Max Aub - Campo de los almendros

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El Laberinto Mágico de Max Aub nace y se desarrolla, como habrá tenido la ocasión de comprobar el lector de los anteriores Campos, bajo el doble signo de la fragmentación y de la totalidad, de lo que siendo parte en apariencia autónoma está destinado a conjuntarse en un todo unitario. El Laberinto Mágico, inmerso en un continuo proceso de investigación de la realidad, va presentando sus resultados a través del tamiz de la transposición literaria. Y lo hace de manera escalonada, sin descanso, con la fijación de quien necesita, palabra tras palabra, novela tras novela, Campo tras Campo, alcanzar a todo trance una meta omnicomprensiva.

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–Hombre –dijo Chuliá–, no solamente un café. Un café y una cena.

–¡Coño, no jodas! –protestó Vizcaíno.

–Déjale, que cene. Yo pago. ¿Dónde quieres cenar? ¿Aquí?, ¿o abajo?

–Pues hombre, abajo.

Se sentaron a cenar en una mesa que daba a la calle. Martincho, Vizcaíno, Chuliá y el detenido. Les rodeaban muchos. Cenaron tranquilamente hablando de cosas baladíes: que se había echado a perder la feria. ¿Qué harían con los toros?

A las once, el detenido se encaró con Vizcaíno:

–Mira, oye, tú, que se ve que eres el encargado de estas cosas: ¿cuándo quieres que vayamos hacia el Saler?

Vizcaíno se puso nervioso.

–¿Qué prisa tienes? –le preguntó Chuliá.

–Lo mismo me da. Primero tengo interés con este, porque parece un hombre feroz... (Y a Chuliá) ¿Tú no vienes?

–Yo, no hombre.

–Pues, Chuliá, hasta más ver: perderéis al final.

Subieron en un coche, seis.

–En Madrid me encontré un día con Vizcaíno y me dijo: aún llevo detrás al tipo aquel. Jamás he visto un tío más echao p’alante ni quien se burlara ni nos insultara más. Hizo parar el coche, nos ordenó bajar y encendiendo un cigarrillo, con un encendedor que tiró, me cogió por las solapas y me dijo: –Ya puedes disparar. Te aseguro que, después, nos fuimos sin volver la cara.

–Esos son los valientes que a mí me gustan.

–Ahí es donde te equivocas –le dijo Uliberri–. Los más valientes, en el concepto que tienes de la valentía, son los que más pronto cantan.

El valenciano se subió por el mástil de la indignación:

–¡Tú qué sabes! La valentía es la valentía y cuando un tío es echao p’alante , ya pueden darle.

–Mira, hablo porque sé –dijo Uliberri que había visto muchas cosas–. A los valientes como los que dices no les da un comino la vida. Ni la suya ni la de los demás. Cuando se ven cogidos lo único que les importa es acabar cuanto antes: morirse y que no les hagan demasiado daño. Su valentía –la de estos tipos– es muy personal. Les tienen sin cuidado los demás. Acabados ellos, puede hundirse el mundo. Y cantan.

–¡Tú qué sabes!

–Porque lo sé lo digo. Los que no sueltan prenda, bueno, no se puede ser tan afirmativo, que los hay de una manera y de otra... Siempre te llevas sorpresas. Los que no dicen nada, en general, son los que tienen ideas. Callan porque saben. No digo yo que sepan más que los demás de la organización o de las organizaciones acerca de las que se les puede interrogar; no: saben por qué luchan, están preparados. Estudian para sufrir.

–¿Así que tú crees que los sabios son los que más resisten? ¡Vamos!

–Todos tienen miedo, la cuestión es aguantárselo. Todos se cagan en los pantalones, la cuestión es que no les importe. Yo sé precisamente de un falangista, de esos valientes de los que te gustan, que se chivó precisamente por eso: por haberse cagado de miedo. Se lo dijo a otro en la celda, que se lo echaba en cara: –¡Pero cómo quieres que no dijera lo que sabía si me había cagado en los pantalones! Eso le rebajaba a sus propios ojos, no podía llegar más bajo. Entonces, que acabaran con él, que se hundiera el mundo. Eso de morir gritando: ¡Viva la República!, es más fácil de lo que crees. Lo difícil es que le arranquen a uno las uñas de las manos o de los pies y no abrir boca.

Hizo una pausa:

–Y lo peor es que digan que has hablado cuando no lo has hecho.

–Cuenta.

–No.

Uliberri era un gran tipo; vino a policía por casualidad y carencia de Julio Godínez que, nombrado de la noche a la mañana, sin que le abonara más que la amistad del ministro, gobernador de Murcia, lo necesitó. 47A Godínez le importaba la publicidad y los aplausos.

–Yo, soy yo.

