Todo ello limitó la evolución de un discurso de este tipo relacionado con la nación [41]. El argumento sí tenía una dimensión clasista, pues se aplicaba sobre todo a los inmigrantes pobres. A irlandeses, polacos y rusos se los describía en términos raciales, hasta Max Weber lo hizo en alguna ocasión, y eso que afirmaba que las nociones biológicas de raza no eran científicas (Curtis, 1971; Weber, 1978, 1994a). Sin embargo, Weber nunca extendió la idea a todos los hablantes de polaco. En los estados multiétnicos asentados no se planteaban los conflictos nacionalistas en términos raciales. En el seno de Europa, los nacionalistas no pensaban aplicar políticas de expulsión o segregación explícita, y mucho menos practicar asesinatos en masa [42]. El ideal era la asimilación a la cultura dominante, algo incompatible con conceptos biológicos de raza que implicaban bien una fusión (crisol), bien una segregación. Había un lenguaje que hacía distinciones muy generales (eslavos, teutones, celtas), y otro en el que se diferenciaba con más detalle (sajones y normandos, galos y francos), pero eran demasiado ocasionales, impresionistas e ineficaces en conflictos políticos reales como para resultar significativos. Además, con la significativa excepción del antisemitismo, este tipo de ideas no lograron generar un programa nacionalista. La mezcla de razas era algo bueno (Mill, Michelet) o algo malo (Gobineau), pero no podía convertirse en elemento de una política. El nacionalismo racista más significativo fue el de la tercera de las formas enumeradas por Fenton: la idea de raza como civilización.
La expansión imperial de ultramar redefinió la raza. Hacia 1800 ya había un discurso que describía a los pueblos no europeos como racialmente distintos e inferiores, aun cuando ello desafiaba los argumentos civilizatorios o cristianos [43]. Los blancos de mediados del siglo XIX solían creer en una jerarquía mundial de razas que los situaba en la cúspide. A nivel de elites, las distinciones eran más finas: los africanos negros y los nativos americanos se consideraban aborígenes que estaban por debajo, incluso, de las civilizaciones decadentes (China, la India, el mundo musulmán).
Durante la Guerra de Secesión, pocos del bando de la Unión afirmaban que los negros fueran iguales a los blancos. Los argumentos contra la esclavitud se basaban más bien en las consecuencias degradantes que tenía para los blancos y en la preocupación que suscitaba la extensión de la esclavitud a nuevos territorios (McPherson, 1998, sobre todo el cap. 6). Lo más notable era que hubiera tan poca conexión entre las explicaciones de las diferencias entre europeos y las teorías sobre las diferencias entre estos y los no europeos. En Estados Unidos se ha apreciado claramente, pues el discurso nativista utilizado contra los inmigrantes de Europa continental era distinto al discurso racial usado en el caso de los negros [44]. Los argumentos raciales carecían de un fundamento biológico elaborado debido a que se consideraba algo «natural». La distancia entre nacionalismo, ideología racial y argumento biológico fue disminuyendo después, según avanzaba el siglo XIX, por una serie de razones.
En primer lugar, hay que tener en cuenta la rápida expansión del imperio de ultramar formal, sobre todo en África. La antropología física, que prescindía de la cultura o de la historia como base de la diferencia, tuvo gran auge y se popularizó mediante exposiciones sobre los pueblos «primitivos» y la creación de museos etnográficos. (Para el caso de la Alemania de en torno a 1900, cfr. Honold, 2004; Zimmermann, 2004.)
En segundo lugar, los argumentos raciales adquirieron fuerza renovada tras la publicación de El origen de las especies de Darwin, en 1859 [45]. La popularización de la idea de lucha necesaria, que conducía a «la supervivencia del más fuerte», podía entenderse en términos raciales [46]. La idea de raza, tanto en su forma darwiniana como en la no darwiniana (que negaba un origen común a las razas), radicalizó y dotó de esencia a la distinción, justificando la jerarquía, la segregación y, en último término, el exterminio [47].
