La carretera, ni ancha ni buena, ni siquiera lo es de verdad, porque no lleva, hacia la derecha, a ninguna parte; ahí acaba. Por el otro lado, baja al pueblo.
Todo huele, ligera pero continuamente, a tomillo, romero, mejorana, cantueso; olor de laderas. Luego, pinos –cuya emanación se mezcla con la de las matas–. Este mes de marzo, como casi todos, ha sido muy variable: ha llovido –charcos y barro–, pero también ha lucido el sol, levantando más los olores. Náquera dio siempre, en medio de la guerra, una gran sensación de paz que, ahora, entre la paz y la guerra, se ha convertido en un oscuro sentimiento de inquietud.
A lo lejos, algunos naranjos sienten asomarse sus primeros botones de azahar; los algarrobos y sobre todo las higueras se preparan para dar lo suyo como en ninguna parte. Ya hay flores que crecen –en marzo– en lo inculto: campanillas rayadas, malvavisco, jaras; otras que parecen brezo y dicen que no es, llantenes, tréboles, verónicas, matas de lentiscos, duros palmitos, espejos y peines de Venus. Más allá, la pinada de Serra.
La tierra, cuando se la abre, es roja con mil pálidos cantos rodados. También hay mármol negro que asoma de cuando en cuando sus archipiélagos limados por centenares de años. 2
El ancho corredor desemboca en el corral; para llegar a él hay que bajar seis escalones. A la derecha está la sala; a la izquierda, el comedor; a su lado, la amplia cocina con sus baldosas rojas, oscuras; el zócalo es de azulejos, blancos, amarillos, azules –del cercano Manises–; algunos baldosines del pavimento están rotos, descubren un polvo grasiento; pocos trebejos: un par de cacerolas, un cazo, algunas vasijas de barro, brillantes; media docena de vasos desaparejados; unos platos; en la escurridera, una jofaina; los grifos, sucios. Todo da sensación de abandono. Una mesa de madera de pino tiene manchas oscuras; un banco, a lo largo de la mesa, adosado a la pared. Enfrente, tres sillas, con asiento y respaldo de esparto; la tomiza, gastada, sucia de tiempo.
En lo que fuera comedor, quedan dos retratos de los dueños de la casa, o de sus padres, cuando se casaron, hace muchos años; él, con bigote y barba; ella, con moño alto y mangas de jamón; la cintura muy encorsetada, estrechísima. Los marcos son de ébano, anchos y sencillos. En medio, una mesa hecha de un tablero y unos burros improvisados. En otra pared, una vieja litografía de Los fusilamientos del dos de mayo , de Goya, 3con anchos bordes amarillentos, encuadrada de media caña negra.
–Sí, es mucho más fácil vivir durante la guerra; porque uno –miles– saben lo que quieren. Despiertas y te duermes con un interés (aunque solo sea el del parte oficial). Todo tiene otro color y las horas un sentido. Antes, ¿qué eras tú? Cualquier cosa, perdona o no perdona. ¿La Universidad? ¿Y qué? No. Un fin, y tampoco un fin remoto, ni la salvación del alma. Ahora algo se juega por ti, cada día en que andas metido, algo que te empuja, que te levanta: la posibilidad de perder, ¿comprendes? Ahí está el quid. Te has metido en algo y puedes despeñarte en la pérdida. Todo el gusto del juego está en la ruina, en la amenaza. Si hubiésemos tenido la certeza de ganar, entiéndeme, la certeza absoluta de ganar , ¿qué ganaríamos? Nada. Y de perdidos, al río. Uno se muere, y ya. Los políticos no pueden pensar así, ni los generales en jefe, supongo; aunque un general en jefe que pensara así sería algo serio. ¿Qué hacías tú cuando no había guerra? Ni siquiera te acuerdas. Era el limbo. Si ganamos, seguirá la guerra. Y si perdemos, también. Por lo menos así lo pensamos y eso nos empuja y mantiene. ¿O no? Esto es vivir, lo otro era vegetar. A menos de tomar la paz como la guerra. Y el amor. La santa paz del matrimonio. ¡Al demonio! ¿Qué se gana con eso? Quedan las queridas, pero son recursos idiotas porque los casados que tienen queridas, dos veces casados; y los que tienen una querida, como si estuviesen casados. ¿Tú no estás enamorado?
