–¿No está?
–¿Quién?
El bueno del tío se quedó en el aire, no sabía qué palabra emplear. Por fin se decidió:
–El señor... Paco Ferrís. Es mi sobrino.
Que Paco tuviera familia a mano asombró a Clemencia y más que se tratara de aquel tío ordinario. Él nunca le había hablado de su pasado ni ella indagó. Entre otras cosas porque le tenía absolutamente sin cuidado.
–No. ¿Qué quería?
–Verle, claro.
–Está en el Estado Mayor.
Gonzalo le daba vueltas a su sombrero.
–¿Está bien?
–Sí.
–¿Del todo?
–Sí. Salió hecho un pimpollo.
–Salió... ¿de qué?
–De una pulmonía.
–Ah. ¿Y ya está bien?
–Completamente.
–¿Y qué hace?
–Está en el Comisariado.
–Ya me enteré. Por eso vine.
–Ah.
–¿Y dónde está el Estado Mayor?
–No se lo puedo decir.
–Usted... ¿le atiende?
–En lo que puedo.
–Me alegro.
Ferrís, al poco de llegar a Madrid y liarse con Clemencia, rompió todo vínculo familiar, entre otras cosas –aunque no lo pensara– porque no lo necesitaba ya económicamente. Su amantísima le proveía de lo necesario y sus colaboraciones en revistas y periódicos (así las firmara con muy variados nombres para resguardar el suyo, llamado a altos destinos) le daban para no quedar mal en el café. Había decidido que nada tenía que ver con la industria zapatera, con Almansa, sus padres, sus hermanas, la historia, el pasado. Para ser escritor, y bueno, tenía que surgir de la nada. Añadíase el desprecio: había dado –iba de descubrimiento en descubrimiento– en que era inteligente. Clemencia le empujaba hacia las cimas. Leía mucho de lo que se tenía por mejor y no se asombraba; esto –se decía– lo podía haber escrito yo. Lo malo que, cuando se enfrentaba a las cuartillas –como no fuera para algo preciso y urgente–, no se le ocurría nada de provecho. Partía del supuesto, para él esencial, de que la literatura era expresión de disconformidad entre el mundo y el escritor. La cuestión era averiguar en qué consistía, y, aunque lo tenía en la mente y aun en el pecho, no daba con ella.
–Metieron a tu tía en la cárcel.
–Por algo sería.
–Nada serio: la acusan de guardar billetes de numeración atrasada.
–Como recomienda la radio de Burgos.
–No lo sé. Tal vez.
–¿Entonces?
Con un voluntario tono hiriente en la pregunta.
–¿No puedes hacer nada?
–No puedo. Y aunque pudiera no lo haría.
El pobre hombre no sabía qué decir y menos qué pensar.
–Mire: a mí no me importan nada ni usted ni su mujer. Además, no se preocupe, no le va a pasar nada. Ya no fusilan a nadie. La van a soltar.
–¿Estás seguro?
–Absolutamente. No nosotros: ellos.
–¿Quiénes ellos?
–Los de Burgos. Hemos perdido. No me diga que no lo sabe.
–Puedes venir a casa cuando quieras. Allí nadie te molestará.
–No pienso hacerlo.
–No creas que hagamos responsable a nadie de lo que le pasó a tu padre.
Ferrís no aguantó más:
–Váyase y déjeme en paz.
A su padre, a los seis meses de guerra, lo habían paseado, en Albacete, donde se creía seguro en casa de un amigo. Paco Ferrís se enteró mucho más tarde y quiso adargarse pensando que no le importaba. Llegó a echarse la culpa de tanto distanciarse del asunto: ¿qué tengo que ver?, nadie me dijo nada. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía haber hecho? No hubiese hecho nada. Se lo merecía. ¿Se lo merecía? De derechas, desde luego, ¿qué más?, ¿qué le importaba?, ¿no había roto con su familia? No tenía nada que ver con el pasado. Ni con el futuro.
Al llegar Templado a Náquera, tuvieron grandes conversaciones. Se conocían de Madrid. El médico se extrañó:
–¿Cómo te metiste en esto?
–No lo sé: de pronto juzgué que era intolerable que los militares decidieran, por las buenas, de la vida de uno. Dije, no. Y me presenté en el Quinto Regimiento. 49
–Clemencia –callando– no era extraña al hecho.