En tercer lugar, los argumentos raciales estaban muy extendidos por toda Europa y los utilizaban los pueblos eslavos, germánicos y latinos para plantear sus exigencias o para explicar las cualidades raciales específicas de los judíos [48]. El rápido crecimiento de la industria y de las ciudades, junto a la inmigración transfronteriza, reunió a pueblos de diferente procedencia étnica que se disputaban a menudo alojamiento y puestos de trabajo. Alemania se había convertido en un país de inmigración neta en la década de 1890, justo cuando se empezaron a aplicar las ideas raciales a inmigrantes polacos, rusos y judíos. A la inversa, las persecuciones de judíos en la parte occidental de Rusia, que contribuyeron a que emigraran, también se justificaron aludiendo a argumentos raciales. El rápido desarrollo de la política de masas se asoció al nacionalismo populista, reactivo ante el nacionalismo de elite, y a los credos de clase y confesional de los partidos laborista y católico. El nacionalismo radical, incluido el antisemitismo, ocupaba un lugar destacado en este tipo de políticas populistas [49].
Sin embargo, en 1914 muy pocos percibían las diferencias nacionales en el seno de Europa como una cuestión biológica. En Europa Occidental se asumía la mezcla entre razas avanzadas, de manera que no cabía hacer programáticas esas ideas y, fuera de Europa, el sentimiento y la práctica de la superioridad blanca estaba tan arraigado en el gobierno imperial que no precisaba de programa alguno. Cabría pensar que, en Europa Central y del Este, se podían haber usado las ideas raciales en un sentido clasista, pero lo que se gestó allí fue una idea de diferencia nacional basada en una amalgama de factores históricos, culturales y étnicos, aunque el antisemitismo constituía la gran excepción. En torno a 1914 la nación, entendida a modo de civilización, historia o etnia, constituía la base de todos los discursos y programas políticos, pero la nación como raza no había llegado a tanto [50].
LA NACIONALIDAD COMO NORMA DOMINANTE
En 1914, el lenguaje del nacionalismo dominaba el discurso político. La formación de estados-nación en Europa había dado alas al proceso. En asuntos internos el crecimiento de los partidos de masas, reunidos en parlamentos influyentes e incluso soberanos, promocionó una retórica política especializada y unas organizaciones pensadas, en consecuencia, para promover los intereses del electorado («nación»). Esta retórica fue retomada por grupos de presión y representantes de intereses sectoriales en los florecientes medios de comunicación impresos.
En cuestiones internacionales, la unificación de Alemania y el creciente poder del Estado alemán obligaron a una realineación diplomática. Aunque gobernantes y políticos de elite seguían conduciendo la política internacional, ellos también recurrieron a la retórica nacionalista para justificarse ante la opinión pública interna. Una vez se demonizaba públicamente al enemigo (p. ej. en la publicidad antialemana de la Gran Bretaña de 1900) o una política se decretaba vital para los intereses nacionales (p. ej. la construcción de la flota de combate alemana), a los gobiernos les costaba mucho contravenir lo establecido (Kennedy, 1980).
Cada grupo adaptaba el lenguaje nacionalista a sus propios intereses. Es irrelevante discriminar entre nacionalismo «auténtico» (ideas étnicas o raciales) y otras creencias (distinción entre patriotismo y nacionalismo, o entre nacionalismo cívico y étnico) [51]. Las diferencias indican más bien la existencia de intereses distintos. Un nacionalista francés defendía el imperio de ultramar por considerarlo vital, otro afirmaba que era una distracción, cuando lo importante era la venganza por 1870-1871 y recuperar Alsacia y Lorena. Un nacionalista alemán insistía en conceder la ciudadanía a los hijos de alemanes para promover la «germanidad» en ultramar, otro se oponía cuando un colono alemán se casaba con una mujer local en el sudoeste de África (Gosewinkel, 2004; Weber, 1959). Más interesante es el consenso en primar el principio de nacionalidad en el discurso político. Los distintos grupos fueron adoptando diferentes elementos del discurso nacionalista a medida que lo requerían las circunstancias.
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