–El mundo cambia, aunque no queramos.
–Entonces hazte mahometana y espera con tranquilidad, a la puerta de tu choza, ver pasar el cadáver de tu amigo.
–Para eso habría que colgar, primero, en un árbol cualquiera, la piel del capitalismo. Y todavía está muy dura. Por lo menos aquí.
Chuliá se asombra de que haya jóvenes capaces de enfrentarse con él.
–¿Y qué has hecho estos días de la sarracina de Madrid?
–Intentar hacer lo que hago ahora: reunirme con Vicente.
–¿Dónde trabajas?
–En la radio. (Miente porque no se fía.)
(Chuliá se acuerda –¡Cómo no se ha de acordar!– del día 11 de julio de 1936; parece mentira que haga cerca de tres años... Aquel día, en Valencia, unos jóvenes fascistas se hicieron con la estación de radio, en la calle Juan de Austria, frente a El Pueblo . Aquel edificio era de los Carles, que allí tenían su casa de Banca. 36Se acuerda del speaker , después de aquel Serret, autor de un sermón para él famoso, que murió frente al micrófono, de una angina de pecho. 37¿Qué se habrá hecho de aquel Llopis Piquer, un gachó un poco contrahecho, con una cabeza grandota –parecido al Sebastián de Morra, de Velázquez–, con su chambergo negro y sus pretensiones de poeta, que hacía recados, escribía sobres y membretes en El Pueblo ? Llegó a redactar la sección de sucesos; se creía muy importante; hijo único de un bedel del Instituto –Morote, entonces director, le ayudó para que estudiara–. 38Muy calmoso el muchacho, bajo, ancho, con su cabezota y sus aficiones literarias. Recomendaba libros para leer: versos de Núñez de Arce. Modesto y bueno y su madre jorobadita, muy apañada. Vivían muy unidos; su mayor deseo: que el hijo fuera muy destacado en lo que fuera, cosa que al principio parecía que iba a cumplirse. Hacía versos, entró en El Pueblo ...
A Chuliá le parece prehistoria. Lo es.
–¡Que los fascistas se han sublevado en toda España y han tomado la radio! Lo acabo de oír. Estaban reunidos en un bar, pensando ir a cenar, con su mujer y unos amigos, a la Marcelina. 39El bar era de unos muchachos republicanos, de Utiel, que habían salido de allí por sus ideas políticas. Primero habían tenido otro, en la Posada del Rincón, al lado del cine Romea, 40donde había un quiosco y una casa de transporte, esquina a la casa de la calle de Linterna donde vivía Paco Galán, 41cuyo hermano tenía un negocio de medias, con especialidad para las de toreros. ¡Qué Paco Galán aquel!, tan aficionado a los toros... Sus queriditas iban a buscarle a la tienda, se acercaban al mostrador y él les daba medias y géneros de punto. Se quería actor, recitador. Aquella peña de «Alma joven», en la casa de la Democracia, en la calle de Alfredo Calderón... 42Y ahora los fascistas. En un rincón del bar estaba Faustino Valentín, un diputado.
–Hombre, no fastidies.
Estaba con Sanchís Requena que había sido anarquista de acción antes de pasarse al grupo de los Treinta. 43Tenía influencias en la factoría de Sagunto, en los Altos Hornos.
–¿Has oído?
–No hay que hacer caso.
Insiste el que habló.
–¡Oye, que es cierto! Y gritan que se ha proclamado el Estado fascista en España.
El diputado se alzó de hombros:
–No te creas nada de eso. Estoy esperando a Martínez Barrio y no me voy a mover por una tontería. 44
Chuliá, a Sanchís Requena:
–Por aquello de las dudas, ¿vienes? ¿Traes pistola?
En la calle de Juan de Austria, entre la puerta de la redacción del periódico y el patio del edificio donde estaba instalada la radio había doce o catorce personas que no se atrevían a subir.
–¿Qué demonios esperáis?
Patio de mármol, escalera empinada, gran bola dorada rematando el pasamanos. En el estudio, atado con cordeles en un sillón, el pobre de Llopis Piquer, muerto de miedo. Desatado, cuenta cómo cinco o seis jóvenes, pistola en mano, lo maniataron, obligándole a decirles cómo funcionaba la estación.
