Gregory Claeys - Historia del pensamiento político del siglo XIX

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En esta obra de referencia fundamental hallará el lector un análisis exhaustivo del pensamiento político fraguado en Europa, América y Asia a lo largo del siglo que arranca con la Revolución francesa.Elaborado por un brillante equipo de prestigiosos académicos, este extenso volumen aborda, en toda su complejidad, las principales facetas y aristas del pensamiento alumbrado durante el siglo XIX, desde la economía política y el liberalismo a la religión, del radicalismo democrático al nacionalismo, pasando por el socialismo y el feminismo. Incluye asimismo estudios concretos de las figuras más eminentes del periodo –tales como Hegel, J. S. Mill, Bentham o Marx– y escuetas entradas biográficas del resto de pensadores relevantes.Lectura indispensable para estudiantes y profesores, esta magna obra explora las transformaciones sísmicas que –de la mano de las revoluciones políticas, la industrialización y la expansión imperial– experimentó el lenguaje y la imaginación política, sin descuidar por ello otras continuidades menos conocidas del pensamiento político y social.Nómina de autores: Bee Wilson, John Morrow, John Breuilly, Frederick C. Beiser, Donald R. Kelley, Cheryl B. Welch, Gregory Claeys, Christine Lattek, Frederick Rosen, Ross Harrison, Lucy Delap, Jeremy Jennings, James P. Young, Wolfgang J. Mommsen, K. Steven Vincent, Douglas Moggach, Gareth Stedman Jones, John E. Toews, Daniel Pick, Lawrence Goldman, James Thompson, Emma Rothschild, Vernon L. Lidtke, Andrzej Walicki, Christopher Bayly, Duncan Bell y Jose Harris.

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Aunque Byron se labró una reputación de bête noire del Romanticismo de posguerra, su teoría política era menos igualitaria que la de Haz­litt o Shelley (Murphy, 1985; Southey, 1832e). Sus críticas al apuntalamiento moral y religioso de la sociedad de entonces y su búsqueda de nuevas y más completas formas de armonía, compatibles con la independencia de los individuos, dieron lugar a una concepción del Estado que evocaba la imagen esteticista de la simetría para expresar la interacción, basada en el apoyo mutuo, de individuos libres y solidarios. En la «república auténtica» de Byron había que crear una base política de una sociabilidad armoniosa que era imposible de alcanzar en el seno de los regímenes corruptos y represivos de la Europa de la época. Se trataba de un Estado basado en la «soberanía compartida», pero su estructura no era democrática. En palabras del héroe trágico de Marino Faliero, Dogo de Venecia (1820):

Restauraremos los tiempos de la verdad y de la justicia,

condensándonos en una república justa y libre.

No un brote de igualdad, sino igualdad de derechos,

equilibrados, como las columnas de un templo,

que dan y toman recíprocamente fuerza,

dando firmeza al conjunto con gracia y belleza,

de manera que no pueda retirarse parte alguna sin

dañar la simetría general.

(Byron 1980-1986, III. ii, versos 168-175; cfr. De Silva, 1981; Kelsall, 1987, cap. 4; Watkins, 1981.)

Esta imagen de la simetría política evocaba a las repúblicas antiguas, pero Byron la proyectaba hacia el futuro. Alzaba su mirada hacia dirigentes aristocráticos, en busca de líderes inspirados en los ejemplos de Bolívar y Washington, capaces de fundar y nutrir estados que reflejaran los valores que Marino Faliero había intentado restaurar, sin éxito, en Venecia. En su Ode (from the French), Byron atribuía la caída de Napoleón al hecho de que había ocupado el lugar del rey –«guiado por el aguijón de la ambición / el héroe se hundió y fue rey / luego cayó; ¡que mueran todos / los que seducen a los hombres con el hombre!»–, y comparaba su conducta con la de George Washington. Tras librar a su país de la tiranía, Washington había presidido el nacimiento de la república y luego se había retirado, dejando que otro líder guiara los pasos de una sociedad de hombres libres (Byron, Ode [from the French], III. ii, versos 32-35; añad. estrofa iii, versos 23-24 [1980-1986, III, pp. 375-379]).

