Desde estas líneas me gustaría destacar la gran labor que hacen estas personas voluntarias desde diferentes asociaciones dando apoyo a todas las mujeres que pasamos por este trance. Es importante saber que no estamos solas en esto.
He ido comprando algunos pañuelos, gorros…, y ahora una peluca que pienso ponerme sobre todo para salir a la calle porque creo que estaré más cómoda usándola. Quiero estar preparada para cuando la caída del cabello sea más inminente. ¡Uf! no sé si podré afrontar emocionalmente el verme calva. Ya llegaremos a ese punto. Será otro proceso que tendré que superar.
Hace un par de semanas decidí cortarme la melena que me llegaba por debajo de los hombros. Pensé que sería menos traumático ver caer pelos cortos que ir viendo clareones en la cabeza. Siempre he estado orgullosa de mi cabello largo, castaño y abundante. Solo me lo he cortado un par de veces, una de ellas cuando tenía unos siete años.
Recuerdo un día que llegué del colegio con una circular donde se comunicaba a los padres que debían revisar las cabezas de sus hijos pues habían detectado la presencia de piojos en algunos niños. Mi madre no se lo pensó dos veces y me llevó a la peluquería a cortarme el pelo al «estilo chico» que decían entonces, porque según ella así me libraría de los piojos: ¡falso! Pasé varios días rascándome y llorando por mi melena, y para colmo tuve que aguantar la burla de los compañeros que con esa cruel inocencia típica de la infancia me señalaban y se reían diciendo: «pareces un niño, eres un niño».
Me he guardado una trenza hecha con mi cabello. Tenía la intención de hacerme una peluca con ella, para que pareciera lo más natural posible, pero me llevé un chasco cuando empecé a mirar y todas las tiendas especializadas tenían unos precios desorbitados. Fue una suerte dar con el Banco de pelucas. Hay varias asociaciones en Barcelona que ofrecen este servicio solidario.
Las pelucas oncológicas en establecimientos de estética y peluquerías son muy caras. No entiendo cómo puede hacerse negocio con algo que es para un uso puntual, como si no fuera ya bastante traumático ver como pierdes irremediablemente el cabello que encima tienes que pagar por la peluca como si se tratara de un capricho, como si fuera un bolso Gucci o cualquier complemento de marca.
Acabo la semana más o menos bien aunque empiezo a notarme el cansancio. No he tenido náuseas, pero llevo cuatro días sin ir al baño, vaya que tengo un estreñimiento de caballo y me encuentro fatal, el estómago me presiona por debajo de las costillas y no puedo ni enderezarme.
Al final decido llamar al teléfono de atención 24 horas del ICO. El número nos lo facilitan las enfermeras del Hospital de Día nada más empezar el tratamiento, para cualquier duda o urgencia que nos surja fuera de las horas habituales de atención de nuestro hospital de referencia. Hablo con un especialista y por los síntomas que le describo me recomienda que tome un laxante. Soy bastante reacia a tomarme nada sin consultarlo antes, ni siquiera un simple Paracetamol, por si está contraindicado.
Me tomo un sobre de laxante disuelto en medio vaso de agua y voy a dormir con el estómago muy pesado. En cuanto amanece empieza la fiesta. Tengo retortijones, sudores fríos y mareos, me estiro en el suelo y me retuerzo de dolor, hasta que finalmente después de varios intentos de ir al váter, logro evacuar. Ha sido una de las veces que peor lo he pasado ¡Tremendo!
Después de este episodio, no me atrevo a tomarme ningún sobre más. Paso el fin de semana sin que la presión en el estómago desaparezca del todo y tengo flatulencias, pero empiezo a ir al lavabo con regularidad.
El lunes decido hacer una llamada a las enfermeras del Hospital de Día para comentarles las molestias estomacales que aún persisten, ya que hasta la siguiente semana no tengo que ir a ponerme la dosis. Lo mejor en estos casos parece ser un protector gástrico (por ejemplo, el Omeprazol). Me quedo más tranquila, pues según parece es perfectamente habitual el estreñimiento.
