Pienso en la imagen de ese lazo de color rosa que tantas veces hemos usado para visibilizar la enfermedad y solidarizarnos con la causa, y me entran ganas de gritar de rabia: ¿qué tiene de rosa esta mierda?
En realidad su color debería ser el marrón, un marrón de mierda, como le llamó una chica en un foro sobre el tema que leí en Internet. Pues lo primero que haces cuando recibes una noticia así, además de desmoronarte, es buscar información como una loca para ver qué posibilidades de curación tienes, porque no nos engañemos eso es lo primero que piensas cuando oyes la palabra cáncer. Aunque al final tienes que dejar de leer porque tanta información, tantos casos diferentes, acaban por inquietarte aún más. No sabes si lo tuyo es igual, es mejor o peor, si el tratamiento es similar o no, si te dará los mismos efectos secundarios o no. Naufragas en un mar de dudas.
Todo un mundo desconocido se abre ante ti.
Nadie que no haya pasado antes por algo así sabe la cantidad de sentimientos e interrogantes que en esos instantes estallan en tu cabeza: pánico, ansiedad, desolación, tristeza, rabia, impotencia…
¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¿Y ahora qué? ¿Voy a sufrir? ¿Lo superaré?
¡Qué puta mala suerte!
Con qué facilidad se derrumba todo. Adiós a las celebraciones, adiós a todo lo que tenía en mente. Todo se detiene: proyectos, viajes, trabajo, estudios..., la Navidad.
¿Cómo celebras la Navidad tras recibir una noticia así?
Paso las Navidades más tristes de mi vida. Mi 50 aniversario pasa sin pena ni gloria, y en un par de semanas comenzaría el tratamiento oncológico.
Tenía un largo camino por delante y, a pesar de todo el apoyo y las muestras de ánimo que recibía, estaba aterrorizada. Intentaba no pensar en ello demasiado, pero eso era como pedirle a un niño que se estuviera quieto. Necesitaba tener la cabeza fría para afrontar todo lo que estaba por venir. No me hacía ningún bien autocompadecerme y atormentarme con preguntas absurdas sin respuestas.
Tenía que aceptar la enfermedad, tener fe en que todo iba a ir bien, y encarar la situación de manera positiva para sobrellevar el impacto que iba a producir el cáncer en mi estado físico y emocional.
Así que recogí todos los pedazos en que me había roto y compuse una versión aceptable de mí misma para mirar el cáncer a la cara y vencerlo.
Ese era el reto que me había propuesto, mi propósito de año nuevo.
«Aquella peculiar sensación, como soñada
y también como de pesadilla de que todo se mueve
y no se mueve nada, de cambiante permanencia
que no es sino un constante volver a empezar
y una vertiginosa monotonía».
Thomas Mann
Primera sesión
20 de enero del 2020. Año bisiesto, año siniestro, según el refranero popular. No resulta muy halagüeño.
El tercer lunes de enero no es un lunes como otro cualquiera, sino el día más triste del año. También conocido como Blue Monday, ya que según parece es la jornada en la que acumulamos más tristeza por varios motivos: afrontar los gastos navideños sin haber cobrado aún el mes, el clima invernal, los propósitos de año nuevo incumplidos...
Y si a todo esto le sumamos un vendaval de viento y lluvia que azota Catalunya con fuertes ráfagas, el día no puede ser más deprimente para comenzar un tratamiento oncológico. Sin duda, para mí es un día muy triste.
Llego con el ánimo por los suelos al Hospital Moisés Broggi de Sant Joan Despí, el centro que me corresponde por lugar de residencia, aunque se trata de un consorcio entre varios hospitales de la zona que comparten los profesionales sanitarios del ICO (Institut Català d’Oncologia) de L’Hospitalet de Llobregat.
