–Es monárquico, y yo he votado por los republicanos.
Juan, el hijo, puso una tienda en los Cuatro Caminos. No le va muy bien y ha traído muchos quebraderos de cabeza a la familia.
Desde el abuelo «francés», con nueve hijos y ninguno con suerte, la familia se ha desenvuelto difícilmente. Don Juan se ha quedado sin cinco, después de pagar el traspaso de la tienda del mayor y prestar diez mil pesetas, sin que lo sepan en casa, a su viejo amigo Vicente, que tiene una tienda de loza en la calle de Postas.
Últimamente, don Juan tuvo con él una agarrada, por motivos políticos, la deuda ayudando.
–Se ha vuelto muy de la cáscara amarga. 20
El orgullo de la familia es Julián, quien, a fuerza de sacrificios y con la ayuda de un tío cura, se educó en los jesuitas y cursó la carrera de medicina. Por el barrio le conocían por «el cojito»; era un muchacho avispado, curioso, holgazán y vivo. Ya le apuntaba el bozo y traía la cara barrilleada cuando volvió del internado para seguir los cursos de San Carlos. Una criadilla de las Peñuelas le acabó de echar a perder. Túvola que despedir la abuela cuando los descubrió, un día de gran limpieza de la sala, cerca del cubo del agua, tras el sofá, la aljofifa abandonada, como mayor prueba del crimen, el mozuelo metiéndole mano y la fregona murmullando consentidora:
–Estese quieto, señorito, ¡que se lo diré a la señora!
Y Julián, que si quieres.
–¡Señorito Julián! ¡Por favor!
Entró a servir una varona de Tetuán que no duró una luna, porque quería llevar la casa a su antojo; y luego una bobalicona de la Alcarria, que encontró el barbiponiente muy de su gusto. Tanto, que la familia se alarmó de su flacuchez y desmalaje. El doctor recetó reconstituyentes y el padre, que no era tonto, despidió a la fámula.
Julián era un estudiante fácil e impreciso, muy dado a los novillos c, a las librerías de viejo, y a los bailes de modistillas. Aprobaba sin más, tras estudiar en abril y mayo.
Su madre fue una señora suave y apagada, que no abría boca y cuyas reconvenciones no pasaban del patronímico.
–¡Juan!, o ¡Julián!, o ¡Paloma!, o ¡Remedios!
Desfondada por los partos, no se la oía ni andar, ni siquiera sabía ddar a entender su voluntad.
–Lo que vosotros queráis.
Julián sentía un profundo cariño por ella. –Tengo una madre de terciopelo –le solía decir.
La dulce y débil señora hizo siempre lo que estuviera en su mano para acceder a los deseos de los demás familiares. Ni tuvo más mundo que su casa, ni otro mundo que el de la Almudena, en cuya vecindad había nacido.
Todo cuanto sucediera fuera de su alcance inmediato carecía de sentido.
–¡Ya ves! –contestaba cuando le referían sucesos, aun los más extraordinarios– O, ¡qué cosas pasan por el mundo!
Murió sin decir ni pío, el mes de marzo de 1927. La casa siguió igual, bajo el mando de la abuela, que era de otro temple.
Tenía Julián 18 años cuando tomaron a Matilde, muy recomendada por una familia amiga, de Alicante. Matilde era una preciosidad y Julián se enamoró de ella; le voló el seso, las horas, las ganas; ya no hubo amigos, ni clases, ni tiempo. El cine se convirtió en cueva, el Retiro en celda. El día se reducía a las horas en que no había nadie en casa y en los momentos robados a la compra. Julián descubrió el verdadero sentido de los domingos. Perdió todas las clases de anatomía porque correspondían con el momento en el cual Matilde arreglaba su cuarto. Matilde tenía el color mate de la piedra molar y bruñida, el pelo negro y unos enormes ojos prietos, que se le arrasaban fácilmente; guapa, de morenez moruna, seria, caliente, oscura, callada y pasiva.
–¡Julián, Julián! ¡Si no puede ser! Sus padres no lo permitirán nunca.
