–Pero si Negrín le dijo anoche a...
–Déjate de historias. Están en Valls y estos catalanes no sirven para morirse.
–A mí, en el Ministerio, no me han dicho nada.
–¿Por qué te lo habían de decir a ti?
–Bueno, hombre, pero...
–¿Tienes pasaporte?
–Sí: diplomático. De cuando fui a la exposición de París, 18en representación del Ministro. Aquí lo llevo.
Sacó su cartera, enseñó el cuaderno empastado en piel de Rusia parda. Lo hojeó Rivadavia, mientras preguntaba:
–¿Qué sabes de Pilar?
–Fastidiada, sin dinero.
–¿Sigue en París?
–Sí.
–Oye: tu pasaporte está caducado. Ve a Estado, que te lo prorroguen.
–¿De quién depende eso?
–De Tineo. ¿Le conoces?
–Sí. ¿No es ese gallego, amigo de Templado?
–No pierdas tiempo.
–¡No fastidies!
Volvió a subir a la Dirección de Bellas Artes. No estaba Renau 19y no se atrevió a preguntar a nadie acerca de la situación. Vagamente:
–¿Hay alguna orden nueva?
–No.
Preocupado, tomó el tranvía y bajó hasta el paseo de Pedralbes. 20Anduvo tres manzanas hasta el Ministerio de Estado. Subió a la dirección que dependía de Tineo, se hizo anunciar. Salía Guardiola del despacho.
–¿Qué?
–Nada bueno. Salimos esta noche para Figueras.
–¿Quiénes?
–Todo el Ministerio.
–¿Tan seria está la cosa?
–Avanzan como les da la gana.
–Pero Barcelona se defenderá. 21
–Es de suponer. Pero, por si acaso...
–¿Y Vayo?
–Se fue anoche a Toulouse. Regresa mañana.
–¿Aquí?
–Creo que no. El gobierno va a instalarse en Figueras. 22De allí piensa trasladarse a la Región Centro. 23
–¿Y Azaña?
–Cerca de la frontera. 24
–Va a ser un desastre.
–No tanto, hombre. Aunque perdiéramos Cataluña queda el Centro: avanzamos por el sector de Valsequillo. 25
El ujier hizo pasar a Paulino. Tineo era un hombre bajito, joven –¿qué tendría, treinta y dos años?–, magro, muy seguro de sí y de las ordenanzas.
–Hola, ¿qué hay? ¿Qué quiere?
En contra de la mayoría, no tuteaba a nadie. Sentía, muy hondo, el orgullo de pertenecer a la «carrera».
–Si me haces el favor de revalidarme o prorrogarme, o como se diga, mi pasaporte.
–A ver.
Lo examinó con cuidado.
–¿Sigue desempeñando ese puesto?
–No.
–Entonces lo siento mucho, pero no puedo autorizarlo.
–Pero, hombre...
–No; lo siento: ya no tiene misión diplomática y, por lo tanto, no tiene derecho a pasaporte diplomático.
–¿Se da cuenta de cómo están las cosas, según me acaba de decir Guardiola?
–Sí, pero ¿qué tiene que ver? Vaya a Gobernación: le darán un pasaporte ordinario sin ninguna dificultad.
–Está bien.
¿Qué otra cosa podía decir? Sentía que aquello iba a jugar un papel en su vida: un remover de las entrañas se lo advertía. Cochina burocracia; no: cochinos burócratas. ¿Qué le hubiese costado a ese imbécil de Tineo ponerle un sello y una firma? Pero no: antes que la vida, las ordenanzas. Si las cosas venían mal dadas, ¿de qué le serviría un pasaporte diplomático? Decidió dejar las cosas como estaban y no preocuparse de papeles.
Al salir del Ministerio, se encontró con Fernández Balbuena. 26
–¡Hombre, Cuartero!
–¡Hola!
–¿Qué tienes que hacer?
–¿Ahora?
–No; así, en general.
Ambos eran de la Junta de Protección y Conservación del Tesoro Artístico. 27
–¿Te importaría irte al Centro? Bueno, a Madrid primero y a Valencia después. Necesitamos alguien que ponga a buen recaudo lo que pueda quedar del Museo de San Carlos. ¿Quieres ir?
–¿Cómo?
–En avión, claro.
Cuartero dudó un momento. Ir a París, volver con Pilar, los niños. Pudo más la rabia que le había dado lo de Tineo y aceptó.
–¿Qué haces aquí?
