¿Porchia sabía? ¿Acaso resulta extraño que de pronto haya surgido en la Argentina un taoísta de origen italiano, un taoísta de barrio vestido con pijama a rayitas, ex obrero portuario, anarquista, autodidacta que jamás había leído a Lao-Tsepero que vivía prefiriendo, como Lao-Tse, el vacío de la copa a la copa misma? Otro pintor de árboles con un pedido en el hueco de la mano, otro hacedor de escasas palabras en las que se mezclan las confesiones directas, las anotaciones de alguna dificultad, de alguna limitación humana, con verdaderos hallazgos en medio del silencio, con los encuentros de lagrandeza, con todo cuanto aparece más allá de la ética, dela prohibición: ¿acaso resulta extraño? ¿Porchia sabía? ¿Porchia era un puro? ¿Por eso se le aparecían las exactas palabras del sufismo persa, a él que vivía en su casita de Olivos leyendo casi nada, leyendo cursilerías o esos libros finiseculares como Los derechos del hombre, de Eugenio Pelletan (Edición Juan Pops de Barcelona, 1870), que fue su libro de cabecera, lo más importante de la biblioteca de este meridional tocado por la Gracia y por la ridiculez, verdadero y teatral, cierto como un santo y, como un santo, absurdo, fuera del tiempo, por encima, a los lados y hasta por debajo del tiempo?
Creo que por eso. Creo que la verdad de Porchia está acreditada precisamente por esa continua oscilación al borde de la perogrullada, por ese riesgo de lo ridículo que acompaña cada “Voz”, cada acción de su vida. Ridículo y terrible es su origen, el dolor de sus comienzos que sin embargo se convierte fácilmente en un chiste: era el hijo de un cura. Nació en Catanzaro, el 25 de noviembre de 1886; se crió en Avellino, cerca de Nápoles, cerca del mar. El cura había dejado los hábitos antes de casarse, pero igual a Antonio los chicos del pueblo lo corrían señalándolo con el dedo y gritando:“Il figlio del prete!” (el hijo del cura). Se tuvieron que venir a la Argentina para escapar a ese pogrom moral, y de todo aquello a Porchia debe haberle quedado horror por los estrechos márgenes del “bien” y del “mal”, y frases de la Biblia, inocentemente “copiadas” en sus Voces, y mar y tolerancia y tendencia a la comprensión y al perdón. Odio también pudo haberle quedado, pero lo que permaneció en definitiva abarcaba el resentimiento, lo superaba, explicaba la semivida a la que se condenó y la trascendía; en definitiva lo que permaneció venía ciertamente de ese dedo y ese grito, “Il figlio del prete!”, si bien absorbido hacia un amor universal sereno, ferozmente triste y maravillado, hacia un sagrado silencio en el que Porchia fue, en su más alto sentido, figlio del prete.
Se vinieron a la Argentina (todos, don Francisco Porchia, doña Rosa Vescio e hijos) en el vapor Bulgaria de la Compañía Alemana, en 1902. Aquí ya no había ni dedo, ni grito. Estaba, en cambio, el destino social y cultural casi fijado, casi ineludible: poco estudio, bastante pobreza, un padre que decide morirse y carga a su progenie sobre los hombros del joven Antonio; un trabajo de apuntador en el puerto, un anarquismo que era, por una parte, moda, y por otra, en Porchia, necesidad y expresión de libertad individual. “¿Anarquista, Porchia? –me dijo el Papa de los anarquistas argentinos, don Diego Abad de Santillán–. Sí, colaboró en La Protesta. Pero siempre estaba en otra cosa. En otra nube, diría. Nunca fue activista, nunca quiso meterse a fondo. Cuando llegó el momento bravo tuvo miedo y, simplemente, lo dijo. Anarquista fue, porque fue libre por dentro. Nada más que por eso”.
