Autores Varios - Europa global, Europa social

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Una contribución esencial al debate sobre el futuro de la Unión Europea, tras el fracaso del proyecto de Constitución y las sucesivas ampliaciones. Aun así en la nueva geografía del siglo XX, marcada por el ascenso económico asiático y las indecisiones norteamericanas, la Unión Europea deberá replantear objetivos y funcionamiento.

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El debate sobre la futura dirección económica y social de Europa es tan relevante para el Reino Unido como para los demás Estados miembro. Para nosotros, la reforma no es únicamente británica, sino europea; y no es «neoliberal», sino progresista. En otras épocas de la historia europea –como el periodo Brandt en la Alemania Occidental de los años setenta o la Suecia de Olaf Palme– la reforma significaba más puestos de trabajo, mayor bienestar y más pensiones, algo que confería nuevos derechos sociales a los grupos menos privilegiados. Los modernizadores progresistas de Europa deben reivindicar la bandera de la reforma, como nos hemos propuesto hacer en este libro.

En el primer capítulo, Anthony Giddens ofrece una visión general del actual estado del debate sobre el MSE. Repasa las lecciones que deben extraerse del presente debate: es correcto situar el empleo en primer lugar; no es cierto que sólo las economías con una baja fiscalidad puedan prosperar en un mundo en el que la competencia se intensifica; la flexibilidad del mercado laboral es esencial, pero esto no implica un sistema de contratación y despidos a la americana; la economía del conocimiento no es un concepto vacío, sino que la inversión en educación, la extensión universitaria y la difusión de las TIC, son elementos cruciales en la modernización del Estado del bienestar; se necesita integrar una perspectiva ecológica en el debate; el envejecimiento de la sociedad debe percibirse como una oportunidad; no se puede ignorar el impacto de la inmigración; la reforma del Estado y la descentralización y divesificación de los servicios públicos han de percibirse como cuestiones esenciales en toda Europa. Sobre estas bases, Giddens esboza un esquema de reforma: el cambio de unas prestaciones pasivas a otras activas; una nueva visión de los riesgos; una remodelación, que no abandono, del principio contributivo; la necesidad de integrar la sostenibilidad medioambiental en el concepto de «bienestar positivo», y la importancia de las prestaciones desburocratizadas.

La mayores dificultades a las que hace frente el MSE no se limitan a ningún país en particular, sino que son estructurales. De hecho, muchos de los problemas que afrontan los Estados del bienestar –el creciente envejecimiento de la población combinado con el aumento de las expectativas respecto a los servicios públicos– son producto de la seguridad y prosperidad de la posguerra promovidas por la política del bienestar. Esto no quiere decir, por supuesto, que la globalización no suponga un desafío formidable.

Los capítulos 2 al 6 continúan explorando más en profundidad el contexto del debate actual sobre el modelo social. John Sutton deconstruye el argumento de que la globalización hace que el MSE sea inservible. El mayor desafío europeo no es tanto la competición en bajos salarios, como la rápida adquisición de «capacidades» competitivas por parte de las empresas asiáticas, que combinan alta productividad con productos que traspasan el umbral percibido de calidad. Su impacto se sintió primero en sectores de baja tecnología intensivos en trabajo, como los textiles y las prendas de vestir, y pronto afectará a sectores «intermedios», como la industria del motor, donde los estándares de alta calidad resultan fáciles de replicar. Pero Europa conserva una ventaja importante en otras industrias, como la de maquinaria, que dependen del conocimiento. Tales empresas tienen capacidades internas especializadas que son difíciles de imitar. Su fortaleza innata es su capacidad para innovar y adaptarse. El éxito competitivo, sin embargo, requerirá una flexibilidad cada vez mayor para reasignar recursos rápidamente y desarrollar nuevos productos. Unas leyes de protección del empleo estrictas pueden impedir que se alcance ese objetivo. Su impacto se haría sentir no tanto en el nivel general de empleo, como en su capacidad de desincentivar la destrucción y creación de puestos de trabajo,una realidad que es necesaria para responder eficazmente a la globalización. La necesidad de flexibilidad no implica el fin del Estado del bienestar financiado vía impuestos; sólo que las políticas laborales deben diseñarse para impulsar las capacidades y la flexibilidad que permitirán crecer a las nuevas empresas. Las políticas sociales redistributivas tienen que garantizar que no generan desincentivos para el trabajo y la creación de empleo.

