Max Aub - Campo de los almendros

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El Laberinto Mágico de Max Aub nace y se desarrolla, como habrá tenido la ocasión de comprobar el lector de los anteriores Campos, bajo el doble signo de la fragmentación y de la totalidad, de lo que siendo parte en apariencia autónoma está destinado a conjuntarse en un todo unitario. El Laberinto Mágico, inmerso en un continuo proceso de investigación de la realidad, va presentando sus resultados a través del tamiz de la transposición literaria. Y lo hace de manera escalonada, sin descanso, con la fijación de quien necesita, palabra tras palabra, novela tras novela, Campo tras Campo, alcanzar a todo trance una meta omnicomprensiva.

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–Se les puede desollar.

–Eso tú, para la anatomía. Para los mortales sería sangre y entrañas, my friend . Y, ahora, a callar, que los demás duermen.

–A desnudarse.

Vicente sueña poco. Si sueño –supone– no lo recuerdo. Ahora, traspuesto, transido, despierto otra vez, quebrantado, rememora la pesadilla entre duerme y vela. ¿O sueña?

El mar, un mar sin orillas, negro, enorme: de betún. Sin cielo. Si lo hay no lo ve. Vicente ve el agua negra desde lo alto. ¿Dónde está? ¿En un barco? ¿En lo más alto de un mástil? Porque volar, no vuela: está fijo, ve desde arriba la prodigiosa extensión del océano negro que lentamente empieza a arremolinarse sobre sí mismo. Agua negra pesada, oleaginosa, con largas espirales finas de espuma parda, musga, sucia. ¿Quién, qué produce el remolino? No hay viento. El agua da vueltas cada vez más rápidas. Del rodar lento y lejano al torbellino. Vorágine del centro que poco a poco empieza a hundirse –arrastrando largas espirales finas de espuma oscura–. Todo –a su vista– se arremolina hacia una hoya profundísima, sin fondo. Maelstrom.

La fuerza de la corriente le atrae, le llama para sí, le arrebata. Resiste. Puede. (¿Atado al mástil? No.) Puede, de voluntad. Nada de lo que ve resiste, la corriente arranca cuanto se le pone delante, engolfa objetos que no distingue con claridad. ¿Maderos, barcas? Residuos de no sabe qué. No hay viento que explique el fenómeno.

Enajenado, desfallece. Ahogado, suspenso el entender; todo ojos. Arrecia la ronda. Cae. Pero, no. Ve, sigue mirando, fijo, el fin de todo. El agua negra rueda y da vueltas revolviéndose, revolcando. En el fondo estrecho un punto todavía más negro. Mareo, ansia, congoja. Despertar relampagueante, dolor de cabeza. Fin del mundo. Interpreta: estamos perdidos. Estoy perdido. Única luz: Asunción. Buscarla, buscarla. Debe de estar aquí, ahí, aquí fuera. Perdida. ¿Cómo dar con ella entre miles? Un altavoz. ¿Dónde? Encontrarla y todo se arreglará. Encontrarla y todo será fácil. Se levanta a duras penas. Crujen –o se lo figura– sus articulaciones. Y las del pensamiento. No se le va de la retina el inmenso remolino.

Anda, busca, tropieza; aterido. El mar, el mar oscuro. Quieto. Si ahora empezara a arremolinarse, a tragarnos a todos... La gente amontonada, como nunca. Nunca hubo tanta. Anda, busca, tropieza, grita:

–¡Asunción!

Estoy soñando. Se da cuenta de que está soñando. Cree estar soñando. Cree estar despierto. Está seguro de estar despierto. Hay que destruir inmediatamente el sueño, atacándolo en su médula. Se dirige, a pie firme (¡sobre qué!), al centro del hoyo. Allí se abre un largo corredor, un larguísimo corredor que se pierde en la perspectiva de sus ojos. (¿Cómo es posible que siendo todo igual de alto, de ancho, acabe en un punto visible? Porque tiene dos ojos. No recuerda la ley. Si fuese bizco vería las cosas tal como son. Se lleva la mano derecha al ojo derecho y se lo arranca –sin dolor–, siente correr la sangre por su mejilla derecha.) Pero el corredor sigue igual, estrechado en un punto hacia el que marcha con paso seguro.

La enorme fotografía del ojo de un hombre; el iris, la pupila, el blanco, el párpado, las pestañas, la ceja. El corredor se aboveda, entra en el ojo, pisa lo blanco, penetra en la pupila camino del iris que se va cerrando como el objetivo de la Kodak que le regaló su padre al cumplir quince años. Tropieza, cae, la cabeza en el agujero de la guillotina. Arriba la cuchilla. ¿Cuándo cae? Cae, rueda su cabeza. La ve en el cestón de mimbre, exangüe, los ojos cerrados, gris. Mantegna: el Tránsito de la Virgen . Asunción: Botticelli: la cara de Venus. 56Se pone de pie, echa a correr. Hay que salir, escaparse del laberinto. Ahí está la reja, la puerta. Corre: allí, al final. La alcanza: diminuta, casi invisible, da al huerto de la tía María. Los naranjos cargados todavía de frutas – algunas por el suelo–, el azahar apuntando. Huele. No sueña: los olores no se sueñan. Está, de verdad, en el huerto de la tía María, en Alcira. La tierra, roja; las hierbas, verdes; las naranjas, de su color; el cielo azul y el zumo por la boca, escurriéndosele entre los labios: sangre que le empapa la camisa.

