1 ...6 7 8 10 11 12 ...28 –Cuida las meninges: no te pierdas por original. La gente muere bien cuando se sabe sin salida: con cura a la vera, o fusiles al frente.
–A la vera de la otra orilla –dice Templado, a quien gustan los juegos de palabra y los retruécanos.
–Lo malo es cuando hay escapatoria: tortura con canto salvador, camino donde correr o médico posible.
–A la fuerza ahorcan y el suicidio un callejón sin salida.
–Sí, de esos que los franceses llaman culo de saco. Y el paraíso asusta a cualquiera. Si tuvieses que morir como esos a, ¿qué pedirías?
Se pararon, Templado dudó un momento la respuesta.
–Ser fusilado en campo abierto –contestó–. Lo terrible es la tapia, el patio, el cuartel, el horizonte cerrado…
–Sin cuartel –retrucó Rivadavia.
–Hace unos días, al despertarme –continuó Templado, echando de nuevo a andar–, me dio el sol en la cara y al defenderme con la sombra de mi brazo hirió el rayo un botón de nácar de la bocamanga de mi pijama, la luz se descompuso en él: ¡preciosidad de aquella materia irisada! Con eso por delante puede uno morirse tranquilo. No hay milagro mayor, ni prueba más evidente de la existencia de Dios: ya bpuede correr San Vicente Ferrer. Morir con los ojos vendados, o en un foso, no me dice nada. Hasta cierto punto lo del nácar me hizo pedirte el ver las ejecuciones.
Julián Templado hace una pausa. Sigue:
–Hemos quedado servidos.
–Creí que conocías a alguno de ellos.
–Todavía me quedan entrañas. Bueno es saber en lo que me tienes.
Templado miró de soslayo la adiposa humanidad del juez.
–La magistratura te ha dejado en los huesos.
–¿No trataste a Valdés?
–No. De vista; aquí, allá.
–¿Y la embaucadora?
–¿La Lola? La conozco, pero así: de una mesa a otra.
–Me extraña. Tan del Ritz como tú.
–No. El botón de nácar.
–Estarás satisfecho.
–Sí. Valió el madrugón.
Los pájaros y las sirenas. Un perro sale disparado de un seto. El traquido de los antiaéreos: en el confín de lo visible cinco trimotores enemigos en migración. Las borlitas de los obuses por un cielo todavía desteñido e incierto. Los dos hombres levantan las narices al cielo.
–La muerte en bicicleta –comenta Templado–, te la traen envuelta en papel de plata. El verdadero maná. Lo que le gusta a los hombres es la ruleta, el jugar; y con lo desconocido, mejor. Por eso habrá siempre guerras: yo te mato, tú me matas, él se mata, etc. Además, colmo de bienes: permitidas las trampas, los encimeros, florear el naipe, todo se reduce a inventar malillas. Ya lo dice la gente: el que da primero da dos veces.
–¡Cómo estás a las siete de la mañana! ¿Has jugado esta noche?
–Por no hacer tarde. Estuve de guardia hasta las dos. Pero no importa. El ver hombres desnudos cno viste.
Templado calla un momento y coge, al paso, una hoja del seto vivo.
–Siempre se muere desnudo; como esos de esta madrugada; lo de las botas puestas son cuentos, se muere siempre como lo que se es. Puede uno prevenirse contra todo menos contra eso. No valen refugios.
Pasan los aviones a tres mil metros, viran, descargan sus bombas por los alrededores del puerto. Les parece advertir el desliz de los proyectiles.
Álzanse, con el rebombar trágico, enormes, abullonadas humaredas pardas y grises en la primera mañana sorprendida, todavía dormidas las palomas.
–Los crímenes de madrugada, más alevosos que los mismísimos nocturnos; ¿qué opinas, juez?
–Eres un frívolo.
–Sois partidarios de las frentes asurcadas, de las palabras premeditadas y de la Academia. Para ti lo serio siempre es grave.
Los bombardeadores se van, mar adentro; síguenles, a veces adelantándose, las pellas blancas y negras de los obuses estallando. Al trueno del cañón cercano las palomas cambian el vuelo, dando plata por sombra.
–Ahora salen los cazas.