Katinka Barysch desmonta toda una serie de mitos populares sobre los fontaneros polacos, el espectro de los impuestos fijos que minan las posibilidades de los gobiernos socialdemócratas y la exportación de puestos de trabajo industriales desde la Europa de los Quince a los nuevos Estados miembro. No hay pruebas de que haya una deslocalización de empleos a gran escala: cuando se han trasladado puestos de trabajo, ha tendido a hacerse dentro de una cadena de suministro integrada y el impacto ha fortalecido la competitividad general de las empresas europeas. En gran medida, los temores a que la competencia fiscal desplazase puestos de trabajo del Oeste hacia el Este están fuera de lugar: los impuestos sobre sociedades en los nuevos socios comunitarios son bajos, pero la carga impositiva general no lo es porque tienen unos impuestos elevados sobre la mano de obra. Considerar a los nuevos socios comunitarios como ejemplo de paraísos de bajos impuestos es bastante falso: sus problemas de inactividad en el mercado laboral y una costosa carga de prestaciones sociales son, en muchos casos, más graves que en los miembros más antiguos de la UE. Sin embargo, el hecho de que los empleadores puedan amenazar con trasladar el empleo al Este puede perfectamente haber fortalecido su posición para restringir salarios y sacar adelante reestructuraciones empresariales. Además, cuando se permita totalmente el libre movimiento de trabajadores en 2011, pueden generarse problemas en los países miembro con mercados laborales menos flexibles.

Simon Commander, Axel Heitmueller y Laura Tyson examinan las pruebas sobre el impacto de la inmigración y la deslocalización, utilizando principalmente investigaciones estadounidenses. En Estados Unidos existen pocas pruebas de que la inmigración haya supuesto un desplazamiento de puestos de trabajo ocupados previamente por empleados nativos, aunque sí haya tenido algún impacto en la bajada de los niveles salariales. Este impacto en las retribuciones se siente en toda la estructura ocupacional, incluso cuando se considera únicamente el impacto de los migrantes profesionales. La deslocalización no es un fenómeno nuevo, pero su práctica se ha extendido de las manufacturas a los servicios empresariales, donde algunos estudios sugieren que el ahorro potencial de costes es enorme, con unos recortes que alcanzan como media el 30%. La situación ofrece beneficios claros para la competitividad global de las empresas estadounidenses y europeas: puede, aunque no necesariamente, fortalecer sus posibilidades de generar un círculo virtuoso de mayores beneficios e inversión en casa. Pero, proporcionalmente, estos beneficios van a parar en mayor cuantía a los accionistas que a los trabajadores. El grado en el que la externalización afecta a los trabajadores está condicionado por la capacidad que éstos tienen para conseguir rápidamente un nuevo empleo, con unas tasas de retribución equivalentes. En Estados Unidos, las pruebas sugieren que más de un tercio no lo logra; en Europa, con mercados laborales menos flexibles, es probable que la cifra sea más alta. El capítulo debate una gama de políticas públicas que podrían mitigar estos impactos sociales adversos.

René Cuperus dibuja un panorama vívido y controvertido del actual descontento social que condujo al «no» holandés al Tratado Constitucional. Expone cuatro explicaciones principales: el desencanto con la idea de emancipación de la posguerra, según la cual las generaciones sucesivas disfrutarían de una vida mejor; alienación del proyecto europeo, que es percibido ahora como una amenaza a las identidades nacionales; problemas de integración en sociedades crecientemente multiétnicas, y pérdida de la confianza en nuestro sistema político. El discurso de la élite europea sobre la reforma, que Cuperus etiqueta gráficamente como «el machismo del cambio», está alienando a grandes sectores del electorado europeo. Ésta es la razón por la que, a su juicio, las elecciones federales alemanas de septiembre del 2005 supusieron un punto muerto entre adaptación y conservación, malestar y cambio; y una incapacidad por parte de los partidos para reconocer, o al menos emitir acuse de recibo, que el modelo renano está muerto. De forma similar, la división en Francia sobre la Constitución se producía entre los que acogen con agrado los cambios en curso y los que los temen. Cuperus rechaza el punto de vista de que el Estado-nación ha muerto; más bien, el futuro del modelo social en Europa depende de una reafirmación de los valores de solidaridad en el ámbito del Estado-nación, basados en una definición de identidad nacional abierta, hospitalaria y no xenófoba. Lo que llamamos «un Nosotros más amplio».

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