–¿La señora?
Se asoma.
–Buenos días. No sé si se acordará de mí. ¿Sabe algo de José?
–Está herido, en el hospital de Onteniente.
–¿Y Julián?
–No lo sé, estaba en Madrid.
–Sí, le vi.
–¿Cuándo?
–Hace unos meses. ¿Y Julio?
A la señora se le aguan los ojos. No puede contestar.
–Perdóneme, señora, pero busco a mi mujer. A Asunción. Asunción Meliá. ¿Sabe algo de ella?
La señora niega con la cabeza. Vicente no se atreve a preguntar más, dándose cuenta de su impertinencia. A pesar de todo, insiste:
–¿Y Luis Sanchís? 60
La criada interviene:
–La señora no está para nada.
Vicente se vuelve hacia la doméstica:
–¿Y usted no sabe nada de ninguno de ellos?
–Vi hace poco a la señorita Josefina.
Josefina Camargo. ¿Dónde vivía? Por el Mercado. Pero ¿dónde? Josefina Camargo: Santiago Peñafiel. 61Se despide atropelladamente. ¿Recurrir a Peñafiel? No y, sin embargo... Le duele todavía la herida. No lo recuerda, así en general, pero ahora se le pone por delante la confesión de aquella noche del 6 de noviembre, en Madrid, y algo insufriblemente agrio le regurgita en el estómago. 62Vuelve a subir hasta el principal. Entreabre de nuevo la criada.
–¿Y no ha visto a Santiago Peñafiel?
–Le mataron en el frente de Aragón. Ustedes tienen la culpa. ¿Quién les mandaba meterse, tan jóvenes, en ese lío de hombres? ¡Malditos! ¡Al infierno irán todos, derechos, de cabeza!
Vicente Dalmases baja corriendo. Peñafiel muerto. A pesar de sí, se alegra. Un fantasma menos entre Asunción y él. Peñafiel poseyendo a Asunción. Claro –se dice después de habérselo dicho mil veces– entonces ella no era nada mío. ¡Claro que lo era aunque no se habían dicho palabra!
Buscar a Josefina Camargo... Buscarla, ¿dónde? Tal vez en la Alianza de Intelectuales. Tal vez... Anda lo más aprisa que puede hacia Trinquete de Caballeros. Se encuentra con Paco Bolea que sale del que fuera Diario de Valencia y luego Verdad . 63
–Hola.
–¿Sabes algo de Josefina Camargo?
–No.
–¿Y de Asunción?
–Hace días que no la veo. Desde que no sale el periódico. ¿No vivía con su tía?
–Sí, pero no hay nadie en la casa.
–Claro. Ahora dormimos cada noche en sitios distintos, por si acaso. Oye, ¿por qué no preguntas en casa de don Juanito?
–¿Quién es?
–El librero de viejo, bueno, el chamarilero.
–¿Por qué?
–Su tía cuidaba a la hija que tiene.
–¿Dónde vive?
–No lo sé, pero creo que va todos los días al Museo; es muy amigo de Ambrosio Villegas.
–Villegas está en Madrid.
–Andas muy atrasado de noticias: hace mucho que los de la junta volvieron a destinarle aquí. 64No quiso pasar a Cataluña.
–Para allá voy. Hasta luego. ¿Luego? ¿Dónde?
Vicente no puede con su alma cuando llega al Carmen. Ambrosio Villegas; otros. Don Juanito Valcárcel. La dirección: la tía Concha, la niña lela.
–Claudia, saluda a mi sobrino. Se llama Vicente.
–¿Y Asunción?
–Tú sabrás.
–No.
–Se fue a Alicante, a reunirse contigo.
–¿Cuándo?
–Hace cuatro días.
Vicente se deja caer en un sillón que cruje y se ladea.
–Ahí, no. Siéntate ahí.
Vicente no se mueve. No puede.
–¿No fuiste a Alicante?
–No pude.
–¿De dónde vienes?
El joven hace un gesto vago.
–De Madrid.
–¡Eso ya lo sé! ¿Qué vas a hacer?
Dormir, piensa Vicente, pero dice:
–Irme a Alicante.
Una pausa.
–¿Cuándo?
–Ahora.
–Lo que debes hacer es dormir.
Vicente no tiene fuerza para contestar. Luego pregunta:
–¿Cómo está?
–¿Cómo quieres que esté? Bien.
