Alicia Dujovne Ortíz - Cronista de dos mundos

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Más allá de su carrera fecunda como escritora y biógrafa, Alicia Dujovne Ortiz es una periodista de larga trayectoria en medios gráficos, tal como lo refleja esta compilación de artículos publicados desde 1969 hasta la actualidad, mayormente en los diarios
La Nación y
La Opinión. Circunstancias bien conocidas de la Argentina motivaron que muchos de ellos hayan sido escritos y enviados desde Francia, donde fungió como una suerte de corresponsal especializada en cultura, hasta su regreso al país. Inquieta y con una cultura vastísima, sus notas reflejan también su ductilidad para abarcar temáticas de lo más diversas; no menor a la de conseguir que sus entrevistados se presten a un diálogo en profundidad. Es lo que dejan traslucir sus entrevistas a personalidades como Elie Wiesel, Carlos Fuentes, Luis Felipe Noé, Sara Gallardo o Miguel Ángel Bustos, a ambos lados del Atlántico; aunque es imposible obviar su encuentro casi celestial con el poeta entrerriano Juan L. Ortiz en su reducto de Paraná, plasmado en un texto que puede leerse como un poema en prosa. Pero este libro es también un muestrario de las pasiones de su autora. Es decir, de sus búsquedas en la historia y la cultura judías (herencia paterna); su sororidad con Simone de Beauvoir o Simone Veil, e incluso por Milagro Sala en Jujuy; y, ya en este siglo, su compromiso militante con la realidad social, económica y política, ya sea a propósito de la hecatombe argentina en 2001, los desafíos de Evo Morales en Bolivia o la agonía de la industria editorial en manos de los monopolios. Una lucha para la cual todavía no se escribió el punto final.

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Curiosa experiencia. Recortada contra un tapiz verde azulado, una cabeza de calva totalmente tártara, a lo Yul Brinner, mostraba su aspecto irrompible completado por unas mandíbulas de cemento que se abrían y cerraban con lentitud; en realidad, el conde hablaba con los dientes apretados y de alguna manera (tal vez absurda, pero posible) hacía pensar en una enorme criatura marina que expeliera el agua de ese modo para no liberar los pececitos que se acababa de tragar. Una mirada intensa y fija, y unas largas, finas y puntiagudas orejas de duende completaban la imagen. Último detalle: el escudo del zar en el ojal de la solapa.

–Para qué voy a hablarle de mi vida. Todo el mundo la conoce –argumentó (no arbitrariamente; yo le había solicitado ese relato)–. En este momento solo me importa hablar de educación. ¿Sabe usted que una de las acepciones de esa palabra, según el Diccionario de la Real Academia Española, es: “Enseñar los buenos usos de urbanidad y cortesía”? Sin embargo, generalmente cuando se habla de educación se omite el importante terreno de los buenos modales. Grave error: la educación –en ese sentido– es una materia que se enseña y se estudia, sometida a leyes inmutables. Si en los colegios primarios y secundarios se la hubiera implantado, como lo quiso mi gran amigo Joaquín V. González bajo la presidencia de Roca, en dos o tres décadas nuestro país habría cambiado totalmente.

–¿Roca no aceptó la idea?

–Sí. Pero faltaban profesores. Hubieran tenido que buscarlos en el extranjero. Lo cual ha sido y es una gran lástima, porque la Argentina cuenta con un elemento humano de excepcional calidad. Tres Premios Nobel. Varios campeones mundiales. Técnicos y científicos requeridos como pancitos en el exterior.

Hubo una pausa durante la cual resonó la idea de los crocantes y dorados profesionales argentinos, ávidamente masticados. El conde continuó, con relativa modestia:

–Otra observación extraordinaria. Usted habrá visto, por las calles de Buenos Aires, grupos de cuarenta o cincuenta chicos de colegios primarios a los que un maestro les muestra las bellezas de la ciudad. Esos chicos provienen de barrios de emergencia (a nadie se le ocurriría enseñarles a los del barrio Norte la Plaza San Martín o el Obelisco) y lo observan todo exactamente como lo hace un pariente pobre cuando entra en la casa del pariente rico. Nace entonces en ellos un sentimiento de agresión contra lo que están viendo, puesto que en sus barrios no lo tienen, y cuando vuelven solos a las hermosas plazas y calles céntricas destruyen losbancos y ensucian las paredes. ¿Por qué? Porque nadie les dijo que estas calles y estas plazas son suyas, y que son sus padres quienes las pagan con su propio dinero. En otros países europeos, por el contrario, son los mismos alumnos de las escuelas los que pintan, en su día franco, los bancos delas plazas.

–¿Esos países tienen barrios de emergencia?

–No. Pero en todas partes hay pobres. Sin embargo, sus niños se sienten tan dueños de su ciudad como cualquiera.

–Señor Chikoff –dije, tras luchar inútilmente contra mi lengua para forzarla a pronunciar la palabra “conde”–. Señor Chikoff –repetí, no por desafío e ignoro si por elegancia y suave, discreto pudor, o por acendrado espíritu democrático–, ¿no cree que el proceso de simplificación de las costumbres (por ejemplo, el tuteo generalizado) acerca más a la gente que las antiguas “maneras”?

