Cuando llamaron a su quinta se presentó en la Caja de Recluta correspondiente; a su sorpresa, le dieron por inútil total: «por tracoma.» 34Su tía Manuela, hermana de su padre, se asustó; fueron a ver a un oculista:
–No, nada en absoluto. ¡Qué barbaridad! ¿Quién le ha dicho eso?
–Pues, mire.
–Muchacho, ¡menuda suerte!, hay quien pagaría montones de dinero por tener uno igual.
Rafael no supo qué hacer.
–No seas tonto, aprovéchate –le dijo su tía.
Lo hizo solo a medias, más por la novia que por otra cosa. Se puso a corregir pruebas de El Mono Azul , 35que todo lo que fuera letra le interesaba. Hacía versos, que no enseñaba a nadie, con bastante sentido común para saber que eran malos. Sin embargo, publicó algún que otro romancillo, escondido en la cuarta plana.
–Inútil total...
–¡Bah! –dijo el médico–. Entre mis compañeros, bueno, eso de compañeros es un decir, hubo, había, hay muchos saboteadores. Nunca salieron tantos inútiles como entonces.
–¡Pero, tracoma!
–Ve a saber. Lo más probable es que te confundieran con otro.
–¿Usted cree?
–Claro. Al fin y al cabo, Rafael Saavedra no es llamarse Margarita Nelken. 36¿Saavedra? A lo mejor te creyeron hijo de un ortopedista de la calle de la Montera, que conozco. No que fuera carca del todo, pero tiene un hijo de tu edad.
–¿Y se llama Rafael?
–No lo sé. Pero puede ser. Andará por el frente y su padre cagando puñetas acerca de lo informales que pudieron ser algunos amigos suyos, médicos de la Caja en la que te presentaste.) 37
Madrileño –por equivocación– de un mes; hace veinticinco años, doña Mariana Rodríguez de Ferrís se empeñó en acompañar a su legítimo, fabricante de calzado, de Almansa, en busca del arreglo de un asunto bancario de cierta importancia. Ninguno de sus partos anteriores –seis– había fallado en cuanto a la fecha, aunque sí al sexo, que todas fueron hembras. Sea por lo que fuera – alumbramiento tal vez prematuro– la criatura nació escuálida, calidad, si lo es, que no perdió en todos los años de su vida enfermiza sin que los médicos acertaran nunca a definir las razones de su evidente debilidad. Paco –por su padrino, alcalde de la ciudad– trajo siempre mal color, haciendo temer algún asalto repentino a su quebrada salud que todas las mujeres de su familia reputaban, por adelantado, mortal de necesidad. Mariana, Ángela, María, Carmen, Julia y Adriana, sus hermanas, formaban una valla infranqueable para las posibles corrientes de aire, los microbios, el frío y el calor. Paco Ferrís no tuvo, hasta los diez años, más horizontes que faldas. Su educación fue –como puede suponerse– casera; ¿quién iba a atreverse a sugerir que se le enviara a un colegio? Confiado a doña Josefa Angulo, ancha «maestra nacional» que cuidó mucho, ante las instancias de los progenitores de no «cargarle las meninges» lo que hubiera sido difícil dadas las limitadas dotes de la profesora en quien lo más visible era una dentadura postiza, casi toda de oro, en la que invirtió el caudal de la menguada herencia de sus progenitores, merceros de poco. Así le llegó al jovenzuelo la edad del bachillerato, con sus consiguientes problemas.
–Que estudie «libre». (Es decir, en casa.)
–Y que se examine en Murcia. (Que tenía la reputación de manga ancha.)
–Sí, «libre», pero en los Salesianos, como externo.
–¡Estás loco, Julio! ¿Cómo vamos a dejar que salga el chico de casa? Se perdería. No tienes corazón. Quieres matarme.
Don Julio Ferrís tenía corazón, y grande, aunque no le sirviera para gran cosa.
La única que estaba de acuerdo en que su hermano saliera de la casa era Adriana, que se las prometía felices de benjamina.
