1 ...6 7 8 10 11 12 ...15 –Conde Chikoff –dije, olvidando la Revolución Francesa en el ardor de asombro–, ¿nunca ha hablado de todo esto con alguna militante del Movimiento de Liberación Femenina?
–Oh, una mujer siempre es una mujer, aunque sea más inteligente que un hombre y hasta más instruida.
–Tal vez será mejor que ahora me relate su vida, señor conde –supliqué, aunque secamente.
–No antes de explicarle en qué consisten las restantes cinco clases. Consisten en cultura general. ¿Qué es una persona culta? Es una persona que en una reunión puede hablar de temas literarios o artísticos o científicos universales con relativa propiedad. ¿Diría usted que un especialista en literatura medieval española es culto? No, porque solo conoce lo suyo. Así es que yo preparo a mis alumnos una lista de los tres escritores franceses, tres rusos, tres alemanes, etcétera, que deben leer, así como de los tres pintores de cada sitio y escuela cuyos nombres deban retener, y los tres músicos, y...
–Sospecho que usted se refiere a una cultura for export, no a la que influye interiormente hasta cambiar el propio rumbo, ¿no?
Me miró. Decir que no tenía un pelo de tonto hubiera resultado redundante, dada la extraña lisura de su cráneo. Su expresión no era, decididamente, la de un tonto, y me respondió con astucia, relatando una anécdota aparentemente desvinculada de mi pregunta:
–Una vez viajé en un barco a cuyo bordo iba [Vicente] Blasco Ibáñez. Yo lo admiraba enormemente. Nos hicimos amigos. Siempre me han atraído los genios y ellos no me rechazan porque intuyen en mí una curiosidad despierta. Le pregunté por qué había “matado” a la pobre Yolanda, la protagonista de una novela suya, de la que yo estaba locamente enamorado. Blasco Ibáñez hablaba con un vozarrón potente y feroz. Rugió con una mezcla de rabia y desesperación: “¿Pero tú crees que yo la he matado? No es así. En mi cerebro nacen personajes, cada uno tiene su vida y la recorren a su manera, y yo no los puedo detener en su felicidad o su desgracia”. Esas palabras me resuenan todavía; no he terminado de entenderlas pero me resuenan. Y ahora, ¿quiere saber algo acerca de mi vida? Nací cerca de Moscú; en 1915 salí de mi país para formar parte del ejército que combatió en Francia. Yo era subteniente. La revolución me sorprendió en París. Un amigo argentino, gran señor y amigo de mi padre, me dijo: “Esta aventura durará dos o tres semanas. Mientras tanto, vente a la Argentina a pasarlas agradablemente”. La “aventura” duró más de dos semanas y en su transcurso mi familia desapareció sin dejar rastros. Yo estaba aquí, formando parte del mundo aristocrático, donde se descubrió que actuaba de manera especial; es decir, que sabía cosas acerca del comportamiento social ignoradas por los otros muchachos. Así fue como comencé a dar clases. Todos los cadetes navales, entre 1920 y 1922, pasaron por mis manos. Más tarde, un gran amigo, el general Alfredo Inzaugarat, me dio el puesto de gerente de relaciones públicas en YPF. Me casé, tengo hijos, nietos y bisnietos argentinos. ¿Qué más se puede contar? Le diré lo que le dijo un sabio a un rey moribundo que quería conocer la historia del mundo, en un cuento de Anatole France: “Majestad, en todas partes del mundo nacieron hombres, vivieron hombres, murieron hombres. Esa es la historia del mundo”.
Cuando me levanté, se apresuró a retirarme la silla. No lo miré porque estaba recogiendo mi bolso.
–Ah, no –protestó con dulzura–. Una mujer a la que un hombre le sostiene la silla debe darse vuelta a mirarlo a los ojos y a sonreírle diciéndole “gracias”.
–Gracias –le dije, dándome vuelta hacia la izquierda.
–No, hacia la derecha.
No exclamé: “¡Ufa!”. Dejé que me besara la mano y me cerrara la puerta del ascensor (de servicio, lamentablemente; recordé a tiempo la tragedia del otro) y me fui caminando con gran cuidado, tratando de no pisarme la cola del vestido que se arrastraba majestuosamente tras de mí. En la vereda me esperaba Vronsky, retorciendo sus bigotitos de azabache. Los fogosos corceles piafaron cuando él me ayudó a subir al coche como si yo fuera una especie de pájaro inválido, una preciosa pluma completamente renga. “Ana”, murmuró Vronsky, con los ojos como carbunclos.
