–Sí.
–¿Muchas veces?
–No. Una.
–¿Y?
–¿Qué tiene que ver lo uno con los otros? Me acuesto con este, con el otro, con el de más allá. Eso no cuesta. No importa. No me importa. Tú eres de otra madera. No me escandalizo –dice, riendo–. Le eres fiel a Vicente. Santo y bueno, me parece perfecto. Te educaron, te educaste de otra manera. Para ti la monogamia es la muestra más perfecta del amor. Para mí, no; este o el otro, como beberme un vaso de agua. Figúrate si acostumbraran a la gente a creer que el comer juntos tuviera el mismo significado que el acostarse...
–No lo tiene.
–La costumbre, Sun, la costumbre. El catolicismo y otras zarandajas. El amor es otra cosa.
–¿Para qué vamos a discutir?
Asunción le escribe a Vicente en todos y cada uno de sus momentos libres. Le importa mucho lo que hace –lo mejor que puede–; Vicente está siempre a su lado. La empuja a trabajar, a cumplir.
–Vicente o el deber –le dice su amiga.
¿Qué busca Monse en la vida? Husmea, no escudriña las entrañas de la tierra sino las de los demás. ¿Cuál es el secreto? ¿Qué intenta descubrir? Por derecho, rodeando, en zigzag, procura averiguar lo que busca. En pos de uno, de otro, alarga la rienda del deseo. Tropieza en estorbos, sin hacer extremos. Da vuelta a los escondrijos, lo recorre todo con la perspicacia de sus sentidos. No halla sino deseo, gustos y ascos. Sin otro recurso que pasar de uno a otro, se mira a sí misma procurando su consuelo. ¿Qué mendigo? –se pregunta–. Discurre entre conocidos y desconocidos, a caza del entendimiento, a tientas, en un mundo mudo si no ciego, intentando pescar en agua turbia. Buscona –se dice en los ratos malos, que abundan–. Da vueltas. A veces, le faltan las fuerzas.
–Mira, es sencillo; los hombres –y las mujeres, claro– nos catalogan en dos categorías: las honradas y las que no lo son. Por definición, las primeras son pasivas; las otras, activas. Es decir que las decentes –las sedicentes decentes– esperan, se están quietas, por lo menos al principio; las segundas, toman la iniciativa o las iniciativas. De ahí su superioridad, en este aspecto, y la rabia de las once mil vírgenes, puestas a parir.
–No sé cómo puedes hablar así, de eso.
–Yo por mi parte me he convencido de que lo mejor es un término medio. Se vuelven locos, sin saber a qué carta quedarse.
–Y, ¿para qué?
–Absolutamente para nada, desde tu punto de vista. Desde el mío, la cosa cambia.
–¿Por qué?
–La gozo.
(«Si Gaspar hubiese querido ayudarme.»)
–¿Quién me llevaría a Alicante?
–¿Los del Partido?
–Esperan.
–¿Qué?
–No lo sé.
Monse piensa un momento, se le ocurre:
–Tal vez mis tíos.
Los tíos de Monse... Porque al fin y al cabo le viene de casta. De sus padres no se podía decir gran cosa: murieron jóvenes y la dejaron al cuidado de la abuela Manuela y de su hijo Jaime, casado con la Corsetera . Jaimito, el nieto, tenía tres años más que Monse. La tienda y la «fábrica» estaban en la calle de Zaragoza, al lado del Bazar Colón. 42El comercio, naturalmente, en los bajos: el taller en el entrepiso. Los dueños vivían en el principal. La gran especialidad eran los agremanes, las borlas y los madroños. Pasamaneros desde no se sabía el tiempo. La abuela era la gracia personificada. Gracejo un poco o un mucho chocarrero como es natural cuando se crece en fertilísima tierra donde el buen comer es de la mayoría. Más que chusca, picante; tan salada y verde como tosca. Descarada, irreverente, inculta como no había otra –como no fuese su nuera–, daba siempre en lo más inesperado. Ahora, a los ochenta años, acezosa, carcavina en la cama, a punto de diñarla, envuelta en el olor de las medicinas. Todo se le va en hipar, sin encontrar aire, los ojos hundidos en ojeras moradas, las patas de gallo ya verdosas haciendo pareja con la papada deshinchada. Pero le queda la luz de los ojos, ardiente y furiosa. Aún encuentra fuerzas para decirle a su retoño:
–Hijo, tu madre está a punto de ir a ver los riñones de San Pedro...
