—Pues el tuyo no consistía solo en poner ladrillos, en pasar la lona para peinar la arena, en oír las imbecilidades del jefe.
—¿Qué más tenía que hacer?
—Tenías que decir lo que yo digo, pensar lo que pienso y sentir lo que siento. En eso creo que no me has imitado.
—¿Por qué lo dices?
—Es imposible mascar chicle y pensar, sentir o decir algo. Yo pienso con la lengua, y si la tienes ocupada en huir de los dientes no sirve para nada.
Llegamos a casa de Fuensanta un poco tarde. El taxista, sorprendentemente silencioso, parecía bastante interesado en lo que decíamos y dio varias vueltas antes de llegar a la dirección que Julián le había dado. Según el hijo de Fuensanta, solo quería pegarnos el sablazo; pero yo estoy casi seguro, por la atención puesta en nuestras palabras, que simplemente quería enterarse de lo que estábamos hablando.
Enseguida pasamos a la mesa. Después de las preguntas de rigor hacia mí y hacia los participantes, Fuensanta intentó acaparar la conversación. Me di cuenta de que no era la primera vez. Su carácter le exigía ser el centro en cualquier circunstancia. Julián, que no estaba de humor y tenía unas ganas locas de terminar con todo aquello y empezar su luna de miel, retomó la conversación del coche en un momento de silencio y arremetió contra Mohamed. Se había quedado un poco ofendido por sus palabras en el coche.
—No creo que se pueda pensar mucho si se tienen las manos ocupadas.
—Pues sí, bastante más que si tienes la cabeza ocupada.
—¿Te refieres al chicle?
—Me refiero al chicle, y a pensar cualquier cosa en la que tienes atada la mente y libres las manos. Los trabajos manuales te permiten estar pensando en cualquier otra cosa. Hay trabajos en los que se canta y otros en los que está mal visto cantar. Adivina cuáles.
En la familia Tordesillas no estaban preparados para ese tipo de reflexiones. Lo más razonable era que yo interviniese, desviando la conversación por derroteros que no les sorprendiesen tanto.
—Cuando dijiste que Julián no podría tener tus pensamientos, yo creí que sería porque, en realidad, sois dos personas con recuerdos de vivencias muy distintas.
—Eso también es importante, aunque menos de lo que vosotros creéis. Lo importante no es lo que ha pasado, ni lo que va a pasar, sino lo que está pasando. Lo normal es que lo de ahora domine lo de antes y lo de después —explicó Mohamed.
—Aquí, cuando tienes un problema todos los psicólogos se preocupan de mirar en el pasado —aventuré—. Intentan descubrir el recuerdo que te impide vivir con naturalidad y libertad el presente. Puede que no sea tan sano como ellos piensan.
—Pero los recuerdos marcan a las personas —intervino con una visible inquietud Fuensanta, que había estado deseando hacerlo desde el principio.
—Claro que marcan, pero no justifican. A partir de cierta edad nosotros participamos en la elección de nuestras vivencias. Hay una parte de fatalidad, claro, incluso en lo que tú has elegido —insistí, sin saber muy bien dónde íbamos a terminar.
—Creo que hay que vivir lo elegido como si fuese inevitable, y lo inevitable como si fuese elegido —dijo Mohamed.
—¿Y qué hacemos con las desgracias? —Ya no recuerdo si esto lo dije yo, Fuensanta, Julián, los tres a la vez o el sentido común.
—Aceptarlas en el único modo de elegirlas —zanjó Mohamed—. Por ejemplo, yo tengo que aceptar que para ir al programa de hoy he tenido que superar mi horror a que me fotografíen. He tenido que aceptar que si no decidía ir al programa me mandarían a casa y me quitarían los papeles.
—Una pregunta: ¿cómo te avisaron para el programa? —Yo tenía una curiosidad enorme por saberlo. Dudaba de que hubiese ido voluntariamente.
—A través de la oficina de empleo. Por lo visto se trata de una campaña para integrar a los inmigrantes en las costumbres españolas. De mí solo saben que soy extranjero. Si hubiesen sabido algo más de mi pasado, de mi pasado más reciente, me habrían llamado para otro tipo de programas, para algún reality show en el que podrían sacar más chicha.
—¡Cuéntanos, cuéntanos! —Fuensanta, claramente, no podía contener su curiosidad.
—Es un poco largo.
—No importa.