Presumiblemente todas estas molestias tienden a disminuir conforme pasan los días, con lo cual tienes un breve respiro hasta la próxima sesión. Lo justo y necesario para recuperar fuerzas. En cambio, sucede a la inversa con las defensas de mi organismo, conforme más días pasan, más riesgo de que se produzca una bajada. Otro de los efectos secundarios más frecuentes es la ‘neutropenia’ o descenso del número de leucocitos o glóbulos blancos, que nos protegen de infecciones y que es lo que comúnmente llamamos ‘bajada de defensas’. Para reforzarlas me administran unas inyecciones subcutáneas durante los cinco días posteriores a la quimio.
Se confirma: la segunda semana es más llevadera. Voy recuperando las fuerzas y las ganas de comer, fluye mi energía positiva y estoy de buen humor, convencida de que podré con todo. Ahora ya sé lo que me espera después de cada sesión, ya juego con ventaja para la próxima, la retahíla de molestias suelen ser similares. Por lo tanto, solo tengo que mantener a raya el estreñimiento y me encontraré bastante mejor. Voy a cruzar los dedos y rezar.
No es que sea una persona muy creyente, pero cuando te encuentras en un infortunio como este supongo que recurres a todo lo que te inculcaron de pequeña, como rezar el Padre nuestro antes de irme a dormir, por ejemplo.
Tener fe ayuda. Rezar hace que me sienta menos sola, sobre todo durante la noche cuando estoy indefensa en la oscuridad de mi habitación y me acecha el miedo y sus fantasmas. Pienso en mis seres queridos ya fallecidos, en mis abuelos y en un tío al que apreciaba como a un padre, a veces los siento tan presentes que quiero creer que están junto a mí para protegerme y librarme de todo mal. Como decía antes, toda ayuda es poca para superar la adversidad, venga de aquí o del más allá.
Voy a acabar la semana añadiendo una molestia más al listado de efectos adversos experimentados estos días: me han salido hemorroides. Aunque esto han sido más bien ‘daños colaterales’, una consecuencia del fuerte estreñimiento causado por el cóctel de medicamentos. Lamento ser tan escatológica, pero tenéis que saber todo lo que conlleva este proceso y, como veis, no es de color rosa.
Pasan los días y me voy instalando en mi paréntesis.
En la segunda visita al Hospital de Día tengo la impresión de que la sala está más llena que la última vez. Oigo decir a una de las enfermeras que tendrán que alargar la jornada para poder atender el volumen de pacientes, un retraso en la recepción de las medicinas parece ser la causa de la puntual aglomeración. Antes de recibir la mía, tengo que hacerme una analítica para comprobar que las defensas de mi organismo están bien.
Unas dos horas más tarde ya tienen el resultado y debo pasar por la consulta del oncólogo para ver si me da el visto bueno para proseguir con el tratamiento. Me realiza un examen de la mama y con una regla –sí, eso he dicho, una regla, yo también he alucinado– mide el tamaño actual del quiste que es palpable a través de la piel, el cual, si todo va bien, deberá ir reduciéndose con cada dosis hasta posiblemente su desaparición. ¡Ojalá!
Estoicismo. Esta es la palabra que me viene a la cabeza mientras espero resignada a que pasen las horas con la vía colgando del brazo. Supongo que me voy resignando a la idea de que esto es un proceso lento por el que tengo que pasar irremediablemente si me quiero curar, y de nada sirve angustiarme o preocuparme. Como los estoicos (siglo IV a. C) que tenían la capacidad de controlar sus sentimientos o emociones, con lo cual lograban mantenerse firmes ante la adversidad, yo intento controlar mis nervios y dejar a un lado los pensamientos más negativos, pues de ello depende mi curación. Una buena salud emocional nos predispone a afrontar mejor la enfermedad e influye positivamente en nuestro organismo.
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