Que tuvo fama, bien ganada, de soltera, casada y viuda, de pasarse por donde más gusto le daba a cuantos le parecieron a propósito para ello. Don Jaime, el heredero, no se había quedado atrás, alzando faldas donde podía, prefiriendo un cuarto oscuro, al fondo del entresuelo, donde se almacenan los géneros de más valor.
No pasó aprendiza por el taller –las prefería jovenzuelas– que no tuviera que defenderse o sucumbir a sus continuas provocaciones. De todo hubo en sus torpezas: relaciones verdaderas o fingidas, rechazos furibundos, aceptaciones interesadas, tarquinadas y ridículos, fornicación y masturbaciones, libertinajes sórdidos y defensas extremadas. Lo que no tendría nada de particular si no fuese porque la cónyuge lo atisbaba todo a través de una mirilla, hecha en el tabique que separaba el sucucho de un cuarto contiguo y que, con el tiempo, llamara a su hijo para que presenciara las liviandades paternas.
La Corsetera , además, era mentirosa como ella sola, tan habladora como su suegra, aunque no tan aficionada como ella a los cuentos subidos de color. Pero a ella nadie le contaba nada:
–¿Azúcar? ¡Yo he visto minas, minas enteras, allá por Segorbe!
Como buen valenciano, don Jaime, por mal nombre el Corsetero , era republicano, punto del Ateneo Mercantil, 43chamelista de primera, jugador de carambolas y masón para mayores señas. Jaimito, en cambio, solo pensaba en el fútbol, hincha del Valencia F.C., enemigo personal que fue, tanto del Gimnástico como, luego, del Levante. 44Tampoco le hacía ascos a las peleas de gallos, en la gallera de la calle de Saladers, 45en la parte trasera del almacén de la ferretería de Mata y Planchadell. 46Allí perdió bastante dinero, lo que motivó no pocas grescas: que la familia, de arriba abajo, si concupiscente, todavía más avara.
A poco de empezar la rebelión militar, la Corsetera puso en lugar visible del cuarto de las nefandades de su marido y, seguramente, por indicación de doña Manuela –que a la interesada no se le habría ocurrido–, un letrero, copia fiel de los que se habían pegado en las casas de prostitución de la cercana calle de Gracia y sus alrededores, socializadas por la CNT:
Trátala con respeto, como si fuese tu madre o tu hermana. 47
No lo tomó a mal el avisado porque ya andaba por medio –la expresión es exacta– Amparito Guillén, a la que nada, en la pasamanería, le cogió de sorpresa. En 1937, nació Ramoncito, al que se aficionó ferozmente, tal vez por haberle visto concebir, la Corsetera . Presentáronse mal las cosas cuando Jaimito, que no tenía el arranque de sus antecesores, compartió los favores de la Amparo y, para salvarla del acoso paterno y de la preferencia descarada, que algún dinero le costaba, decidió, con el consentimiento materno, casarse con ella, lo que, por aquellos días, era cosa de coser y cantar. La escena entre padre e hijo no es para contarla. Sí lo que sucedió un año después, cuando las cosas empezaron a venir peor dadas, tras el nacimiento de Jaime III, hijo legítimo y nieto de la Corsetera , que se llevaba muy mal con su nuera, a la que llamaba y remoqueteaba con clásico mote que no se puede estampar aquí. 48
–Mira, hijo, tu madre, que no me negarás que tiene vista, ha decidido que, por si acaso, nos vayamos algún tiempo a Francia, a casa del tío Chimo. Ya nos arreglaremos.
–¿Quién se va a quedar aquí?
–Tu tío Martín.
–Yo no puedo dejar mi puesto. Estoy movilizado.
–Tú no te preocupes, que eso ya lo aviará tu madre.
Jaime está movilizado en la Junta de Obras del Puerto, que por algo sirven las influencias cuando se es amiga de la infancia de uno que fue Ministro de Obras Públicas.
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