La Opinión,
22 de mayo de 1977
Juan L. Ortiz
El escondido licor de la tierra
“¿Oiríais desde aquí el crecimiento de la margarita?”, preguntaba Juanele en uno de sus poemas, y la respuesta me pareció evidente: no. No, para escuchar los delicados sonidos era necesario viajar hasta Paraná y oírlos desde su raíz, sin intermediarios espesos y ruidosos o, lo que es lo mismo, oírlos desde la propia voz del poeta. ¿Pero, cómo?, podrán preguntarse quienes no conocen a Juanele; ¿o acaso la propia voz del poeta no sería intermediaria entre aquel crecimiento y este escuchar? Y nuevamente la respuesta me pareció evidente, y negativa. No, porque Juanele se ha consagrado a la transparencia con un ardor absoluto que garantiza la fidelidad de su audición. De manera que uno puede escuchar directamente el crecimiento de la margarita, si junta coraje y si resuelve dedicarle la vida entera al objetivo de oír. Pero si no lo junta, o si apenas pedazos sueltos de su vida consiguen acercarse a la levedad de ese murmullo, puede también confiar en la perfección de lo escuchado por un poeta que escribe:
“Todas las cosas decían algo, querían decir algo. Había/ que tener el oído atento u otro oído fino, muy fino, que/ debía aparecer”.
Una mañana, pues, me vi sobre el ómnibus, camino a Paraná, y pensando en Juanele. Pensando, por ejemplo, en las íes de los versos que acabo de transcribir: decían, querían, había, oído, fino, todos los acentos y gran parte de los finales descansaban inevitablemente en una “i”. Todo era estío, todo era río, todo era invisible y chino en esos poemas de sílfides, de maíz y de “visitas del olvido”, esos poemas que exhalaban el “suspiro de las islas”, poblados por diminutivos que acentuaban lo íntimo, lo tímido, la neblina y la llovizna de esa “red infinita”: hierbecillas, hebrillas, pajillas. ¿Por qué la “i”?, me prometí averiguarle. Aunque tan desconcertantes como la insistencia en el sonido delgado y amarillo de la tercera vocal me resultaban sus otras “manías”, esos tics aparentemente circunstanciales, pero cuya repetición constante me creaba un estado de alerta, como si tuviera la intuición de que, apretando esos timbres desparramados a lo ancho de sus versos sábanas, se me abrirían las puertas hacia él. ¿Qué tics? Los puntos suspensivos, para adelgazar aún más la colita de sus palabras aladas; el exceso de comas, para cortar con breves respiraciones de pajarito el flujo de un discurso que rechaza la pesada sonoridad; las preguntas: “¿No?”, “¿Qué?”, “¿Quién?”, para mostrar la apertura en abanico de un sinfín de posibilidades bifurcadas más allá de lo manifestado por aquellas palabras; las comillas, sin relación lógica con lo aparente del pensamiento, para acentuar un sentido, pero no como lo hacemos las personas de carne y hueso, recalcándolo en la base con un trazo horizontal, sino suspendiéndolo en el aire con ese parde alitas dotadas de la gracia y el secreto de un guiño de complicidad; las palabras francesas, utilizadas también entre comillas; los ayes: ¡Ay!, una sucesión de gemidos para punzar o picotear lo demasiado rotundo de la certeza, convirtiendo al poema en un panal o un pulmón perforado por multitud de agujeritos habitados por multitud de suspiros; las anécdotas y descripciones, para huir de la moderna retórica que las prohíbe y rescatar la antigua retórica como una forma de ternura. Manías tendientes, sin duda, a eliminar del lenguaje todo grosor, todo límite rígido, inclusive todo esqueleto y especialmente toda intromisión petulante del yo, para dejarlo correr, suelto como la música del aire y del agua, diáfano, o –como dijo el poeta santafesino Hugo Gola en el prólogo a las obras completas de Ortiz, recopiladas por Editorial Biblioteca bajo el título En el aura del sauce– para tejer con él “una red de palabras, delicada y precisa, aunque aérea, semejante a esas inmensas construcciones que las arañas pacientemente entrelazan”.
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