Miedo. Curiosa palabra para un santo. Lo mismo que odio, o que avaricia, o que falsedad teatral. Y sin embargo, ¿de dónde salen el valor, el amor, la generosidad, la verdad? ¿De qué fuente común a sus aparentes opuestos? Yo conozco dos anécdotas de Porchia que prueban en él una particular especie de coraje. La primera me la contó el poeta Lysandro Z. D. Galtier: fue durante la Semana Trágica. En el puerto. Problemas entre dos gremios enemigos. Los hombres del gremio de Porchia tiraron a suertes a quién le tocaba ser elegido para parlamentar con los del gremio contrario, que además tenían un perro adiestrado para matar. Le tocó a otro compañero que, al oír su nombre, se desmayó. Entonces se ofreció Porchia. Empezó a caminar hacia allí, los compañeros escucharon a lo lejos los ladridos del perro y después nada, silencio. Al rato Porchia apareció del brazo de los enemigos. El perro les correteaba alegremente alrededor y les hacía fiestas como un cuzquito. La explicación era simple, Porchia había pasado plácidamente junto al perro y había convencido al otro gremio de que “todos somos hermanos”. La segunda anécdota me la contó el escultor Libero Badii. Porchia ya era viejo y vivía en su casita de Olivos, cuidando un jardín de tres por cuatro y comiendo dos papas y dos zanahorias por día. Vinieron unos ladrones a asaltarlo. Porchia los hizo entrar, les cebó mate y los despidió amigablemente en la puerta, después de haberles explicado, precisamente, eso mismo, otra de sus perogrulladas: que todos somos hermanos. “Pero si a usted lo atacan, ¿no se indigna, no se defiende?”, le preguntaba Badii. “Y si mientras camino por la calle se me cae una cornisa en la cabeza, ¿me indigno, me defiendo? No, lo considero un accidente”, respondía el “miedoso” que no había querido meterse en líos de anarquismo. Del odio, o del resentimiento, ya sabemos, ya podemos entender a esta altura que salieron su capacidad de comprensión, su ensanchamiento hacia un más allá del bien y del mal que no era judeocristiano sino oriental, más precisamente sufí o taoísta aunque Porchia no lo supiera porque solo leía Los derechos del hombre, José Ingenieros, Anatole France o El fuego, de Henri Barbusse.
Y verdaderamente, de la imprenta que tuvo más tarde con sus hermanos y que se liquidó cuando Porchia contaba más o menos 45 años, ¿no le quedó dinero como para vivir con algo más que dos papas y dos zanahorias? Hay motivos para dudarlo. También hay motivos para ver en su frugalidad esa mezcla de terror al gasto con espíritu franciscano que nos da garantías, lo repito, de toda su verdad de fondo, de su ciertísima santidad. Otro ejemplo: Galtier y Badii me han contado que Porchia pasaba horas arrodillado contemplando una rosa. Ellos (cada uno por separado) llegaban a la casa de Olivos y se lo encontraban a Porchia en éxtasis; tocaban y tocaban el timbre, pero nada, Porchia estaba contemplando su rosa. “Murió con una rosa en la mano –me dijo Galtier–. Era, efectivamente, un poco el italiano de teatro lírico, inclusive cuando estaba solo, cuando miraba su rosa sin que nadie lo viera. Y juntaba esas cosas un poco efectistas con una ilimitada honestidad”. Contemplar arrodillado una rosa, morir con ella, ¿no pueden ser (como lo son todo Porchia, toda su vida, todas sus Voces) lo más extraordinariamente ridículo y lo más absolutamente cerca de lo divino? El que tenga mezquindad puede divertirse con Porchia. El que tenga grandeza puede admirarse. El que tenga las dos cosas, todos nosotros, podemos encontrarlo justo, un Justo, justamente en la medida de su desgarramiento, de su palpitante contradicción.
¿Fue un solitario? Sí, fue un solterón tranquilo que vivió durante años con sus hermanos y sobrinos en cierta casona llena de plantas del barrio de Núñez y terminó sus días en su ermita de la calle Malaver. Tuvo, sin embargo, una historiade amor. De su tamaño. Característica. La única. “Parece sacada de una novela de Carolina Invernizio, pero lo increíble es que en Porchia esto era tan cierto como expirar oliendo una rosa”, me dijo Galtier. Y me contó que Porchia frecuentaba un boliche de La Boca (porque antes de mudarse a Núñez vivía en San Telmo y era socio de Impulso y amigo de Benito Quinquela Martín, etcétera, y hasta llegó a ser el presidente de Impulso, todo un mundo del que después se alejó hacia... la rosa) donde iban también, tan arquetípicos como la rosa, una prostituta pálida con boca de corazón violeta y un cafisho de bigotito con aviesos brillos de gomina en el jopo. Un día el cafisho le dijo a la prostituta que le entregara el dinero, la prostitutale entregó la mitad porque la otra mitad la tenía, obviamente, en la media; entonces el cafisho le pegó hasta acentuar sus tonos violáceos y Antonio Porchia se puso de pie: ¿quién iba a defender a una prostituta en un lugar donde aquello sucedía sin romper la rutina, sucedía ante la indiferencia? ¡Ah!
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