Max Aub - Campo de los almendros

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El Laberinto Mágico de Max Aub nace y se desarrolla, como habrá tenido la ocasión de comprobar el lector de los anteriores Campos, bajo el doble signo de la fragmentación y de la totalidad, de lo que siendo parte en apariencia autónoma está destinado a conjuntarse en un todo unitario. El Laberinto Mágico, inmerso en un continuo proceso de investigación de la realidad, va presentando sus resultados a través del tamiz de la transposición literaria. Y lo hace de manera escalonada, sin descanso, con la fijación de quien necesita, palabra tras palabra, novela tras novela, Campo tras Campo, alcanzar a todo trance una meta omnicomprensiva.

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Vicente mira a Paco Ferrís sin querer adivinar lo que le lleva a esos extremos.

–Prefiero a los anarquistas. Los he visto perdonar asesinatos, robos, estafas, deserciones por el solo hecho de pertenecer a un grupo.

–Pues no hay más que escoger.

–Sí lo hay: aceptar las inconformidades, los cambios, los titubeos, los vaivenes, el volver atrás, las dudas.

–¿Quién no las tiene? –dice Templado.

–Pero las calláis.

–No.

–Olvidaba que eres perito mercantil.

Lo dijo con ganas de herir. Lo consiguió:

–Tienes razón.

Vicente deja pasar unos segundos para preguntarle:

–¿A esto llamas amistad?

–Nunca estuvo reñida con la mala leche. Y, a propósito, lee lo último que escribí para Adelante 31y que no llegó a publicarse.

–¿Por qué?

–Porque lo escribí el 5 y el 6 ya no salió el periódico. 32Te advierto que no hay una línea que no suscriba de verdad.

–Entonces, ¿por qué no firmabas con tu nombre y apellido?

–Los guardo para otras cosas.

–¿Hiciste alguna estos años?

–Notas, apuntes. Tal vez algún día te los enseñe. Pero para que veas que todavía sé escribir, lee esto.

–¿Pero viene o no viene esta cena? –clama Templado.

–Un momento –pide Clemencia.

Se mete a la cocina para dejar que Vicente tenga tiempo de leer el texto de Paco. Sabe lo que le importa a su amante.

Dicen: «la historia le juzgará», como si nosotros no fuésemos historia o el futuro valiese más que el pasado o el presente. Alguien me ha contado alguna vez aquella madrugada bilbaína en que dijo: «De no despertarme mañana Presidente del Consejo, no me interesa nada.» En aquella época, era una fantasía de la imaginación. Algunos años después pudo serlo y se negó. ¿Por comodidad, rehuir de responsabilidades, inseguridad en sí mismo?

Como tantos, creció, se hizo y acostumbró en la oposición. Orador, prefirió atacar el poder a defenderlo; hombre de partido, pocas veces gozó de la mayoría de los votos de sus correligionarios y, si los tuvo, buscó triquiñuelas para no coincidir con sus compañeros de directiva; jamás se entendió con Largo Caballero ni con Besteiro, amigo de soluciones personales buenas para él con tal de que no fueran compartidas por otros que podían ofrecerlas distintas.

Opositor por nacimiento, periodista por gusto de llevar la contraria, moviéndose como anguila en barro entre chismes, dimes y diretes, llevando sus simpatías y diferencias a categoría superior, dándoles una importancia que no tenían, hinchaba perros, él, tan obeso. Con visión clara de la realidad nunca procuró enfrentarse decididamente a ella más que palabreando. Gracioso, ocurrente, de inteligencia aguda, perspicaz, honrado hasta donde puede serlo un político profesional, amigo de los entresijos del poder, que le sorbía el seso, de gran memoria como lo son indefectiblemente todos los que andan en eso y aficionados de verdad a la cosa pública; mangoneó durante más tiempo que nadie la política española republicana.

–¿Qué dirá Prieto?

–¿Qué hará Prieto?

No se hacía nada sin Prieto y Prieto no hacía ni dejaba hacer. ¿Con tal de molestar? No, sencillamente porque no se hacía o dejaba de hacer lo que él no quería –o quería de otra manera– llevar a cabo. Siempre dijo que no, príncipe de distingos.

Para toda una vida dedicada a la política, los nuevos ministerios de Madrid, el proyecto de unión de las estaciones de ferrocarril, más parecen obra de alcalde que de ministro.

