No hubo gran cosa y menos para el paladar. Acabaron en un quítame allá esas pajas con los nabos y las acelgas.
Siguieron hablando sentados en el poyo de la terraza, con la luz titilante y rectangular de la puerta en el suelo. Noche fresca, viento leve, oscuridad campesina.
–Tú, ¿qué quieres de la vida? –pregunta el médico, ya interesado.
–La gloria. Lo que quiero es la gloria. ¿Entiendes? La gloria verdadera.
–¿Qué es la gloria?
–Ser traducido a todos los idiomas y que se lo paguen a uno.
–¿Blasco Ibáñez?
–Para él, así fue. Para mí, sería distinto, pero en el fondo, el sentimiento debe ser parecido.
–Si te diesen a escoger entra una vida regalada –regaladísima– y el olvido, o una vida de penalidades y la gloria, ¿qué escogerías?
–¿Lo dudas?
El silencio hacía daño. Clemencia se levantó a fregar los platos.
Nada que hacer ni ganas de ir a hablar con los demás.
–Creí que la verdad me haría libre. Por eso estoy aquí, con vosotros: pero sois tontos, y sin embargo no puedo quitarme de la cabeza que la verdad es la única forma de libertad a nuestro alcance. Los fascistas mienten a sabiendas, creyendo servir sus fines. Como los comunistas. (Volvió la cabeza para asegurarse de que Clemencia no oía.) Acaban por creer lo que dice su propia propaganda. ¡He visto tantos seguros de lo que dicen o de lo que escriben porque lo dijeron o escribieron ellos mismos! No porque fuera verdad, sino sencillamente porque les susurraron que lo hicieran. 51
–Que no te oiga Clemencia.
–Tanto da.
Clemencia pertenecía al partido comunista desde antes de la guerra.
–Si lo que buscas es la verdad, no creo que la guerra te sirva de gran cosa.
–Las noticias, desde luego, no. La guerra en sí, es otra cosa. Te ves como nunca te habías visto.
–¿Y a los demás? –preguntó con su habitual mala intención el médico cojuelo.
–El mundo es como lo pienso, porque también soy mundo. Si el mundo permite que lo piense como lo pienso, es como lo pienso, por disparatado que lo piense. Quiero creer en mi libertad. Pero lo único libre que tiene la libertad es mi imaginación.
–La imaginación no tiene nada que ver con la libertad. Hasta te diría que es su contrario. Porque, para colmo, puede uno figurarse que es libre.
–Libres, solo los vencedores.
–Pues estás aviado.
–Ya veremos.
Salió la mujer de la casa.
–¿No vais con los otros?
–No.
–Pues yo tengo reunión.
–¿Cuándo no? ¿Y Dalmases?
–Durmiendo.
A pesar de su terrible cansancio, tal vez por él, Vicente no concilia el sueño sino tarde y mal. Solo consigue, al principio, dar algún descanso a sus ojos. La fatiga puede más que el amodorramiento. La ansiedad de pensar que vería a Asunción al día siguiente le lleva a todas partes menos al descanso.
Templado y Ferrís vuelven del pueblo. Fueron por andar. Algo de luna, borrada a menudo por nubes, les basta para otear y seguir el camino. En una taberna dan con vino, agrio, pero vino, y no poco.
–Cuando se está borracho se puede decir todo –perora Paco–. La cuestión es que estoy borracho y no tengo nada que decir. Etwas mehr? 52Es curioso: cuando estoy borracho me da –y a otros que conozco– por hablar en extranjero. Wohin gehst du? 53A ninguna parte. He llegado a la estación de término. De aquí no puedo pasar. Terminus , dicen los franceses. Aquí se acaba la vía, avec deux tampons . 54Dos discos de acero gris, pintados de rojo y puestos en una viga. No hay más allá. Lo que me gusta, cuando estoy borracho, es mirarme en un espejo. Me encuentro otro, con otro. ¿Ese soy yo? No hay duda. Soy yo. Tengo una cara extraña. ¿Cómo es posible que ese sea yo? ¿Quién me asegura que sea yo? ¡Qué ojos! ¡Qué extraña nariz! Tampoco, por ahí, se puede ir más allá... También podría resultar que no fuera yo. Sería más divertido... ¿Cómo es uno por dentro? Los músculos, la sangre. ¿Lo sabes tú, médico? Un grano. Este señor, que soy yo, tiene un grano en la mejilla derecha, no: en la izquierda... Estoy borracho, ¡qué bien!, da gusto. La verdad es que el emborracharse es agradable. Vuela uno. El mundo se ensancha y se pisan alfombras por todas partes. Puedo decir: Alfonso es un cabrón. Y es verdad. O Gustavo es un tacaño. Lo cual también es cierto. Pero la cuestión es que me van a matar. A matar como a un perro. Y no me importa. La verdad es esa: borracho, no me importa. Pero despierto, sí. Lo difícil es estar siempre hecho un cuero.