Don Claudio Moreno, el médico de la familia –alto, calvo, bigotón, cuello de celuloide, tan gran fumador como chamelista–, no daba opinión, partidario como lo era de que «la naturaleza es la mejor medicina». Don Santiago Abascal, competidor comercial y amigo, fue tajante:
–Dejen al chico; que vea mundo. Si no, el día de mañana, ¿cómo va a manejar la fábrica?
El padrino había muerto, de apoplejía; la madrina había sido doña Mariana. A su director espiritual, don José López Becerra, no muy bien visto de la familia por su abolengo liberal, le tenía sin cuidado:
–Todo tiene su lado bueno y su lado malo –dictaminaba.
–¿Tú qué prefieres? –se le ocurrió preguntarle la hermana mayor, que era práctica y ya empezaba a llevar el peso de la casa.
–¿Yo? –respondió estupefacto el niño, al que nunca pedían parecer–. ¿Yo? No sé.
Con tal que le dejaran jugar con las muñecas de sus hermanas, sus soldados de plomo y libros de estampas lo demás no contaba. Le gustaba quedarse quieto.
–Este va a salir romancero –decía Feli, la criada de más edad–. Déjenlo que vea algo más que las enaguas de todas vosotras, pobrecito mío.
Aunque parezca mentira, el criterio criaderil se impuso y el niño fue a los Salesianos. Abrió los ojos y no entendió nada. Fue pésimo estudiante. Nadie le pidió cuenta de sus suspensos, como no fuera él mismo. Luego fue aprobando, dándose cuenta de que si se empezaba podía aprender sin dificultad, como no fueran las matemáticas que le repelían porque sí.
Mejoró su salud; aunque siguió pequeño, seco y enjuto dio en ocuparse de su aspecto, sobre todo de su pelo que tenía abundante y ondulado. Amigos no tuvo, conocidos pocos, y la pubertad, como es de suponer con estos antecedentes, le cogió desprevenido.
La natural endeblez, su aspecto doliente, su falta de fuerzas –la gimnasia le fue perdonada–, su apartamiento de los juegos violentos, su gusto por la literatura, le hicieron pronto blanco de las burlas de los más musculosos. No faltaron motes denigrantes ni profesor que se interesara por él. El alias de Mariconcete llegó a oídos de su padre.
–¿Sabes cómo te llaman?
–Sí.
–¿Y?
–No me importa.
–¿Cómo que no te importa?
–Todos son unos imbéciles. Este es el problema, papá. No es que haya mucha gente sino muchos idiotas. Cada día más.
El buen señor se quedó sin habla. Cuando se recobró:
–Pero, a ti, ¿no te gustan las mujeres? (Paco Ferrís había cumplido los dieciséis años.)
–¡Cómo no! Si no he visto otra cosa en casa...
–No te lo pregunto en este sentido.
–¿En cuál pues?
–En el natural.
–No me parece una conversación para un padre y un hijo.
Don Julián miró a su retoño con la boca entreabierta y salió de su despacho.
–Me preocupa el chico –dijo a su cónyuge.
–¿Por qué?
–No nos haya salido rana.
–¿Qué quieres decir?
–Nada.
–Tú siempre preferiste a las chicas.
–Esas, por lo menos no presentan problemas.
–¡Cómo se ve que no las tienes que soportar!
Ya se habían casado la segunda y la tercera. La mayor parecía llamada a vestir santos.
–¡De todo ha de haber! –se consolaba, muy a medias, la buena señora.
–Sí, pero de eso no.
–No lo entiendo, Julio.
–Ni falta que hace.
–A grosero no te gana nadie.
Don Julio hizo partícipe de sus congojas al médico.
–Deje, deje que obre la naturaleza –concluyó don Claudio.
–¿Y si lo hace en sentido contrario?
–Mire, don Julio, si así fuera, tampoco contra eso se puede hacer nada.
–Entonces, ¿qué? ¿Le parece a usted justo que uno se esfuerce toda la vida, que trabaje como un negro durante treinta o cuarenta años, que le haga uno siete hijos a su mujer, que levante un negocio más o menos boyante para que, al fin y al cabo, me salga rana mi único hijo, mi sucesor natural?
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