Se relamía los intestinos. Cosquillas:

–Señor Gobernador... Llamó a Uliberri para que le organizara manifestaciones de simpatía. Lo hizo tan bien que lo llamaron de Madrid para otros menesteres.

–Aunque no te lo creas, se establece una especie de amistad entre el interrogador y el interrogado.

–La tortura es una expresión de amor...

–Sí, aunque lo digas con mala uva: una expresión.

–Hay otras.

–Y otros que no conocen otras. Generalmente acaban siempre con la muerte.

–Del mal. Del adversario.

–Es una amistad.

–Que nunca se dice. Yo soy tu amigo –dice el comisario al prisionero– y miente. Pero hay algo más sutil. El comisario –no el policía que le aniquila a golpes–, el juez, con la aureola de la legalidad, de la justicia, es el primero con quien el prisionero habla de verdad, el primero con quien se abre de palabra, el primero con quien ve la luz. Y eso cuenta como no tienes idea. Muchos se dejan engañar, por las buenas, sabiendo que los engañan. Pero es un descanso.

Uliberri, ¡qué tipo!, aparte de lo de Ibiza, ¡cuántas cosas sabía! Tantas, que nadie supo nunca lo que pensaba ni lo que fue. Desapareció. Era alto, delgado, de León o de Zamora, a pesar de su apellido vasco. Parecía que lo único que le importaba era no dejar rastro. Lo consiguió. ¿Qué se habrá hecho?, se pregunta Chuliá, arrellanándose.

Asunción se había dormido. Entreabrió los ojos al pasar por Gandía. 48

Llegaron a Alicante a las diez y media. El cielo seguía gris («En Alicante hace mejor tiempo que en Valencia, siempre»). 49Las nubes bajas, el mar plomizo. La carretera, si no atestada de coches en movimiento, era difícil de sortear por algunos abandonados en las cunetas; los unos volcados, otros por lo menos con una portezuela sin cerrar («Con la boca abierta»). El humo de unos barcos a lo lejos.

–¿Dónde te dejamos?

–En cualquier parte.

–¿Conoces Alicante?

–No.

–¿Dónde quieres ir?

–No lo sé.

–¿A quién buscas?

Contesta, sorprendida:

–A Vicente.

No habían cambiado palabra desde Gandía como no fuese por hablar de la hora, la distancia, el tiempo. ¿Por qué había de saber que...? Vicente, ¿qué otra razón la podía mover? ¿A qué santo iría en estas condiciones, de Valencia a Alicante, como no fuese para reunirse con Vicente?

Chuliá preguntó:

–¿Cómo sabes que está aquí?

–Me mandó recado.

El Paseo de los Mártires, hecho polvo. Los baños, hechos polvo; las palmeras, grises de polvo. Gentes desarrapadas, sin afeitar. Todo barbado. La llovizna. Tristeza repartida lo mismo en la tierra que en el cielo. Las mujeres, los hombres, culones, de aquí para allá. Ruido de aviones. La gente corre a los refugios: ni mucho ni mucha.

–¿Dónde te dejo?

–No lo sé.

–Prueba aquí, en el Ayuntamiento. Tal vez Domínguez sepa…

–¿Qué es?

–Responsable de la organización.

–¿De la organización de qué? –pregunta uno de la escolta con sorna. Chuliá no se sintió aludido. Apretujados, sin protesta, llegaban al término del viaje.

–Tout le monde descend –dijo el valenciano. –¿Vas a Air France? 50

–Sí. ¿Y tú?

El armado se encogió de hombros. Chuliá le molestaba, por el aliento, que había tenido que soportar, aunque fuese de lado desde que salieron de Valencia.

–¿Nos dejas el coche?

–Os lo regalo.

El gesto, olímpico.

IV

21 de marzo 1

Deslumbra el día. Blanca la casa, como todas las que se alcanzan a ver, y eso que, con la guerra, el jaharrado deja que desear. Está en un alto, las demás en las laderas cercanas. Son casas de veraneantes, en las afueras del pueblo, que tiene gran predicamento en Valencia por la pureza de su aire, enemigo declarado de la tuberculosis, ese fantasma que de madrugada y a cualquier golpe de tos asusta a las madres. Grande la puerta, la escalera que lleva a ella, de dos tramos, cobija una ventana baja que da luz al sótano. Dos ventanas arriba –otra con balcón encima de la puerta– que corresponden a las del piso bajo. Delante, un jardín, escaso de tamaño –dos cipreses, unas adelfas de hojas oscuras–, descuidado; detrás, un corral y una huerta pequeña; luego el barranco, poco profundo, en suave declive, lleno de hierbas aromáticas y pedruscos, con seis olivos y muchas higueras, como si de aquel suelo solo pudieran salir troncos retorcidos.

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