Max Aub - Campo de los almendros

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El Laberinto Mágico de Max Aub nace y se desarrolla, como habrá tenido la ocasión de comprobar el lector de los anteriores Campos, bajo el doble signo de la fragmentación y de la totalidad, de lo que siendo parte en apariencia autónoma está destinado a conjuntarse en un todo unitario. El Laberinto Mágico, inmerso en un continuo proceso de investigación de la realidad, va presentando sus resultados a través del tamiz de la transposición literaria. Y lo hace de manera escalonada, sin descanso, con la fijación de quien necesita, palabra tras palabra, novela tras novela, Campo tras Campo, alcanzar a todo trance una meta omnicomprensiva.

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Solían reunirse los jóvenes en el estudio de Dionisio, tendido de seda negra, atravesado por un biombo filipino, dos camas turcas, alfombras persas, mesas bajas, dizque chinas y un piano en el que Blas tocaba, como Dios le daba a entender, algunas piezas de Debussy y Ravel. Ferrís, que era negado para la música, mostró entusiasmo por la Pavana y La catedral sumergida . Dionisio solía vestirse con un precioso kimono negro bordado con flores brillantes, doradas, rosas y verdes, que había sustraído a su madre. Contra lo que pudiera suponerse eran sobrios, dejando aparte el sudamericano que solía emborracharse, a solas, en su casa, cada noche con tal de no oír a su mujer, por no hablar de su gusto natural por el whisky.

Los primeros escarceos amorosos de Paco Ferrís fueron con una criada de sus tíos, sin mayores dificultades; debido al dinero no hubo favor que no tuviese, aunque bajo, su precio. No pasaron de roces, masturbaciones entre los pechos de la doméstica, que los tenía abundantes, y tentarrujeos repetidos. Así descubrió el hombrecillo cosas insospechadas. Por ejemplo: la menstruación de la que no tenía cabal idea y que le produjo auténtica repugnancia debido, entre otras cosas, al poco cuidado de la Rosario que se contentaba con llevar, esos días luneros, unas enaguas de tela de saco que lavaba con frecuencia. Ni qué decir tiene que de coito ni se hablaba ya que quedaba, para la moza, reservado para uno de su pueblo el día que coyundeara. Paco llegó a preguntarse, en serio, si le gustaban las mujeres. Dionisio le dio a leer algunos relatos eróticos que le produjeron mayor confusión.

Publicó por entonces el doctor Marañón su Evolución de la sexualidad y los estados intersexuales que pasaron a ser la Biblia del pintor, que tenía nociones de Sade, Gide y algunos surrealistas. 42

–Si todos tenemos dos sexos, más o menos desarrollados, no veo por qué constreñirnos a uno solo. Es una aberración. De ahí la superioridad de los griegos. No seas tonto. Un hombre bien vale una mujer y el tacto, bien amaestrado, se satisface tanto con uno como con otro. La inversión – ¿qué tal sonaría esta palabrita a nuestros padres?– es absolutamente natural. No es vicio. Viciosos o viciosas, como quieras llamarlo, solo pueden serlo las mujeres. Es el único remedio que les queda aun a las más inteligentes, como lo ha visto muy bien Marañón: o se quedan bobas con la maternidad, o imbéciles e insatisfechas con la infecundidad. Que el homosexualismo está mal visto no es más que la prueba de que la humanidad es incapaz, desde hace siglos, de dar un paso adelante. Si no por la misma razón debieran perseguir a los calvos o a los zurdos.

–Yo soy zurdo –dijo Paco, sonriendo.

–Comprendes, lo que cambia es la forma, en el fondo todo sigue igual desde el principio de los principios. Siempre hubo hombres, mujeres, hombres-mujeres, mujeres-hombres: imbéciles, inteligentes, imbéciles-inteligentes, inteligentes-imbéciles. Tú y yo nos vamos a entender muy bien.

–Nos entendemos muy bien: es decir, hasta cierto punto, del que no se puede pasar.

–Ya veremos –dijo Dionisio.

Lo intentó. A Paco Ferrís no le produjo ninguna impresión. Blas sintió unos celos feroces. Paco le miró con sorpresa:

–Si le da gusto, ¿a mí que más me da?

–Pero tú... –le gritó descompuesto el afeminado.

–¿Yo? A mí no me interesa.