Porque el mancebo lo prometía todo: el matrimonio, el amor eterno, la fuga. Julián Templado se acuerda siempre, cuando ve un cuadro de Velázquez (sobre todo El Infante Don Carlos o el Baltasar Carlos ) de las tardes de los domingos en los alcores del Pardo. Por los calvijares de las lejanías corría algún cervato, las carrascas amarilleaban entre todos los morenos y bermejos del otoño, el cielo estaba pálido, de un azul tan blanco que la bóveda aparecía claramente sin fin, algunas nubecillas la humanizaban. Julián sentía un gran entusiasmo por la vida, una gran seguridad interior, no sabía por qué, ni forjada de qué ideas, ni de qué manera. Solía ir al Prado los domingos por la mañana, a la hora en que la abuela exigía que estuviera en misa. Descubrió entonces que le gustaba la temperatura, la limpieza, la trapa, el cuchicheo, los santos; que la pintura era algo más que una prodigiosa ilustración de la Historia. Gracias a Matilde vio en los fondos de Velázquez algo vivo, una manera de hablar. Empezó a husmear la humana manera de entender el mundo e interesarle más que los hechos en sí. Este camino le condujo a cierta suficiencia, escepticismo y desprecio de todo. Al tiempo empezó a escribir versos y planeó una comedia; leyó los poemas a algunos compañeros que no le hicieron mayor caso, y los fue olvidando; la comedia no pasó de la primera cuartilla. Un año duraron sus amores con Matilde; al cabo los padres de la muchacha la llamaron al pueblo, cuando la cosecha, y no volvió.
Acabó Julián la carrera sin pena ni gloria y fuese pensionado a Alemania. Pasó tres meses en una pequeña ciudad renana y otros tres en Berlín. Era por el año 24. Sin desjarretarse, más se desbraguetó que estudió, y mejor aprendió la lengua en su propia salsa que no en los libros, por sabios que fuesen. Le sirvió de mucho su ciencia famular y su condición española. No halló más resistencias que las gozosas. Quedole de la pequeña ciudad alemana un recuerdo de sueño: Konditorei , crema, pasteles y café, los delantales de las sirvientas, los cigarros de paja, el suelo duro de la helada, los viales desnudos del invierno, los abetos; el recuerdo de los largos paseos, los brazos por el talle, las promesas vagas, más vagas todavía por ser pronunciadas en un idioma incierto; y, en ellas, el espasmo del calor, de las naranjas, de lo azul. Alemania, rígida por fuera y ¡tan caliente! Los sofás, los sillones, las chimeneas que sirven para algo, los libros como regalo de año nuevo, la nieve, las cervecerías, las excursiones. Se le confundía el recuerdo de Alemania con el de las películas vienesas: todos sus amores le parecían haber tenido un fondo de música de vals. A veces se preguntaba si era verdad que había estado allí. De Berlín recordaba, sobre todo, el hospital y la clínica, y las tres enfermeras más o menos enamoradas del «español».
Volvió a Madrid y púsose a trabajar con un médico famoso; por la noche iba al Henar, a la tertulia de Valle Inclán. 21Al año de morirse su madre se fue a Barcelona y allí se quedó en el servicio de otra sumidad, que le pagaba mejor que su colega madrileño.
Cuchicheó, corrió, brincó, enronqueció por ela República; cuando la tuvimos lo dejó estar. Tuvo amores, así en plural y sin mayúscula, con una compañera y, también, de mutuo acuerdo, lo dejaron correr.
Julián Templado no creía en gran cosa: –El mundo –solía decir– no es cosa del otro mundo– con lo cual no quería dar a entender que no apreciaba este, sino todo lo contrario. Leía muchos libros de historia, que le hacían mirar con desprecio lo novelesco. Su especialidad era la psicología infantil; empezaba a tener una clientela. El año 34 ingresó en el Partido Socialista, por reacción ante la política del gobierno Lerroux-Gil Robles. 22No hizo nunca más que pagar su cuota. Fue de todos la sorpresa, los primeros días de la sublevación militar, al pedir las patrullas de control la documentación, verle exhibir el carnet del partido.
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