Aunque Hazlitt compartía las ideas de Byron sobre la naturaleza represiva del gobierno de posguerra, le interesaban, sobre todo, sus efectos en la cultura literaria. Byron se reía de Southey, pero Hazlitt le veía bajo una luz bastante más siniestra. Creía que el Poeta Laureado era la vanguardia de un intento concertado de usar las posibilidades de persuasión que ofrecía la moderna cultura de la imprenta con fines represivos, no emancipadores. Aunque Hazlitt defendía que los individuos poseían derechos naturales inviolables, pensaba que su «sentido moral» implicaba que la autonomía personal servía de base a una concepción más bien social de la individualidad que abstracta o aislada (Hazlitt, 1931-1934d, pp. 305-320). Este sentido, resultado de lo que Hazlitt denomina «imaginación», resultaba esencial para la formación de juicios morales, y, en el mundo moderno, cabía refinarlo por medio de la literatura, que permitía a los individuos verse como les veían otros al actuar, contrarrestando así los devastadores efectos del interés propio y del prejuicio. También permitía crear un cuerpo de «opinión pública» capaz de modificar y regular los impulsos discordantes de la individualidad no ilustrada (Hazlitt, 1931-1934c, pp. 47-50). Para Hazlitt, la opinión pública era el resultado del libre intercambio de ideas y de la sociabilidad amable que este generaba. Su característica más definitoria era la tolerancia, es decir, un rechazo bastante acusado a utilizar armas físicas y sociales, o meras descalificaciones, contra quienes defendían puntos de vista diferentes (Hazlitt, 1819, p. 318). Hazlitt creía que Southey y sus amigos de la Quarterly Review habían subvertido la literatura al ponerla al servicio del egoísmo, la parcialidad y la represión. Habían creado barreras formales e informales para obstaculizar la creación de una opinión pública, evitando así que la República de las Letras cumpliera su papel humano y emancipador, y retrasando ese pluralismo intelectual que era condición previa para la formación de un genuino «público» y de una auténtica opinión pública (Hazlitt, 1931-1934e, p. 116; 1931-1934b, p. 14). Esta idea era un rechazo explícito a la afirmación de Coleridge de que la cultura había de forjarla una elite intelectual, lo que provocó amargos intercambios epistolares entre ambos escritores entre 1816 y 1818 (Dart, 1999, p. 238; Lapp, 1999, pp. 67-112).

Para responder a estas amenazas, Hazlitt se centró en los abanderados literarios estándar del legitimismo, pero criticaba asimismo a las instituciones religiosas y políticas que estos defendían. Criticó la idea de una Iglesia nacional y el principio aristocrático, y empezó a defender un sistema de democracia representativa (Hazlitt, 1819, pp. 307, 318; Cook, 1981, pp. 140-141). Hazlitt afirmaba que la falta de reconocimiento de los derechos políticos de los pueblos sólo era el corolario de una indiferencia generalizada ante los derechos universales. Estas marcas de legitimismo sólo podían borrarse por medio de un sistema de representación democrático: «Si el voto y la elección de un único individuo no tienen sentido, tampoco lo tendrán el de la comunidad entera; pero si la elección de cada hombre […] se considera sagrada, ¡qué peso no tendrá la del conjunto!» (Hazlitt, 1931-1934d, p. 308).

La crítica de Shelley al legitimismo tiene mucho en común con las de Byron y Hazlitt, pero su percepción de las implicaciones políticas de la libertad era más visionaria. En Reina Mab rechaza la teoría de la depravación innata y retrotrae el origen de la maldad a las opiniones generadas por unas relaciones políticas y sociales opresivas:

¡Dejad que esclavos guiados por los sacerdotes proclamen que el hombre

hereda los vicios y la miseria!

La Falsedad se inclina sobre la cuna del bebé

asfixiando con mano dura todo bien natural.

(Shelley, Queen Mab, IV, versos 117-120 [1965d, p. 93].)

Esta crítica se hacía eco de los argumentos sobre las implicaciones de la necesidad planteados por Godwin en su Political Justice. También apuntaba a las posibilidades de perfectibilidad humana que permitirían la abolición de las relaciones sociales y políticas coactivas (Dawson, 1980, pp. 76-135; Scrivener, 62, 1982, pp. 5-34). En A Philosophical Way of a Reform, Shelley presenta un relato muy crítico de la Revolución de 1688, en el que traza los orígenes de una aristocracia parasitaria y «adinerada», aliada más que rival de los propietarios de la tierra, que utilizaba a la monarquía constitucional como medio para imponer nuevas cargas a la población en general. Alababa el gobierno de Estados Unidos, pues creía (erróneamente) que su constitución estaba sometida periódicamente a una revisión por parte del cuerpo ciudadano. Esta exigencia, en su opinión, reduciría la brecha entre las formas y prácticas políticas y los intereses reales de la comunidad, brecha que consideraba uno de los defectos inevitables de los sistemas políticos y jurídicos (Shelley, 1965b, pp. 24-33, 10-12; Keach, 1996, p. 44). Pero, aunque pudiera eliminarse mucha represión por medio de la reforma radical de las relaciones sociales y políticas, el éxito de estas medidas, y la viabilidad de la condición anárquica que preludiaban, dependía de la necesidad de alimentar a la «imaginación» (Shelley, 1965b, pp. 42-55). Shelley creía que mostrar un interés amable por los sentimientos de los demás era la base de la imposición voluntaria de una conducta respetuosa con los otros. La amabilidad era el resultado de un intercambio social no opresivo, de la experiencia obrando sobre la facultad imaginativa, y su desarrollo era esencial para el ejercicio de capacidades específicamente humanas.

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