–A buenas horas, mangas verdes.
–No ladres. Si no estuvieses al cabo de la calle te diría más de dos cosas. Nuestra guerra es de milagro –contesta Rivadavia.
–¿Crees en ellos?
–¡Qué remedio! En el frente cuando hay un fusil para dos y tres cargadores por fusil se consideran felices. Y seguros. Lo sabes como yo. El día que se sepa la artillería que tenemos y el número de nuestra aviación se tendrá que suicidar Franco. Si ganara. Es nuestra última bomba: moriría del ridículo.
Echan a andar, ha vuelto el amanecer.
–No nos ha tocado hoy –dice Templado–, el mismo verbo que para la lotería. Una buena guerra, de cuando en cuando, y no hay nada mejor para la salud.
–Yo, de ti, con esa letra haría un tango.
–Tómalo a chacota. Yo siempre me acuerdo de lo que me contaba mi abuelo el francés de las carpas.
–Di.
–Ya te lo he contado: ¿no? Mi abuelo era uno de esos vascos que hizo fortuna traficando con esclavos, con no sé qué casa de Lyon: la misma que empleó luego a Rimbaud en Abisinia. 6Sí d, hijo, tengo sangre de negreros en el cuerpo. Lo sucedido fue que uno de los deudores de mi abuelo le dio por pago un château por el centro de Francia. De ahí le vino el apodo. Después hemos venido muy a menos.
–Ya lo veo –dijo Rivadavia–. ¿Qué tienen que ver las carpas con los bombardeos?
–El abuelo era gran comedor y entendía como nadie de carne de pescados. Tenía el orgullo de sus carpas y cada cuatro o cinco años les echaba lucios, porque sin eso, con la pereza de la buena vida la carne de las carpas se iba reblandeciendo, perdiendo calidad. Los lucios son unos pesívoros terribles, y, por salvar las escamas, doña carpa se iba meneando ligera la cola, dándole firmeza y gusto a sus mollas.
–Blandas o duras, se las acababa comiendo tu abuelo.
–Este es otro problema, y de la inmortalidad no responde nadie. Lo cierto: que en los países duros de vivir la guerra no sorprende. Es la ventaja de Castilla sobre Cataluña, y ya pueden estos desgañitarse. La tierra no tiene remedio, cuanto más desnuda más dura; aquí con tanto perifollo se pierden. La aridez enseña la presencia de la muerte. Los españoles, digo los españoles para no molestarte, pero pienso: los castellanos, no se dan nunca por vencidos. ¿Qué nos puede vencer? Un francés, por no decir un catalán, es capaz de lamerle el tafanario al vencedor; de limpiarle las botas, de bailarle el agua al que ha podido más. Es un sentimiento mediterráneo.
–Te oigo y no te escucho. Que, si no, acabas en una de esas canteras.
Rivadavia, a pesar de su apellido, es murciano.
–No hay quien nos gane: atados, presos, en trizas, siempre estamos a dos dedos de la victoria. Lo has visto esta mañana. Los tres han muerto como si no les importara; como Dios.
–Ninguno era castellano.
–No importa.
–Menos mal.
–Cuando no duele todos se componen para morir e. Aquí lo último que se pierde es la esperanza, la vida se va antes. Lo de hoy ha sido ejemplar. Cada uno ha muerto según su ley, y no la tuya. Te han podido: el fascista murió con el brazo extendido y gritando «Arriba España», Valdés con el puño en alto como si hubiera sido en Burgos, 7y el Moreno, como le correspondía: cagando. Y no fue por miedo, que el que lo hace así no tiene tiempo de prevenirse, se le aflojan a uno las asentaderas sin más. Le apretaba el enemigo y juzgó natural evacuar sus necesidades. La alegoría es nuestra. Se lo debemos todo a lo árido, a lo duro, a lo bronco del suelo. Aquí no nos importa la vida, sino la opinión. Por eso cada español es universal y cantonalista: lo mejor, lo nuestro (¿no hemos dominado el mundo?).
–Muy sentencioso tienes el no dormir.
Los pasos sobre la grava.
–¿Dónde los entierran? –pregunta Templado.
–Allá abajo. ¿No conociste a Valdés?
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