Aunque previamente había pasado por unas cuantas pruebas y visitas médicas en la clínica privada donde me detectaron el tumor, a la hora de recibir el tratamiento más idóneo decidí ponerme en manos de la sanidad pública ya que cuentan con más recursos y, cito textualmente al especialista de la privada: «disponen de fármacos más adecuados a la especificidad del tumor».
Pues sí, aprendí que hay varios tipos de tumores, no todos los cánceres de mama son iguales: los hay hormonales y los hay que no lo son, el mío no lo era. Por su singularidad se calificaba más bien de tumor triple negativo, dijeron, y que era bastante agresivo aunque para arreglarlo añadieron que era «uno de los que responde mejor al tratamiento».
Me quedé con esto último para no desmoralizarme.
Sin embargo, hasta un minuto antes de empezar con la quimioterapia, albergo la absurda esperanza de que se hayan equivocado en el diagnóstico. Imagino que el equipo facultativo del Broggi al examinar de nuevo «el estudio clínico y las laminillas» se da cuenta de que todo ha sido un error y llama para disculparse. Supongo que nos aferramos a un clavo ardiendo.
El martes 21 de enero, a las 10 horas, tengo cita con el especialista de oncología que me acompañará en todo el proceso. Le cuento que estoy nerviosa y angustiada, es «el temor a lo desconocido», como bien dice. Habla claro y sin rodeos mientras realiza un dibujo en un papel con las células que han provocado mi tumor, para explicar cómo estas se comportan, y qué fármacos van a administrar para reducirlo. Visto así parece fácil, me infunde optimismo.
Tendré que hacer dieciséis sesiones de quimioterapia, repartidas en dos ciclos con diferentes medicinas: el primero será de cuatro sesiones, una cada quince días, y el segundo será semanal hasta un total de doce. Al acabar, tendrán que operarme para limpiar cualquier resto que quede del tumor, y, por último, tocará hacer radioterapia. Este es resumido el pack completo que he adquirido. ¡Vaya, que me voy a pegar unos cuantos meses con esta movida! Contando que todo vaya bien, como mínimo hasta junio.
¡Menuda montaña tengo por delante!
Y ahora vamos a la parte importante de todo esto: los efectos secundarios. Le pregunto al doctor por ellos y contesta que los más habituales son: vómitos, mareos, cansancio, pero que suelen ser «bien tolerados». Para ello suministran conjuntamente otras medicinas paliativas que reducen las molestias derivadas de la quimio, además de otras que tendré que tomar en casa durante los primeros días. Pero no quiere que me preocupe por ello porque a cada persona le afecta de una manera diferente, lo fundamental es hacer vida normal. ¡Qué gracioso! Como si fuera fácil olvidarse de todo esto y seguir con tu vida anterior.
Tras conocer al que será mi médico, ya estoy lista para recibir la primera sesión. Estoy muerta de miedo. Por suerte no doy este paso sola, a mi lado está mi marido y eso me reconforta.
Espero en una salita pendiente de que salga mi número en la pantalla (como en el sorteo de la Bonoloto), de esta manera sabré a qué sección del Hospital de Día debo dirigirme. Voy un poco perdida, pero al entrar en el área de oncología oigo una enfermera que me llama por mi nombre. Experimento una extraña sensación, miro con temor a mi alrededor sin saber muy bien lo que va a pasar y sintiéndome observada por el resto de pacientes que se encuentran allí.
No puedo evitar sentir pena y autocompasión, pienso egoístamente que yo no debería estar aquí, me dan ganas de salir corriendo. Apreto fuerte la mano de mi marido, necesito su protección.
Hay varias salas. En cada una de ellas hay pacientes, unas seis u ocho personas, más mujeres que hombres, la mayoría de mediana edad. Pronto se acostumbran a mi presencia, pues la novedad dura poco, como pude constatar.
El fluir de personas que vienen a tratarse es una constante. Tener cáncer es más habitual de lo que pensamos, es una enfermedad más con la que muchas personas tendrán que lidiar en algún momento de sus vidas.
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