Sobreponiéndose, Vicente busca a Monse. La encuentra en el Instituto para Obreros, de la calle de Sagunto, 65donde seguía haciéndose una vida relativamente normal, por lo menos en la Colonia Escolar. La joven se quedó asombrada al verle.
–¿Hasta ahora no has llegado?
–Ya ves.
–Asunción debe de estar como loca buscándote en Alicante.
–¿No sabes dónde puede estar allí?
–Ni la menor idea.
¿Quién podría decírselo? ¿A quién recurrir?
–Lo mejor es que te vayas allá lo antes posible.
Recurrir al Partido.
–¿Quién está aquí?
–Todos, hasta en la cárcel, pero no se les ve. Otros, sueltos, en Náquera...
–De allí vengo.
–Por aquí anda Hernández y pasó Checa, a quien habían detenido en Alicante. 66A ver si das con Ángel Gaos. 67Dicen que está encargado de la evacuación. Debe de tener bastantes enlaces. Lo mejor: que te fueses lo antes posible.
–Es lo que pienso hacer. ¿Y Bonifacio?
–Debe de estar en su casa. O, por lo menos, allí te dirán dónde está.
El sueño aumenta su confusión, todo se le mezcla y perturba. La algarabía de los niños acrecienta el remolino de su desdicha. Gritan, corren, se persiguen, juegan.
–Lo que necesitas es descansar. Tienes cara de muerto, ¿por qué no vas a casa y duermes?
Y luego será otro día. Tiene razón, pero resiste.
–Dame unas aspirinas.
Las toma, sentado en una mesa del gran comedor. Largas mesas desiertas.
–¿Cómo está?
–Bien. Pero lo único que quiere es estar contigo.
Vicente deja caer su cabeza sobre sus antebrazos. Se le enturbia la vista y duerme de golpe. Monse duda y sale.
Le despierta a la hora de comer la gritería de los párvulos. Lee, como idiota, los grandes carteles pegados en las paredes.
EL TALENTO,
NO EL DINERO
ABRE LAS PUERTAS DEL ESTUDIO
LA CULTURA HA DEJADO DE SER PRIVILEGIO DE UNA MINORÍA
EL GOBIERNO DEL FRENTE POPULAR HA CREADO MILES DE BECAS PARA COSTEAR LOS ESTUDIOS DE TODOS LOS HIJOS DEL PUEBLO QUE ACREDITEN SU TALENTO
Pedid informes detallados en todos los Centros de Enseñanza, en vuestros lugares de trabajo, en vuestras organizaciones y en el
MINISTERIO DE INSTRUCCIÓN PÚBLICA 68
–¿No vas a ir a casa?
–No. No lo sé. Voy a ver a Bonifacio Álvarez. Después...
–¿Después?
–Dar con ella, como sea.
Villegas y Valcárcel pasan frente a los Salesianos. Han ido a comprar unos chorizos en la trastienda de una ferretería, que Pepa ha descubierto, en la calle de Serranos.
–Total, no te cuesta nada, al ir al Museo. Tomas el tranvía... Es cuestión de diez minutos.
Al salir encuentra a don Juanito, que iba a verle. Le extraña la hora desusada.
–Acompáñame.
–¿Qué hago?
–Ya hemos hablado bastante de eso. Es cuestión tuya.
–Por eso.
Los Salesianos... 69Villegas recuerda los primeros días de la insurrección militar, de cómo acudían, en tropel, a apuntarse en las «milicias» toda clase de gente, buenos, malos y regulares. De cómo se despobló el río cercano; allí los escapados de San Miguel de los Reyes, 70mendigos, gorrones, vagos, lisiados que solían dormir en el «lecho» del río, al socaire de los puentes, sobre todo del de Serranos; los sopistas, los zampalimosnas, los del bodrio, alguno del asilo, unas manflas vestidas con monos azules, todos, en fila, con algo rojo: un pañuelo, una faja, un gorro, un cojo con una flor. 71
–Apunta a este.
–Y a mí.
¿Qué se han hecho? Tal vez alguno vuelva a ser lo que fue.
Las puertas de Serranos; en aquella época, ese bárbaro de Escriche, vestido de general ruso – tal como él se lo figuraba–, con chamarra de piel de cordero, gorro de astracán, en agosto, con un calor insoportable –subido en un cajón, arengando a los que no tenían otra cosa que hacer, enhebrando lugares comunes:
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