–Sí –le contesta Rafael Saavedra.
–¿Novia?
No contesta, se le contraen los rasgos de su cara niña.
–¿Pero te la has tirado?
–No –responde con rencor, y no solo porque Templado es de mediana edad.
–¿Cuántos años tienes?
–Veinte. Veintiuno –rectifica.
–Claro.
–¿Por qué claro?
–No sé. Supongo que muchos de tu edad creen haber vivido más que tú. La guerra da mujeres y las mujeres son la edad del hombre.
Rafael calla, le duele horriblemente lo que le dice aquel hombre. Tal vez es verdad; pero para él, no, y tenía a Alicia, sobre todo sus ojos, continuamente presentes, a todas horas; sus ojos azules estriados de verde. Además, aquel hombre mentía. Mentía a sabiendas (a sabiendas de él, Rafael). Porque, ¿dónde estaban todas esas mujeres?: ni siquiera las había visto desde que llegó al frente. Eso sería en las ciudades. Pero tampoco. Cuenca no es Madrid ni Barcelona, pero sí una ciudad bastante grande y a él, ¿qué mujeres se le habían ofrecido? Posiblemente en las capitales, pero debían de ser mujeres de la calle. Y se había jurado no acostarse nunca con una de esas. Le da asco. Pensar que otro hombre la abrazaría después que él...
–¿Qué estudiabas?
–Derecho.
–¿Qué te falta o te faltaba?
–Dos años.
–¿Y tienes ganas de acabar la carrera?
Ve que se lo pregunta en guasa; no contesta. Tiene la orden, como todos, del general Menéndez, de no moverse. Va y viene porque buscan a los comunistas para meterlos en la cárcel. ¿Quién sabe que lo es? Ni siquiera aparenta su edad. El gobierno de Negrín ha desaparecido. El general Miaja manda ahora en Madrid, a las órdenes del coronel Casado. 4
–¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado en Madrid?
–¿Usted lo sabe?
–Hasta cierto punto, como se sabe todo.
–¿Y qué?
–Nada; que ganaron los moros, porque eran más.
Julián Templado no tiene ganas de contarle nada a aquel chiquilicuatre. Llegado a Valencia, de Madrid, hace cuatro días, 5ha venido a Náquera porque es amigo de Federico de la Iglesia 6y allí no puede pasarle nada ni faltará condumio.
Evacuados los heridos del contraataque del 9 de marzo, en Rosales, fue González el que le dijo que se fuera.
–Esto no tiene solución.
–¿Y dónde voy?
–Vete a Cuenca, habla con Monzón, el gobernador. (Si es que lo sigue siendo, piensa.) Un tipo estupendo.
No sabe el jefe de la VII división que Monzón ya está en Orán, camino de Marsella, acompañando a Pasionaria , siguiendo los consejos de Ercoli. 7
Cuando Templado llegó a Cuenca encontró la ciudad en manos de los casadistas y, en medio de un barullo espantoso, ya algunos fascistas por la calle. La provincia siempre había sido reaccionaria y durante la guerra pueblos serranos enteros se pasaron al enemigo. Hasta que el gobernador, comunista, le puso término provocándoles a irse, facilitándoles camiones, que los llevaron a las cárceles de Valencia. Ahora los «nacionales» van y vienen por la ciudad, muy quitados de la pena, susurrando:
–Es cuestión de horas.
Lo fue de días. Ahora Templado habla con ese jovenzuelo. Desde la galería posterior de la casa mira el esplendor del paisaje, a la medida del hombre. Montañas, cerros, colinas que no pasan de lo fácilmente escalable y el color malva de todos los matices en la tarde todavía en carne viva. Allí Serra, allí Portaceli (¿dónde los cartujos de antaño? –piensa el médico cojuelo), larga sierra mediana, suave; hacia abajo la huerta, más allá de Bétera. (¿Qué sabe la naturaleza de la Historia? Mañana –o pasado– mandarán aquí los fascistas; las líneas ligeramente quebradas del horizonte, los colores, serán idénticos, Perogrullo de mi corazón.) ¿Cómo de ello saca quietud? No lo sabe; así es.
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