–Aquello se llenó y mi Llopis Piquer empezó a querer echar hombría. Reconocí a un tal Vicente Cantí, hijo del ingeniero jefe del Ayuntamiento, estudiante en Deusto. Me dio una idea. Yo era amigo del padre y alguna vez este me había comentado que su hijo tenía ideas raras. Lo de «ideas raras» para el bueno de don Vicente era el falangismo, que empezaba a estar de moda. Sabía que aquel y algunos de sus amigos se reunían en un bar cercano de la avenida Victoria Eugenia. Al bajar a la calle, llena ya de gente, recluté al portero de El Pueblo .
–¿Tienes una pistola? Dámela.
–Yo voy a donde vayas.
–Quédate; y dámela.
Chuliá y Sanchís Requena fueron directamente al bar. Era un bar moderno, las ocho de la noche: señoritos.
Chuliá le dijo a Sanchís Requena: –Tú en la puerta– y, a un guardia de asalto, que los siguió: –Tú en la ventana. Si no veis nada, nada: yo entro.
En el fondo, Juan Manuel Rincón; alrededor de una mesa de mármol, redonda, el hijo de Vicente Cantí, el hijo de Francisco Morote –que de comunista había pasado a ser falangista– y dos o tres más. Chuliá metió mano a la pistola:
–No os mováis, os jugáis la vida.
El hijo de Cantí: –Pero, don Alberto, ¿qué le pasa?
El hijo de Morote: –No jodas, no dispares.
–Bueno, pues entonces poneos de pie y cara a la pared.
En este momento entró el guardia, y los muchachos se acobardaron. Les sacaron dos pistolas pequeñas y en un coche los llevaron al Gobierno Civil.
Chuliá volvió al otro bar donde había dejado a su mujer, la de turno, una rubia gorda, basta, chillona aguda que empezó, en un valenciano correspondiente a su volumen, a gritarle:
–¡Hora y media esperándote! Vago de la porra, ¿no te da vergüenza? ¡Con el hambre que tengo!
Tal como habían planeado fueron a cenar a la Marcelina. Al enfilar la calle de Colón empezó a seguirles un coche. Al entrar al camino del Grao se les unió otro y al rebasarlos les dispararon sin puntería. Contestaron, al buen tuntún y decidieron no cambiar sus planes.
Quince días después, los primeros de la sublevación militar, 45Chuliá tomaba café en Negresco, un bar grande de la calle de Ribera; 46en el primer piso, algunos partidos habían organizado un retén al que solían traer sospechosos. Por la calle, Vizcaíno, un socialista grande y gordo, traía detenido a un muchacho como de veinticinco años, guapo, fino, bien vestido, descorbatado. El detenido vio a Chuliá y se le acercó:
–Oye, tú no me conoces, pero yo a ti sí. Y prefiero entregarme a ti a que me cace cualquier otro.
–Yo no le conozco, no sé quién es.
–Tal vez te baste saber que yo fui quien disparó contra ti en el camino del Grao.
–Es una buena recomendación.
–No puedo andar escondido, porque no es cosa de hombres. Ni puedo liarme a tiros con vosotros, porque sería inútil. Toma mi pistola, te la has ganado porque con ella disparé contra ti, y contra ti también, Martincho, que tú también ibas en el coche.
En eso se equivocaba. Le subieron al primer piso. Vizcaíno quiso interrogarlo. Chuliá se opuso:
–Mira, ese no te dirá nada. Lo único que hay que hacer es llevarlo al Gobierno Civil.
–Si hubiéramos ganado –dijo el detenido a Chuliá– hubieras caído de los primeros. Y tú también –por Martincho– aunque creíamos que solo eras aficionado a los toros.
Y a Vizcaíno:
–Ni te digo cómo me llamo, ni dónde vivo, ni cómo me llaman, ni quiénes son amigos. Porque teniéndome que matar como me vais a matar, tú dirás: ¿qué adelanto con una traición?; cosa que, además, no haría nunca. Y, aunque no venga a propósito, ¿vosotros habéis comido hoy? Porque yo no he probado nada. ¿Me podéis dar un café?
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