Lo que le gusta a Julián Templado es la vida; le gusta todo: el sol, la lluvia, las rubias, las morenas, las flacas y las gorditas, las altas y las bajas, el cine, el teatro, el vino, el agua, el puchero y el solomillo, mejor adobado. Carácter de no tenerlo y sacarle jugo a todo. Curiosidad de los demás y falta de voluntad para escoger. Incapaz de resistir a la menor tentación. A veces sale a comprar una corbata y vuelve con una caracola. Para él los escaparates son trampas en las cuales se deja gustosamente enredar. Se enamora de todas.
–Ya sé de qué pie cojeo –suele decir–. Me quedo siempre corto, un poco en el aire. Me falta confianza en mí mismo cuando hay que hacer las cosas premeditadamente; en cambio, a lo que salga, voy más seguro que don Dios. El hacer un plan basta para que no se cumpla. Así me salen las cosas. Basta que me alaben una para que la menosprecie, o pertenecer a un partido para que simpatice con el contrario, y mi gusto: defender a los ofendidos. Me falta juicio y me dejo llevar por el viento. Me sobra imaginación y me falta inteligencia. Yo no sé si todas las ideas de todos nacen a rémora de las de los demás, pero yo no tengo otras y ese sentimiento de dependencia es mi mayor humillación. Tonto yo, listos ellos, pero no tanto.
Curioso de todo, husmeador, incapaz de perseverar, no era fácil que tuviera amigos.
–Lo que me salva es mi superficialidad. Mi inconsciencia. Me lo daban a entender y lo tomaba como un insulto… Luego he aprendido que las virtudes son caprichosas y gustan disfrazarse. Me falta fijeza, ponderación y perseverancia. Sé mejor que nadie el mal estudiante que fui y, luego resultaba que no… Me oriento, creo estar en seguida al cabo de las cosas y resulta que son otras, pero lo curioso es que lo que he aprendido, no siendo lo que me querían enseñar, tampoco está mal, y pasa… Nada me divierte como una asignatura nueva; a los ocho días ya la dejo. Desflorar… Y ya que te lo he dicho, divertirme. ¡Bastante me lo echan en cara! Es verdad: hago las cosas porque me divierten y dejo de hacerlas porque no me divierten. Esta ligereza ha enseñado su buena cara en estos tiempos: sobrenado; de alcornoque he pasado a corcho. Una especie de salvavidas. Alguna reprobante mirada de las personas serias; nada serio. Nunca me ha dado tanto la vida, dando yo menos. A veces, en la madrugada, se cubre uno de vergüenza, pero caigo rendido de sueño. Falta tiempo y sobran heridos. Queda la ética. De cuando en cuando punza. No me merezco demasiada confianza. Nunca se sabe lo que se es capaz de hacer. Desde luego, no pedir un puesto en el extranjero como esos amigos nuestros de la Maisón Dorée, que mascullan: «¡Ya hemos hecho bastante!» como si el deber se midiera de antemano. «¡Ya hemos hecho bastante por la República, ahora que trabaje ella!» Creen que por haber estado tres meses en Barcelona, Giral les debe enviar a París, o que el comer lentejas o aguantar cuatro bombardeos son pasaportes suficientes para el otro mundo. O ser de esos que por pertenecer a un partido político parecen haber firmado un seguro de vida. Republicanos de cuota.
A poco de empezada la guerra, pensó que más falta hacían médicos de los de inyección en ristre que los de su especialidad, y empezó a trabajar en el hospital de Vallcarca.
Los primeros meses no le suprimieron –ni a él, ni a nadie– ninguna comodidad, los cafés seguían siendo los cafés, y los bares, los bares, y el buen vino con su transparente y sangriento gustillo caliente, y el buen coñac con su madurez melada, y el bienestar indefinible en lo hondo de un sillón lengüeteando un alcohol o varios, seguía aparejado a ese difuminar de las cosas lejanas, como si el mundo mismo se hubiese vuelto miope. Y el desaparecer avahado de las preocupaciones y fatigas, acucia por nada, en un lene, suave, blando, dulce, leve, ligero bienestar al alcance de la lengua en el vaso frontero.
