Max Aub - Campo de los almendros

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El Laberinto Mágico de Max Aub nace y se desarrolla, como habrá tenido la ocasión de comprobar el lector de los anteriores Campos, bajo el doble signo de la fragmentación y de la totalidad, de lo que siendo parte en apariencia autónoma está destinado a conjuntarse en un todo unitario. El Laberinto Mágico, inmerso en un continuo proceso de investigación de la realidad, va presentando sus resultados a través del tamiz de la transposición literaria. Y lo hace de manera escalonada, sin descanso, con la fijación de quien necesita, palabra tras palabra, novela tras novela, Campo tras Campo, alcanzar a todo trance una meta omnicomprensiva.

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–Pues yo sí y si no acuérdate del mito de Orfeo. Para gozar de la música hay que ser animal.

–¿Y a ti no te gusta?

–Me encanta. Pero la cuestión es saber qué clase de música, si la jota o Beethoven.

–Todo es música.

–No es verdad; música: la jota, que sale de adentro; lo otro viene de fuera. La diferencia que hay entre dar y que le den a uno por detrás.

–Todo es de maricas –dice Villegas para molestarle.

–Contra esa tengo otra muy buena, sin contar a los egipcios, a los griegos o a los romanos, de los que nada sabemos: Leonardo, marica; Miguel Angel, marica; Verlaine, marica; Wilde, marica; Benavente, marica; y todos los comunistas, maricas porque basta que se les diga una cosa para que lo crean. Seres inferiores.

–¿Y lo eran Leonardo o Miguel Angel? Digo, inferiores.

–¿Pero lo eran Danton, Robespierre, Desmoulins, Saint-Just? –chilla Juanito Valcárcel. Cuartero no resiste más. Se enfrenta con Chuliá.

–Óigame: acaba de decir que basta que se crea una cosa –a pies juntillas, añado– para ser marica.

–Desde el punto de vista intelectual, sí.

–Le advierto que soy católico.

Chuliá no se desconcierta, sonríe, pregunta con mala uva:

–¿Y clerical?

–Déjate de historias –interviene Villegas, para templar gaitas–. El anticlericalismo es tan viejo en estas tierras como el mismo clero. Oye esto, que es de los pocos versos que me sé de memoria. Son de Gil Vicente, de una obra que hizo cuando Isabel, hija del rey de Portugal, llega a Castilla para celebrar sus esponsales con Carlos I. De Al templo de Apolo :

Y plantar todos los frailes

en la tierra que no es buena,

la corona so el arena,

las piernas hacia los aires

como quien pomar ordena.

Y si no diesen limones

en mitad del arenal,

todo género humanal,

y pérsigos a montones

¡luego fuego y... San Marzal!

Conque fíjate. Y antes:

Los monjes de estopa bella

que en llegando la candela

se acabasen de quemar...

¡Y luego fuego a su celda!

La quema de los conventos es una necesidad nacional.

–Cuando el pueblo mira quemar las iglesias, ¿en qué cree que piensa?

–El pueblo no piensa.

–Déjese de puñetas: el pueblo piensa. Es decir, fulano, más mengano, más perengano. Y si ven quemar las iglesias no les importa, porque no son suyas. Si las tuviera por tales, ahorcaría. Ellos –fulano, perengano– no tienen más que sus brazos. Las piedras no son suyas, no les llega a la entraña, no tienen nada que perder; más el placer de destruir lo ajeno.

–El desierto...

¡ Fiat Justitia, pereat mundus ! No, señor cristiano: la justicia sobre el desierto no me tienta como a usted. Prefiero un poco de injusticia y vida, señor, vida. Los juristas son gentes archirreaccionarias –ya lo dijo Bebel, o Lenin– y los funcionarios también son juristas, los que tienen médula de funcionario. Habéis olvidado que Marx concedía una gran importancia a la destrucción; a la destrucción, subraya Lenin, de la maquinaria burocrática.

–A mí no me interesa ni me ha interesado nunca la política.

–No dices más que tonterías.

–¿Y qué diferencia hay entre decir tonterías y no decirlas en la situación en que estamos? Yo no voté al Frente Popular. La CNT se equivocó, con ministros y todo el jollín. Ya sé que es muy bonito eso de ser ministro. Y más bonito todavía oírle decir a uno, cuatro días antes de serlo: «Yo no seré nunca ministro», y serlo a los cuatro días. Esto es histórico: 32me lo dijo Juan López, 33aquí.

–No os las deis de más hombres que los otros –dijo Cuartero, que ya empezaba a calar a Chuliá.

–Pues lo hemos probado.

–¡Qué habéis de probar!, como no sea vuestra ignorancia.

–Hombres son los que faltan. ¡Hombres! –grita Chuliá.

–Como tú –le dice Villegas.

–Aunque lo digas en broma.