—Yo, como muchos de mis compatriotas, he llegado en patera. Prefiero ese medio de transporte porque nos beneficia más en el trato la ley del mar que la ley de la tierra. A pesar de eso no tuve suerte. Salí un día de junio de un pueblecito de pescadores cerca de Tánger. Íbamos treinta personas en una zódiac para diez personas. Hicimos la travesía de noche. Llegamos casi al amanecer. Cuando estábamos a doscientos metros, sin preguntarnos si sabíamos nadar, el patrón nos obligó a tirarnos al mar y alcanzar nadando la costa. En la playa nos estaba esperando la guardia civil. Me quedé con las ganas de arrojar por la borda al patrón. Nos repatriaron en el siguiente ferry. En el segundo intento volvimos a salir demasiados en una embarcación pequeña. La mar estaba más picada. El patrón, viendo peligrar la barca, pidió a uno de los pasajeros que se arrojase al mar: o él o todos los demás. Muchos de los que iban en el barco estaban de acuerdo con el patrón y parecían cada vez más dispuestos a colaborar por la fuerza con sus órdenes. No se veía la costa. El hombre al que se lo había pedido iba junto al motor, temblando por las vibraciones. Casi sin pensarlo, en un descuido, arrojó de un empujón al capitán por la borda. Inmediatamente después cogió el timón. Aceleró y lo dejó allí, en mitad del mar. Un silencio muy extraño se apoderó de la lancha. Parecíamos huir de la noche, huir de las estrellas. Las olas chocaban contra el casco como podría hacerlo un cuerpo sin vida. Nos apretujábamos en el espacio estrecho. A pesar de la proximidad sentíamos todos una extraña repugnancia al contacto con la piel y las ropas de los demás. Nada parecido a la solidaridad. No nos atrevíamos a movernos. Intuía que en cualquier momento, si alguien hacía un movimiento en falso, se podría desencadenar una batalla en la que todos terminásemos en el agua, a merced de la noche y de las olas. Compartíamos los mismos pensamientos de hostilidad hacia los demás. Solo lo he sentido otra vez en el metro, cuando una multitud subía por una escalera, totalmente atiborrada. Pensé que si un globo explotaba a nuestros pies habría una estampida y todos nos pondríamos a abofetear a nuestros vecinos. Avanzábamos encerrados en un odio visceral. Nadie se atrevía a decir nada, a moverse. De repente, empezó a inundarse la proa. Nuestro humor cambió radicalmente cuando empezamos a achicar agua con nuestras manos y con algunos cubos que había por la cubierta. El nuevo capitán estaba preocupado y serio. Los demás estábamos felices de haber dejado de odiarnos, de trabajar todos juntos por algo, por nuestras vidas. Se repitió la situación anterior: el que acababa de empezar a mandar dijo gritando que uno de nosotros tenía que saltar por la borda si queríamos llegar sanos a la costa. Casi inmediatamente después, sin pensarlo, como impulsados por un mismo resorte, los dos hombres que estaban a su lado lo arrojaron al mar. El movimiento engarzaba perfectamente con los que habían estado haciendo para achicar agua. Luego siguieron evacuando por la borda como si no hubiera pasado nada. Nadie quiso tomar el timón. Preferían ir a la deriva.
—¿Y? —exigió Fuensanta.
—La deriva sigue.
—Pero cuenta cómo terminó todo —insistió Julián.
Mohamed se había quedado como mudo, con la mirada perdida. La madre y el hijo eran incapaces de tolerar semejante paréntesis sin final. Por mi parte, había tenido suficiente con lo escuchado. El silencio era trágico. Mohamed dijo que era tarde, que se tenía que marchar. Fuensanta y Julián estaban indignados, ni siquiera lo acompañaron a la puerta. Julián, por otra parte, había decidido no volver a cruzarse conmigo en todo el tiempo que durase mi observación de la familia. Había tenido bastante con el programa de televisión, ya no le quedaban ganas ni siquiera de representarse a sí mismo. Me consta que su madre intentó convencerlo al volver de su luna de miel para que ocupase un lugar relevante en la crónica. La verdad es que no quedaría ya mucho espacio ni tiempo para él. No lo volví a ver hasta el desfile de zombis que se iba a celebrar días más tarde, cuando volvió de su viaje de novios y la guerra con los Botero estaba en su punto álgido. Su presencia en la crónica se reduce casi a esta primera experiencia.
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