guerrillero o colaborador de la guerrilla.
Arrojados a una calle cualquiera en la llamada Ciudad de la Eterna Primavera, la peregrinación de los Sora dio comienzo tan pronto el conductor del bus los conminó a bajar, pues ellos eran los últimos ocupantes y él no se tomaría la molestia de entrar a la terminal de transporte con tan solo siete pasajeros.
Caminaron sin rumbo en el mismo orden de edades en que fueron enfilados en tinieblas por María Noelia a orillas de la carretera, hasta que los venció el dolor en los pies y un vacío en el estómago que no identificaban si era miedo, hambre o las dos cosas al tiempo.
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