La amargura de Chuliá decanta de que no podía hacerlo todo. Si nada se le escapa, si es capaz de resolver cualquier problema: ¿por qué se lo encargan a otro? No era envidia –¿cuál podía sentir siendo tan superior?– sino rabia de no ser ubicuo.

–Y usted, además de católico, ¿qué es? –le pregunta a Cuartero.

–Los comunistas dicen que soy anarquista. Y los anarquistas aseguran que soy comunista. Así que me va a ser muy difícil vivir, a menos que deje de pensar. Que es lo que hacen muchos por aquello de que es necesario alcanzar el fin. Pero ¿qué fin? Si uno no lo ha de ver lo que importa son los medios. Y los medios de hoy no me gustan nada.

–Así que lo que usted quiere es que los ricos sigan explotando a los pobres.

–Lo que quiero ante todo es no discutir.

Intervino Valcárcel:

–Todo esto es viejo: durante la Revolución Francesa decían: Fraternidad o Muerte.

–¡Ya está bien de Revolución Francesa!

–¡Allí está todo! 34

Había en Juanito Valcárcel un antagonismo fundamental entre sus ideas anarquistas –enemigo personal, como se decía, de la propiedad privada y el comercio que había heredado de sus padres– . Lo resolvió a la medida de su magín, convirtiendo la tienda de antigüedades en vulgar baratillo. Cambalacheaba con honradez, lo que hizo, en tiempos muy pasados, aumentar su clientela, a su desesperación.

–Cambias las sospechas en certezas –le decía Villegas.

El diminutivo le venía de la estatura y no de los años, que ya le asomaban en las sienes, semicalvo joven; los ojillos azules muy claros, la color azafranada y unas herpes en el pescuezo que no hubo quien curara y le obligaron a llevar –desde mozo– pañuelo, inmaculado eso sí, en vez de cuello en la camisa. Cuando arreciaba el frío, boina.

–El trueque no es comercio –aseguraba, no muy seguro de sí, queriéndose convencer–. Sin trueque no hay vida.

–No deja de ser un cambio, una permuta, una reversibilidad –le oponía Villegas para molestarle, blandamente, a su manera–. Toma y daca.

–De alguna manera hay que comer en este cochino mundo.

–Al fin y al cabo eres un materialista.

El trocador le miraba fijo:

–Eso faltaba; ¡que no lo fuera!

Valcárcel no parecía ser nadie: inconsolable, jamás le perdonó al cielo que se llevara el magín de la única auténtica prenda que tuvo. Sin contar que la niña, desde los seis años, no pudo andar; ahora, a los veinte, parece una vieja. No se mueve de su sillón, leyendo novelas rosas. Concha, balumbona, la lleva y trae de la cama a la silla de ruedas y de vuelta.

Muchas noches Juanito Valcárcel sueña que le atormentan en el torniquete. Le van apretando poco a poco. Las maderas, sobre todo las de los lados, le van estrechando, quitándole la respiración, rompiéndole lentamente las costillas, metiéndole los brazos en el cuerpo y entonces, solo entonces, empieza a sentir cómo se van acercando las partes superiores e inferiores del ataúd, cómo le van prensando la morra y los dedos de los pies y, poco a poco, va quedando hecho papilla.

–Dentro de cien años, todos calvos.

–Un poco antes –susurra Cuartero.

Oscurece, no hay luz.

–Oye, ¿te sabría mal llevarte una chica a Alicante?

–¿Otra?

–No, hombre, no. Una chica de primera.

–No lo dudo. ¿Lo sabe Pepa?

–No tiene nada que ver. Sencillamente, tiene que reunirse con su marido, y no tiene con quién irse.

–No faltaba más.

Así llegó Asunción a Alicante al amanecer del día 20. 35El viaje tuvo de todo. Tan pronto como Chuliá supo que la muchacha era comunista, empezó a despotricar:

–No debes olvidar nunca una cosa: el comunismo está basado interiormente en la policía y exteriormente en el ejército, y un policía y un general podrán ser comunistas o no, pero nunca dejarán de ser policías o generales... Nadie más que yo es testigo de lo mucho que han hecho los comunistas, pero también puedo decirte que, si no obedecen, aun en contra de su voluntad, dejan de ser: te expulsan y ya sabes lo que eso significa: te conviertes automáticamente en «enemigo del pueblo», y, ¿eso es un partido político? No, es una orden, una iglesia. Desde este punto de vista, claro, ya no hay nada que decir. Pero si lo que quieren es formar parte de un partido, dar, intercambiar, influir: no. Mandan los mandamases y sanseacabó. (Cambia de tono, consciente de sus efectos si no de su inconsecuencia.) Ahora bien: siempre el mismo problema, sin esa disciplina férrea, sin ese monolitismo, ¿cómo cambiar el mundo?

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