Llueve menudo. ¿Era yo quien soñaba u otro? Asunción. Erección. Micción, a tientas.

¿Quién es esta Clemencia? ¿No era maricón Paco?

–Ahí tienes un orinal.

Vuelve, como puede, a la cama fría.

¿Dónde está mi libertad, dónde mi libre albedrío? ¿Si hago lo que no quiero... si lo hago sabiéndolo, empujado por lo que no quiero, y es más fuerte que lo que quiero...? Pero, entonces lo que no quiero, es, para los demás, lo que quiero. Y vengo a no ser yo. La voluntad es el hombre. Y no soy hombre.

Duerme. Apunta el clarear. Despierta.

–¿Dormiste?

–Apenas.

–¿Ya te vas?

–Sí. Gracias por todo.

Vuelve, desde el pie de la escalera.

–Me alegro por ti y por Paco. Dale un abrazo. Recuerdos a Templado. Ya nos veremos.

–¿Y tus pies? –le grita todavía Clemencia.

–Bien –contesta sin volverse.

Vicente tomó el tren de vía estrecha, en Bétera. Al parar en Rocafort, se le fue el recuerdo hacia don Antonio Machado, un día que fue a verle, a poco de casarse con Asunción, con ocho días de permiso, con algunos del Teatro Universitario. Aquel hombre viejo, desdentado, en su sillón de felpa raída, le dio sensación de camino, de estar siempre caminando. Hablaron de las colinas verdes de Espeluy. Tres arrugas al sesgo le dibujaban la boca, caída por falta de dentadura; la barba, de días. Delgado –por el traje que le quedaba ancho, la camisa desbocada–, chupadas las mejillas, los hombros salpicados de caspa. Su resignación tranquila, con su hermano Manuel clavado en el costado. Manuel, vivo, en Burgos. Don Antonio, enterrado en Francia. Nadie le habló de su hermano, pero él sí, con su sevillano cecear:

–Mi amigo Cassou tiene un drama. El drama de un soldado. Hoy se podría representar. Es de Manolo y mío. Pero yo lo firmaría solo. A él le podrían molestar.

Los ralos pelos canos hacia atrás, despeinado, la frente casi calva, todo él imagen del cansancio, la mirada velada, sin las viejas gafas que se puso luego para ver de cerca un programa que le traían.

Unas niñas corrían de aquí para allá; Pepe, su hermano, pasó sosteniendo a la madre –todos de negro– yendo hacia los adentros por el pasillo ancho, embaldosado. Los muebles eran viejos, de mal gusto: la villa de un valenciano a medio enriquecerse o rico, tal vez. El jardín delantero con sus macizos y arriates cuidados a medias, circundados de azulejos modernos; todo destartalado. Pero la huerta olía a maravilla; más allá, unos árboles altos partían el horizonte que ya se presentía marino.

Naranjos y fuente. El pueblo a la espalda y la espalda del mar, delante, adivinada. Salió don Antonio a acompañarle hasta lo alto de la escalinata, arrastrando los pies.

–Escribiré versos sobre Valencia. Cuando me marche de aquí. Siempre ha sido así. El recuerdo es una gran fuerza. 57

El recuerdo, el recuerdo de Asunción, más fuerte que si estuviera sentada frente a él, en el trenecillo. Godella, Burjasot, la estación del Puente de Madera.

Lo primero que hizo fue ir, lo más rápidamente que pudo, a casa de la tía Concha. Sentía los latidos de su corazón en el cuello y los temporales. Subió corriendo las escaleras. Llamó. No contestó nadie. Insistió. Bajó al primer piso.

–¿No hay nadie en casa de los Meliá?

–La señora Concha solo viene a dormir, y no todos los días.

–¿Y Asunción?

–Hace muchos días que no la hemos visto. (¡Vive!)

No hay razón de que le engañen y menos la señora Petra, que le conoce. ¿Se atreverá a ir al local del Partido? Lo más probable es que no haya nadie y es exponerse a que le detengan. Lo mejor es pasar por la casa de los Jover. Aunque el Retablo 58ya no existe, sus componentes se han seguido viendo, un poco al azar. Va, en tranvía, hasta la Gran Vía, 59baja en la esquina de Almirante Cadarso. Todo está igual. Le abre una criada. Ninguno de los chicos está en casa.

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