El conde no lo creía.

–Alguien me preguntó el otro día si todo esto no estaba fuera de uso –respondió–. Yo le contesté: en Navidad, en su cumpleaños o en su casamiento, ¿usted no se esfuerza por poner dignamente su mesa? Pues bien, mientras haya reuniones, fiestas, será necesario saber comportarse y actuar.

–¿De qué forma se detecta a una persona bien educada?

–A mí me bastan dos cosas. Uno: cómo se conduce esa persona cuando entra en el baño. Si yo entro después que ella, puedo escribir un libro acerca de su vida –dónde nació, quéeducación recibió– solamente comprobando el estado enque ha dejado el baño después de su uso.

–Sin entrar en detalles, ¿cómo se supone que debería dejarlo?

–Exactamente como lo encontró. Si lo ha ensuciado, es el usuario mismo el que debe ponerlo nuevamente en condiciones.

Empezaba a desanimarme. Nunca se me había ocurrido que en la corte de los zares hubiera baños. Ningún personaje de Tolstoi abandona el salón para que minutos después las damas reunidas en torno al samovar de plata se codeen escuchando el correr del agua.

–Número dos –prosiguió el infatigable cortés–: detecto a una persona educada según sus actitudes en la mesa. Mi gran amigo Giovanni Papini me decía: “Estoy completamente de acuerdo con usted, querido conde. La gente debería comer encerrada en celdas para que nadie la viera”. El otro día observé el comedor de un colegio aristocrático. Era un chiquero. Volaban las servilletas y las migas por el aire. Las celadoras no consideraban su obligación enseñarles modales a esos chicos de buena familia. Por el contrario, yo visito dos colegios de villas miseria donde los niños me idolatran, cuando llego se cuelgan de mí como racimos de uvas. Les he enseñado a comportarse y lo hacen mejor que los del Barrio Norte. Un niño ama lo bello por naturaleza, ansía con toda el alma aprender. Y yo sostengo que la cortesía emana del corazón y significa respeto y bondad.

Otra pausa durante la cual flotó en el ambiente la dulzura de la nueva metáfora. Los jóvenes argentinos son panchos; los pequeños, uvas. Todo comenzaba a aclararse como un licor que se decanta. Algo fluía mansa y graciosamente, como un minué. El ingrato episodio del baño quedaba olvidado y todas las princesas Dolgoruki sonreían cabeceando con dignidad.

–Por mi escuela –dijo el conde– han pasado miles de alumnos de todas las clases, embajadores y ministros, dentistas y abogados, viejos y jóvenes. Ha venido gente desde Venezuela para tomar mis clases, que son diez.

–¿Diez? ¿En diez clases se civiliza uno?

–Diez. Divididas en dos partes. En las cinco primeras enseño la pequeña ciencia internacional del comportamiento en la mesa. Enseño a hablar, es decir, a evitar los ridículos modismos con que la gente empobrece el idioma más rico del mundo que es, indiscutiblemente, el español: “fenómeno”, “regio”, “bárbaro”, “café cortado”... ¿Se da cuenta? ¡Café cortado! Eso viene de las cafeterías de tercer orden, en las que el mozo grita semejantes términos para simplificar su pedido. O esos restaurantes donde el camarero aúlla: “¡Un bife a caballo!”. Comprendo que el mozo deba usar ese “léxico profesional” porque no ha tenido acceso a ninguna educación, pero que un universitario diga “bife a caballo” me parece abominable. Enseño a caminar: ¿se ha dado cuenta de que algunas personas bracean tan violentamente que pueden lastimar a quien pase a su lado? Enseño a quién debe dársele la mano y a quién no. Por ejemplo, si entra una persona notable, es ella la que debe iniciar el gesto, y no nosotros. Es la mujer quien tiende la mano al hombre, y no él a ella, salvo que el hombre sea respetable y anciano. Enseño a levantarse del asiento cuando corresponde: una mujer, solo ante otra mujer más anciana, nunca ante una joven o ante un hombre (tampoco ante un anciano, porque lo humilla). Un hombre, siempre, ante todos. Enseño a saludarse por la calle. Suponga que usted encuentra a una amiga a la que hace tiempo no ve. ¿Se precipitaría a abrazarla, gritando desaforadamente de alegría? No: es falso.

–¿Y si uno tiene un temperamento expansivo?

–El temperamento no es ninguna excusa. Oscar Wilde dice en uno de sus relatos que un lord atravesó todo Londres sin ser visto por nadie. ¿Por qué nadie lo vio? Porque iba vestido como un señor y se comportaba discretamente. Enseño también a conducirse en el teatro, el cine, el restaurante. Si un caballero la invita a comer, ¿quién pasa primero? ¿Usted? ¡Falso! Debe pasar él, porque si usted entra primero, a él puede cruzársele alguien por el camino, impidiéndole el paso, de manera que usted se encuentre sola en medio del restaurante y algún caballero solitario de otra mesa piense... Todo lo cual conduciría a un conflicto.

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