En aquellos días de marzo, muertos, no había qué hacer. Horas extrañas: ¿qué iba a pasar?, ¿a dónde irían a parar?
Los soldados rodeaban Náquera, sabiendo que allí había «jefes»; se iban por otros caminos llenando las carreteras, hacia Valencia, las calles de la capital levantina estaban atestadas de desertores, todavía con armas. Iban, venían sin saber a qué atenerse. Emplazaban cañones y tanques o, mejor, los dejaban abandonados en las orillas del Turia.
–¿Comprendes? Lo triste es que somos unos y nos importan los demás. Bueno, digo lo triste, desde tu punto de vista. Desde el mío... Yo soy yo y tanto me da lo que tú pienses. Pero tú quisieras saber lo que pienso de ti, y no pienso sino de mí. Uno solo puede pensar de sí y con ese parecer andar por el mundo: a ciegas, claro está. Y de topadas, descabezazos, quiebros y quiebras y requiebros está el universo lleno.
Ferrís calló mirando hundirse el día.
–¡Si a uno pudiese, de verdad, importarle únicamente su parecer y voluntad! Pero, ca. Lo que quiere el hombre es señorear. Y a eso llaman ética.
–¿Y el amor?
–Eso viene después, si viene, puro adorno. Pero las fundaciones, Templado, no se hacen con jeribeques. Contentarse con sus propios sentimientos no puede ser hijo más que de la conciencia de la propia superioridad. Por eso el estoicismo es una filosofía aristocrática.
–¿Y tú eres estoico?
–Por lo menos aristocrático.
–¿Por eso has hecho la guerra con nosotros?
–Naturalmente.
–Me das lástima.
–Nadie es digno de lástima, porque la lástima es un sentimiento turbio y bajo. No se puede sentir lástima, si es que a tanto te rebajas, más que por los que la tienen por lo que sea. Las cosas se remedian y si no se puede, se abandonan.
–Para un filósofo de tu especie, no está mal recordarte que «nada le sienta al hombre mejor que la grandeza de los sentimientos», según tu Séneca.
–Todo es cuestión de lo que se entienda por sentimiento.
–Para ti: ¡muerte o soberanía!
–Esa noción de muerte y soberanía solo se desencadena tres veces en la historia española: Séneca, Quevedo y el 98.
–¿El 98? No fastidies. Si dijeras Goya...
–No digo Goya porque no hablo de sentimientos, sino de dignidad.
–Que no es un sentimiento...
–No. Es una manera de enfrentarse a la vida. El español es estoico por dignidad personal; porque sufre mengua al solicitar o usar apoyo de quien sea. Y la soledad no nace de su misoginismo sino de la gallardía. Séneca y Cristo son poco más o menos contemporáneos, sus influencias contradictorias han influido en España: tan importantes son para el conocimiento del español el uno como el otro. Séneca crece derecho desde Córdoba y Cristo viene con el aire de Levante. El uno, árbol, y el otro viento, o la música: la música que no se puede ir a otra parte, que diría Bergamín.
–¿Y tú crees de verdad que Séneca era español?
–A menos que Córdoba esté en la luna.
–Era Roma. De verdad: debieras estar con los de enfrente. En el fondo eres falangista.
–Lo que sucede es que los de enfrente no son falangistas, sino banqueros y militares; y fabricantes de zapatos. 50
Julián Templado mira con extrañeza a Ferrís, lo ignoraba así. Salía Clemencia con los diarios huevos fritos, que olían a gloria.
–«Terrible lugar es este para no comer carne que aun un huevo fresco jamás hay.» Lo digo yo porque lo dijo Santa Teresa. Y nunca mintió. La comida como la paz nunca hay que verla desde demasiado cerca. Por algo Fray Luis la compara al cielo: inmóvil. ¡Sí, sí!, fíate. Y, además, créeme: el cenar es costumbre bárbara y por eso hay tantos equívocos entre el almorzar y el comer, que los unos suponen al mediodía y otros por la noche. Lo trae el levantarse temprano y la culpa del sol; el español decente nunca desayuna, que no es menester, somos de hora nocturna y conviene dormir de día; quita las ganas de comer, y no sienta bien el alimento tan cerca del sueño. Y para ahorrar palabras –que suelen dar hambre–: no está bien levantarse antes de las doce. Almorzar: aire del aire; comer es otra cosa. Vamos allá.
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