–¿Siempre te estás dando importancia? ¿O pagaste algo por nacer? Pura casualidad, y fuiste. ¿Y eso tienes que cdefender? Mírate bien, ya que te gusta. Igual que un pollo o una col; estos, a veces, deben su vida a la decisión de seres que los necesitaban: fueron plantados.
–¿Crees que nosotros también?
–No lo creo; se sabría.
–¿Crees que las coles saben que fueron plantadas?
–Habría que preguntárselo.
–Te aseguro que no lo saben.
–¿De qué poder usas para saberlo?
–Esto nos llevaría a suponer que a nosotros también nos plantan. Es decir, dar la razón a los católicos o a otros de la misma ralea.
Templado calló un momento:
–Bueno, vamos a considerarlo de otra manera: pura casualidad, sin más. ¿Qué importa entonces la vida?
–Será la tuya.
–Sí, desde luego, la mía. Y la de los demás.
–¿Entonces? ¿Por qué quieres que sea de una manera y no de otra? ¿Por qué has luchado? ¿Por qué estamos aquí?
–Como hay una razón es evidente que no sabes lo que dices.
–Lo que queréis es, sencillamente, privar al hombre de su historia. No me refiero a vuestros cortes en ella o a su enfoque –cada quien hace lo que puede– sino que de veras queréis plantar al hombre en el mundo como si no tuviera pasado, como si no hiciera sombra, como si lo que existe fuese lo único que existiera.
–A ti lo que te importa es tu sombra. Mírala, te la regala la luna. Dentro de un momento ya no la tendrás, por las nubes.
Trastabilla Ferrís. Se detiene.
–Hasta se te enredan los pies en ella.
Se embravece:
–Hago lo que me da la gana.
–Creo que no. Eso es precisamente lo que no haces. Eres de esos para quienes lo que cuenta es la memoria.
–El hombre es su memoria. ¿Te figuras un mundo sin memoria? No. La memoria es la base de la humanidad. Recordar, si se piensa un momento, es monstruoso: es la muerte –lo muerto, lo pasado– que determina en todo momento la vida. Entonces, ¿por qué me echas en cara mi pasión de inmortalidad?, lo más puro del hombre, su razón más firme. 55
–Te lo figuras. Eres lo que haces; en cuanto a las razones, es cuenta tuya: la cuenta que te haces; lo que cuenta es lo que eres. Ni siquiera el vino que trasegaste, sino el efecto que te hace.
–¿Eso lo dice un forense?
–No lo soy: lo olvido todo, embotado el entendimiento.
–Un botarate.
–Servidor. Pero si, de verdad, crees en el tiempo –ese descubrimiento de ayer–, no podrás vivir: te abrumará. Solo te quedaría un remedio: irte lo más pronto posible al otro lado, avergonzado de lo que no has hecho.
–O de lo que voy a hacer.
Se para a mear.
–A lo mejor te hago caso.
Embragueta.
–Mira, solo hay dos maneras de escribir: desnudarse –destacar, se dice– o emperifollarse. El escritor –el angustiado– intenta echar de sí cuanto le puede hacer aparecer vestido. Cuanto más desnudo, mejor. Hay otra manera –tan ilustre– que requiere toda clase de adornos y abalorios. La historia manda y hay –como no puede menos de ser– épocas de confusión en que creyendo desnudarse, y aun echar las tripas, el artista no hace más que enredarse en telas de araña. Añade, médico, que uno puede desnudarse pero que es imposible hacerlo con los demás. Para pintar a otros se tiene que recurrir a lo que les recubre; aunque sea la piel.
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