Alicia Dujovne Ortíz - Cronista de dos mundos

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Más allá de su carrera fecunda como escritora y biógrafa, Alicia Dujovne Ortiz es una periodista de larga trayectoria en medios gráficos, tal como lo refleja esta compilación de artículos publicados desde 1969 hasta la actualidad, mayormente en los diarios
La Nación y
La Opinión. Circunstancias bien conocidas de la Argentina motivaron que muchos de ellos hayan sido escritos y enviados desde Francia, donde fungió como una suerte de corresponsal especializada en cultura, hasta su regreso al país. Inquieta y con una cultura vastísima, sus notas reflejan también su ductilidad para abarcar temáticas de lo más diversas; no menor a la de conseguir que sus entrevistados se presten a un diálogo en profundidad. Es lo que dejan traslucir sus entrevistas a personalidades como Elie Wiesel, Carlos Fuentes, Luis Felipe Noé, Sara Gallardo o Miguel Ángel Bustos, a ambos lados del Atlántico; aunque es imposible obviar su encuentro casi celestial con el poeta entrerriano Juan L. Ortiz en su reducto de Paraná, plasmado en un texto que puede leerse como un poema en prosa. Pero este libro es también un muestrario de las pasiones de su autora. Es decir, de sus búsquedas en la historia y la cultura judías (herencia paterna); su sororidad con Simone de Beauvoir o Simone Veil, e incluso por Milagro Sala en Jujuy; y, ya en este siglo, su compromiso militante con la realidad social, económica y política, ya sea a propósito de la hecatombe argentina en 2001, los desafíos de Evo Morales en Bolivia o la agonía de la industria editorial en manos de los monopolios. Una lucha para la cual todavía no se escribió el punto final.

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La mirada retrospectiva también nos deja entender su evolución interior: el esfuerzo por imponer el tango “en el centro”, con Aníbal Troilo y frente a la orquesta de Francisco Fiorentino; la tendencia hacia la música culta de la época de París; la frustración del año 1957, al volver a Buenos Aires y encontrarse con que su país lo rechaza; la decisión de llevar el tango afuera, a Nueva York, y, a partir del regreso (después de la experiencia estadounidense del “JT” o “jazz-tango”), la ubicación definitiva como argentino en la Argentina, la elección de asumir este lugar del mundo no solo expresándolo sino también quedándose en él. Desde 1962, cuando creó el santuario nocturno para ir a escuchar el tango (no para bailarlo ni para recordar el tiempo en que éramos novios, “¿te acordás, vieja?”; para escucharlo con una lucidez que no excluya los sentimientos), su línea ha sido clara pese a los tanteos a que lo impulsa su “mufa” constructiva.

Con Borges, en 1965, nace la idea de dar palabras a su música. En 1968, el disco Catorce para el tango, con letras de conocidos poetas. Ese mismo año, la operita María de Buenos Aires, ya con la colaboración de su letrista Horacio Ferrer y de su cantante Amelita Baltar. Y ahora, esta conjunción de valores (Piazzolla- Baltar-Ferrer-solistas) que ha ascendido a la gran ovación popular del Luna Park repleto en el Festival de Buenos Aires de la Canción y la Danza, y a la del teatro Regina, donde se presenta –entre cortinados de terciopelo muy belle époque– con una carga de violencia y tristeza que ya no va para su “gente especial”, sino, además, para las señoras con las tres vueltas de perlas y los batidos rígidos de spray, o para los hombres a los que se alude en términos cuidadosos (“medio” o “entre”: mediana edad, entrecano), en fin, para la gente de Buenos Aires.

“Es un renacimiento del tango –me dice–. Ha muerto un tango y ha nacido otro. Este triunfo me compromete más”. Porque también ha muerto una sensibilidad complacida en la nostalgia de lo que nunca existió, y uno de los agentes activos que han obrado para que un pueblo tomara conciencia de sí mismo en su versión no envilecida, para que se enfrentara con la nobleza de su rostro, ha sido, indudablemente, Piazzolla. Su propia música, por otra parte (para un encuentro se requieren dos) parece haber salido de aquel obsesivo ritmo que nos causaba opresión, y haberse abierto a un exaltado estallido de sabor auténtico, como si se hubiera vuelto música orillera por un extraño camino, orillera al revés y viniendo del fondo del río turbio.

¿Pero en qué medida han contribuido a su éxito la voz afónica y potente de Amelita Baltar y esas letras de Ferrer que, en opinión del maestro, han dado con el sentido justo de su música-flauta mágica para quedarse, flauta mágica para arrastrar al pueblo, no hacia afuera de la ciudad sino hacia dentro, hacia el fantástico refugio que no está nada lejos? “Trepate a esta ternura de locos que hay en mí/ ponete esta peluca de alondras y ¡volá!/ Volá conmigo ya, ¡vení!, ¡volá!, ¡vení!/ Quereme así piantao, piantao, piantao...”, invita la Balada para un loco, y Amelita Baltar, con túnica ocre, levanta su brazo para llamar mientras la orquesta es un camión de bomberos, una chimenea de barco, un anuncio. “No, yo no puse canto y letra para atraer al gran público. Lo que pasa es que me encontré con el letrista adecuado. A algunos les gusta la música sola, a otros, con canto. Nosotros acaparamos a los dos públicos”, me contesta Piazzolla.