Surgió Clemencia, ya en Madrid; que Paco decidió estudiar Filosofía y Letras, cosa que no podía hacer en Valencia. Dionisio le dio cartas para varios amigos suyos, pintores en su mayoría. A Paco Ferrís le hicieron poca gracia y ligó más a gusto con algunos escritores que se solían reunir en la Granja del Henar: Sénder, Sánchez Ventura, Díaz Fernández, Arderiús. 43Allí conoció a Clemencia Velasco. Grande, gorda, fea, joven, como es natural en total ruptura de bando con su familia palentina. Le gustaba montar a caballo, la esgrima, escribir versos al estilo popular de Gil Vicente según la forma –que en otros venía a fórmula– en que lo hacían García Lorca y Rafael Alberti. «No es mala del todo», decían sus mejores amigos. Publicaba aquí y allá sus cancioncillas. Diose cuenta rápidamente de la situación (Paco trajo a la reunión a un joven pintor, Santiago Marco, que todos sabían invertido) y decidió obrar con la prisa que las circunstancias reclamaban, por lo menos para ella.

Tenía algún dinero que, a la fuerza de la ley, siendo medio huérfana, le enviaba su familia. Poco, pero suficiente para vivir en un pisillo de la calle de Velázquez –que había sido parte de la portería–, que no arreglaba de ninguna manera porque entre otras cosas no le importaba demasiado la limpieza ni la buena vida.

–Sí, cómo no, engordo como una vaca.

Se había acostumbrado a tomar solo cafés con leche; eso sí, a todas horas. Lo que le gustaba era Paco, por inteligente, chiquito, grácil.

–Tamarrizquito, ven aquí –le decía.

Un sofá, una mesa coja, dos sillas, un armario que nunca pudo cerrarse del todo, una palangana en un tocador con laja de mármol blanco bien rota en medio, formaban su mobiliario. Tres platos, dos vasos y otras tantas, o tan pocas, cacerolas; un cazo, unas botellas, en la cocina, y dos trapos cochinos que hacían juego con un par de toallas; era todo.

Su ajuar se componía de tres trajes y dos pares de zapatos. Muchos libros –en francés, en inglés– por todas partes y párese de contar porque la alfombra hacía tiempo que había dejado de merecer su nombre, desflecada y con agujeros que dejaban al descubierto unas duelas en las que sobresalían carcomidos nudos de las más diversas formas.

Clemencia atrajo a Paco sin complicaciones ni contemplaciones y el joven escritor vio de pronto el cielo abierto –es una imagen–, un poco en forma de avalancha, de golfo, de prado de altas hierbas. Clemencia fue madre, amante, esposa, hija, tía, sobrina, madrina, cocinera –mala, pero cocinera–. Lo envolvió en algodones y hasta aprendió a hacer huevos fritos como le gustaban al mancebo: muy hechos.

La guerra los llevó de la mano a la Alianza de Intelectuales Antifascistas. 44De ahí pasó Paco Ferrís a la 11.ª división, con Herrera Petere y su mujer –una niña rubia, preciosa–, Juan Paredes, Miguel Hernández, Martínez de León, el dibujante de toros, tan chirigotero. Hacían, entre todos, el periódico de la división. 45Se reunían en una casa de la calle de Lista –frente al edificio que albergaba la jefatura del V Cuerpo de Ejército, mandado por Modesto–. 46Los cuarteles estaban en la Ciudad Lineal. 47Por ahí aparecían, de cuando en cuando, Rafael Alberti y María Teresa León, su mujer, que hacían teatro en el de la Zarzuela.

A principios de 1938, la 11.ª pasó a Cataluña; no Paco Ferrís, por entonces enfermo de pulmonía. Fueron algunos a despedirse de él en el hospital con un cordial y rutinario:

–No tardes.

Ninguno pensaba que no se volverían a ver. Los «nacionales», el cuerpo de ejército legionario que mandaba el general Gambara, alcanzaron el 7 de abril el vértice Tornell desde el que divisaron al Mediterráneo, donde llegaron el 15. Quedó España más partida. 48Ese mismo día sacó Clemencia a Ferrís del hospital y se lo llevó a su cuchitril. Un mes después lo destinaron al Comisariado del Ejército de Levante. Así fue Ferrís a parar a Náquera, a las órdenes de Carranque, comisario político y ayudante de Ortega, Comisario General del Ejército. Clemencia se le reunió a los dos días; no se fiaba de nada ni de nadie. La vida era tranquila, la comida suficiente, el tiempo espléndido. Ferrís se repuso totalmente y pensó en empezar a escribir una novela.

Una mañana de noviembre de 1938 se presentó su tío, Gonzalo Muñoz. Encontró la casa, se quedó sorprendido al ver a Clemencia, a la que confundió con una posible sirvienta. La mujer se dio cuenta, le dio cuerda, más o menos divertida.

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