–Nada. O casi. Los sótanos de las Torres están llenos. 28Algo queda en el Museo, pero no es gran cosa. Y en cuanto a las esculturas... Sin contar que a estas alturas no se van a poner a bombardear aquello. ¿Conoces a Ambrosio Villegas?
–No. ¿Quién es?
–El bibliotecario. Si no tienes nada que hacer vente para allá. Tal como te conozco, te gustará. Y don Juanito. Allí nos pasamos las horas muertas a.)
Las horas muertas –piensa Templado–, no está mal.
–¿Y Pilar?
–En París.
–¿Cómo está?
–Mal.
–¿De salud?
–No. Sin dinero. Y no le puedo enviar nada.
No tenían gran cosa más que decirse a menos de empezar: «Esto se acabó», etc., y ninguno de los dos quería. No era su manera de ser.
–¿Y has estado en Madrid, todos estos días?
–A Dios gracias, no. ¿Y tú?
–Sí.
–¿Y?
–La recaraba.
Templado nunca había sido un hombre serio.
–¿Que murió Ángeles?
Nadie se atreve a darle el pésame. Valcárcel es viejo amigo de Chuliá –que tuvo en muy pasados tiempos afanes de artista y su estudio, al lado de la tienda del chamarilero–. Villegas y Cuartero se conocen de estos años, en Madrid. Presentan don Juanito a Templado que farfulla una frase de circunstancias. Se sientan en el despacho del director. Las paredes están cubiertas de anaqueles cerrados con rejillas, legajos, protocolos, ediciones de primera si no primeras ediciones. El ambiente es grato. Villegas saca copas y anís.
–¿No tienes coñac?
–Jerez no está en España.
–Francés –dice Chuliá.
–¿Quién me lo trae?
–Yo, si me lo hubieras dicho.
La conversación sigue donde la habían dejado Chuliá y Villegas, porque el inventor –siendo el centro del mundo– lo juzga lo más natural:
–Vosotros creéis –repite– que estos cuadros son más importantes que la vida humana. Que una vida humana. Una sola. Yo no. Sin arte se puede vivir. Muerto, ¿para qué se quiere? Ya sé que pensáis que soy simplista, primario. Nosotros (¿Quiénes «nosotros»?, se pregunta Cuartero) os tenemos por señoritos retorcidos. Yo le oí un discurso a Azaña donde dijo que le importaba más Las Lanzas que una provincia. 29
–No lo creo.
–Yo lo oí. Además, aunque no fuera así, lo mismo da: muchos de vosotros lo pensáis. Es una tontería. Lo que importa es la vida, y no esa costra, esa buba que es el arte. Es natural que el hombre cante, lo hace sin tener que recurrir a un medio muerto. Para pintar se necesitan pinceles, paredes o telas. Para cantar basta la garganta. Todo lo que es humano pasa. Empeñarse en buscar la inmortalidad es una tontería. Eso del arte es algo que desaparecerá tarde o temprano. Los museos son una cosa reciente y pasajera.
–Pero no las bibliotecas.
–Tanto da. Lo que importa es el hombre como es; por mucho que le embadurnen, maquillen o le pongan postizos no dejará de ser quien es. En una situación histórica cómoda, sin sobresaltos, es posible que el arte dé el pego; que la gente crea en eso de la cultura; pero cuando se tiene que enfrentar con la guerra entonces se ve que tanta pintura, tanta literatura superferolítica no sirve para nada.
–Parece un personaje de Baroja –le dice Cuartero a Villegas, por lo bajo.
–Hoy, el arte es una casualidad, no una causalidad como pudo serlo en la Edad Media. Lo que importaban eran las iglesias y Dios. Como ya nadie cree en él, se han dedicado a darle importancia a los altares. Es como los médicos; ya no les importa la salud, sino los microbios.
–Para curar, al fin y al cabo –aduce Cuartero que no tiene por qué sacar a relucir su catolicismo.
–No, hombre. Se han enamorado de las enfermedades. Como vosotros de las tablas. La vanidad tiene mucho que ver con todo esto. Es como la higiene. Acaba de morirse –en París– el hijo del doctor Pascual; tenía veinte años; nunca había probado un alimento que no estuviese perfectamente esterilizado. Comió un helado de los de la calle y se murió. No tenía defensas. Ese helado se lo come cualquiera y no le pasa nada. Si fuese verdad eso de la higiene no habría mundo. Hay una hipertrofia de médicos y de clínicas, como de pintores, de exposiciones, de conciertos y de museos. En vez de vivir, por las buenas, la gente se especializa. De seguir así todo se acabará: unos especialistas contra los otros.
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