Y, ciertamente, son dos públicos porque son dos espectáculos. El letrista y la cancionista representan un aspecto de Piazzolla, una mano más cálida con las virtudes y los defectos de lo humano, demasiado humano. Sin bajar de nivel con relación a la orquesta, establecen una comunicación emotiva aunque ligeramente desplazada del puro núcleo musical. No son una concesión, son una necesidad expresiva; llenan un hueco que debía colmarse con esa precisa voz tierna y grave y capaz de un grito salvaje que hiela la espalda, y la eficacia delas palabras simples, sostenidas por ese fuego con maticesde otoño y marfil que es Amelita Baltar, indudablemente sacuden una tremenda explosión afectiva. (Piazzolla/enanito de Blancanieves/Baudelaire se ríe y me cuenta: “Le preguntaron a [Roberto] Goyeneche si la Balada para un loco es un tango. ¿Sabe lo que contestó? ‘No es un tango, ¡es un tangazo!’”).

Sin embargo, cuando se quedan solos, los cinco (bandoneón, guitarra eléctrica, piano, contrabajo y violín), hay un sabbat aterrador, combinado con el palito impertinente que golpea la tapa del piano, un galope pánico mezclado con algún irritante rasqueteo, los ruidos más alejados entre sí, la revelación de su parentesco: gemidos hambrientos del bandoneón entrecruzados con un violín que después de una gitanería sentimental rasguña y roe, con un piano y una guitarra lúcidos, civilizados, o con la palpitación de yugular hinchada y tensa del contrabajo. Cinco “piantaos” que nos atrapan en su demencia sin necesidad de decir “vení”. Y dos maneras de estar musical y “tangamente” (la expresión es de Ferrer) chiflados: la sordina que conserva la modalidad acuática (el tango sumergido que nos agobiaba) y el súbito aquelarre con los aullidos, los jadeos, los hipos, el llanto de todos los demonios y de todas las fieras de la ciudad. Y cierta insistencia, también, cierta reiteración machacona de determinados ritmos y chirridos que literalmente nos obligan a “parar la oreja”, porque no están por casualidad:

–Piazzolla es todo lo mismo –comenta uno a la salida–. Piiiii, piiiii, chin, chin, chin. Siempre igual.

–También los japoneses parecen todos iguales –responde otro, un muchacho barbudo que ha estado escuchando la función con una curiosa expresión de alerta–. Pero miralos bien.

Miralo bien: es un “toco” de música pesada, cuadrada, compacta, sobrevolada por una sirena chillona y angélica; es un tango como una ambulancia esterilizada, blanca, cargada de sufrimiento y que nos exige atención.

La Nación Revista,

14 de diciembre de 1969

1El espectáculo nunca llegó a estrenarse.

Miguel Ángel Bustos y la doble red

Los ojos y las venas de los brazos, azules, la lechosa piel de las sienes y de las muñecas son parte de un tejido aéreo, de una especie de tela de araña con la que, evidentemente, está entrelazado, y en la que, evidentemente, está atrapado. La frente angosta, ligeramente deprimida y con unos gruesos surcos de campesino que parecen entrar hasta el hueso en el esfuerzo por comprender, es parte de una madeja terrestre maternal (léase la vida) todavía no cortada y todavía fresca en alguna que otra sonrisa. Pero el tejido celeste gana.

Miguel Ángel Bustos, joven poeta, autor de Cuatro murallas (1957), Corazón de piel afuera (1959), Fragmentos fantásticos (1965), Visión de los hijos del mal (1967, Segundo Premio Municipal) y El Himalaya o la moral de los pájaros (1970), ha expuesto recientemente una colección de dibujos y témperas que lo demuestra. Porque un tejido celeste tiene varias maneras de ganar; para simplificar, tiene dos: “benigna” y “maligna”. División que no incluye, necesariamente, un ele-mento ético sino que se refiere a dos formas de actuar de lodivino, a dos estilos sagrados de acercársenos: el éxtasis gozoso y el espanto. Los dibujos y témperas de Miguel Ángel Bustos vienen del espanto; la desnudez de sus colores viene del espanto. En este sentido, un violeta puro y agudo como una puñalada puede ser “celeste”, celeste del lado del horror.

Dije que es joven, que tiene un Premio Municipal; no dije que su último libro, El Himalaya o la moral de los pájaros, es best seller (para los que no están en el tema aclaro que la poesía jamás es best seller), ni que se vendió la casi totalidad de los cuadros de su exposición, ni que esta es su primera exposición, porque Miguel Ángel Bustos no pintaba antes pública y oficialmente. De modo que, para empezar, le pregunto desde cuándo dibuja, si estudió “bellas artes” y qué significan sus pinturas.

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