Su influencia fue personal –extraordinariamente simpático, ocurrente–; su fuerza, la palabra –oral y escrita–; en ella quedó, buena para el escritor que no fue, mala para un político. Sus inquinas de campanario, sus previsiones justas –todas resonantes– le impidieron tener un norte al que se sacrificara; sus odios personales, enardecidos por su agudeza, le llevaron a extremos lamentables para el pueblo que siempre esperó de él tanto o más que de nadie.

Defraudó a todos, menos con la lengua. No usurpó: frustró, inutilizó, dejando sin resultado monumentos y renombres que había contribuido a construir. Teniendo tantas cosas en la mano las dejaba caer al final por desidia, cansancio o, tal vez, por haberse dado cuenta de que sirvió para poco pudiendo haber sido tanto, refugiado en sus recuerdos de juventud.

Sabiéndose superior –lo fue durante años–, gozne sobre el que giró durante unos lustros la política española, se desperdició y a los demás: vivirá los años suficientes para quedarse solo, mirar hacia atrás, y no remorderle la conciencia.

Gran gustador de zarzuelas y de toda clase de alimentos, gordo, ojos de buey, oportuno en réplica, cazurro, dañó con su clarividencia, aplicado más a su gusto personal que al servicio público, no a su medro. Le perdió, como a tantos, el desprecio. Profundamente burgués, hijo de su siglo y no, como quería, de su etiqueta socialista. En esta diferencia entre su marbete y su verdadero pensamiento radicó parte de su impotencia, empeñándose en lo contrario. Díjose disciplinado para centrar las discordias de los demás capitostes de su partido. Así vino a reñir con todos los sobresalientes, más si crecidos a su sombra.

Quien tonto o envidioso hace daño, puede, naturalmente, ganar el olvido. Prieto, que oye gemir el viento en las Antípodas, quedará durante algún tiempo en el de las memorias como uno de los políticos españoles más funestos de nuestro tiempo. 33

–¿Qué te parece?

–Bien. Pero ¿a qué viene esto ahora?

–Viniendo de Madrid, ¿lo preguntas?

–Precisamente por eso. No porque Prieto no se merezca eso y más. Lo que te sabe mal es que no se haya publicado no por lo que dice sino por el cómo. Y no creo que se trate de un capítulo de novela.

–Ve a saber.

Clemencia sale con unos huevos fritos.

–Ya era hora –suspira Julián Templado, ya sentado en la mesa.

–¿Tú lo has leído? –pregunta al médico–. ¿Qué te pareció?

–Bien.

Solo le echó la vista por encima, pero no quiere discutir sino comer.

–Tú no te muevas –le dice Clemencia a Vicente–. Ahora te traigo más agua caliente.

–¿Y ese muchacho que estaba contigo ahí afuera? –pregunta Vicente.

–Volvió a Valencia. Viene todos los días. Bueno, venía. Le traía las pruebas del periódico al coronel de la Iglesia, que era, hasta la semana pasada, jefe del Estado Mayor.

–A lo mejor conoce a Asunción.

–Pues sí –dice Clemencia–. No se me ocurrió. A veces parece una tonta...

–¿Cómo se llama?

–Rafael, no sé qué.

–Rafael Saavedra.

–Es un chico estupendo.

–Me ha estado contando cómo se libró de ir a filas.

–¿No está?

–Sí, y no. Le dieron por inútil total. Por eso trabaja en el periódico.

Templado hace una pausa, no solo para masticar:

–Trabajaba.

–Entonces, ¿a qué viene?

–A ver a los amigos.

–¿No hace nada?

–Oír la radio de Burgos, a la hora de los partes, por encargo del Partido –dice Clemencia–. Es la única manera de enterarse de lo que pasa.

–¿Y qué pasa?

–Nada.

(El 19 de Julio de 1936, Rafael Saavedra cumplió dieciocho aaños. En la Central de Milicias, bastó su carnet de la FUE. Le dieron un brazalete, un fusil, sin municiones, y le mandaron vigilar el paso a nivel del camino del Grao.

Vivía en casa de su tía, en la calle de Caballeros. Era una costumbre: pasar la Feria en Valencia, antes de ir a reunirse con sus padres, en Zarauz, en agosto. Quiso volver a Madrid la noche misma de la sublevación, pero no hubo trenes: la guarnición de Albacete se había sublevado. Solo pudo hacerlo los primeros días de agosto. Madrid, ardido, le dejó estupefacto y entusiasmado.

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