–Las mujeres –decía– se ganan por asedio, nosotros los feos. Que los golpes de mano, las sorpresas, las debilidades inexplicables, las rendiciones rápidas, el venirse a las manos con la sola presencia enemiga, el triunfo decisivo sin necesidad de persecución, cuentos o victorias de bien plantados, sin que valgan excepciones; que el ganar feas no es de ley. El que espera el mutuo ramalazo va dado. El gusto suele ser unilateral y siempre hay que despertar al vecino. No te digo nada de los «¡Usted qué se ha creído, caballero!», ni de los discretos «Usted se equivoca». A las mujeres no hay quien las coja desprevenidas, siempre atentas a las reverencias y el dedo en el gatillo. Más alertas que don Dios. Huelen las alabanzas en los ojos más legañosos. Y, sin embargo, si no las repeles, las vences sin dificultad: tiempo y alabanza. Dales vueltas y las mareas. Sé falso y déjate coger en el juego. Habla y déjate llevar por las palabras; engáñate y engañarás. Todo es cuestión de aproches y de poliorcética, como diría Fajardo. Bastiones, barbacanas. Todo es cuestión de fortificarse, de ataques de flancos y de brazos, más que de alas. Las mujeres resisten según el miedo: las unas a la preñez, las otras al infierno. Hay que dejar aparte las que le tienen asco al amor. Las mujeres, como los fuertes. El amor es un arte militar. Suelen decir que las hembras se pirran por los uniformes, no solo por el abalorio: por la táctica. Y el sueldo con oropeles, más. –Templado creía no haber conocido amor verdadero, a pesar del empeño. Todos sus afanes habían caducado en aventuras, que no habían sido pocas, con mujeres de más y de menos. Con los años acababa prefiriendo las lagoteras, y el ron blanco. Los barmans le conocían, y su desprecio por los bazuqueos.
–¿Lo de siempre, don Julián?
Y las trotonas:
–Hola, Julián.
De cuando en cuando se iba solo a dar conversación a las dueñas de algunas mancebías; estas le hablaban de sus negocios, y aun le consultaban; las pupilas le trataban con respeto.
–¿Quién es ese?
–No sé. Un amigo de la patrona. Creo que es uno de esos de la higiene. 23
A veces se ocupaba por desocupación; buen pagador de sus gustos, origen de su fama.
Se le había imaginado una figura bastante precisa de la mujer que quería, y quería a todas por distintas. Jugaba franco, a todo amor, por el acaso y seducido por el cálculo de probabilidades. Ganaba minutos, perdiendo tiempo y las esperanzas.
–Chico, me he acostumbrado tanto a las putas, que casi no me gustan las decentes.
Las bigardas de Julián Templado no suelen ser burdeleras, sino de las que juegan a querer.
–En el juego está el cogollo. A las honradas se las consigue mintiendo. Es la única diferencia. A medida que me hago viejo me cuesta más. El mentir es cosa de niños; a los mayores con no decir la verdad, basta. Yo, ya, si no pico no me divierto.
Lo confesaba con tristeza y vergüenza, a pesar del tono; porque en el fondo Julián Templado esperaba todavía hallar, a la vuelta de cualquier esquina, la mujer de sus sueños.
Su mayor falla: ególatra. Lo bueno: que lo sabe; y no se valora en más, pero a pesar de ello, no podía dejar de interesarse, ante todo, por su persona, inseguro de su modestia, que confunde con su inapetencia de poder; sin darse cuenta de que aprecia el mundo únicamente en función de sí mismo. Cree que todos son como él, y en eso es inocente. Aparte de Fajardo, su único amigo, «los demás –reconoce–, los demás me importan un comino».
La guerra le remedió en no poco.
–Mire usted –le decía a la sonochada de aquel 31 de diciembre, a Willy Hope, sentados en el Oro del Rhin, 24a las seis de la tarde, tomando vermut, solo alcohol que había en toda la ciudad–, mire usted, lo único que he aprendido durante la guerra, pero aprendido de veras, es a odiar. ¡Y de qué manera…! Yo, un cordero. Y el odio me ha venido por las cosas, por la sangre y los cercenes, y no por las ideas.
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