Paco Carreño - La segunda vida

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Ful es invitado por los Tordesillas para escribir la biografía de la familia. Lo que parecía un sencillo relato se convierte en una complicada investigación. El desarrollo de su trabajo tendrá́ consecuencias imprevistas. Al pasar de escritor a detective se ve obligado a contar detalles comprometedores que pondrán en juego su propia vida.En su «crónica» se hace el retrato colectivo de una ciudad dominada por las apariencias. Nada es lo que parece. El engaño se confunde con la inteligencia; el mal gusto, con la belleza; el egoísmo, con la justicia… Y en este mundo al revés Ful irá poco a poco convirtiéndose en la figura clave de una historia ajena y llena de riesgos. Testigo a sueldo de una realidad que se le escapa, busca las escasas pistas de la verdad y termina con ello de enredarse en el destino engañoso al que ha sido invitado a participar.

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Empezaba a estar saturado de videojuegos. En mis lapsus de desinterés daba rienda suelta a mi inclinación hacia el desaliento. Imposible resignarme. Buscaba por toda la sala, como un submarino aburrido en mitad del océano, tratando de encontrar con el periscopio de mi atención de cronista alguna isla de interés. Por eso, cuando entró de nuevo Fuensanta en el comedor, mi nuevo olfato de detector-de-sucesos-antes-de-que-se-produzcan hizo que me fijase en Adela. Sus ojos persiguieron a su hermana hasta la silla donde tomó asiento. La recién llegada no levantó los ojos. Sufría la presión de una mirada fraternal de cuarenta atmósferas. Había tanta rigidez en sus gestos que cuando acercó su mano a un vaso que tenía delante, este se cayó. Inmediatamente después se puso a llorar. Adela se levantó y fue corriendo hacia la capilla. Al poco tiempo volvió y se tiró a por su hermana. Esta le había desbaratado sus montoncitos de huesos y había reunido todos los restos en una sola pila. Eso es lo que oímos todos. Y los llantos, y los gritos.

—La maldición de tus ancestros caerá sobre ti. Eres una bruja.

Fuensanta cogió una escopeta en un mueble armero. Por un momento pensé que iba a asistir a un fratricidio. Afortunadamente, se fue a cazar palomas. Por lo que me dijeron, siempre que tenía alguna crisis, especialmente con Adela, lo hacía. No recuerdo quién le recordó que estábamos en época de veda y que sus tiros traerían problemas con los guardas forestales. Ni se dio la vuelta. Amancio intentó mediar y tranquilizar a Adela.

—Creo que no hay que ponerse así por un montón de huesos.

—¡Qué sabréis vosotros de huesos! —respondió su hermana con vehemente desprecio.

—A ver. ¿Por qué no nos ponemos de acuerdo con esos huesos? —medió Blas, que empezaba a ser consciente del peligro de tener en casa un arcón tan polémico y a sentirse responsable indirecto de todos los enfrentamientos que estaba provocando—. Creo que esto llega ya demasiado lejos. Vamos a hablarlo aquí mismo para decidir algo.

—Mejor esperamos unos días para meditarlo —propuso Eugenio, el marido de Adela, quien pronto me proporcionaría algunas de las sorpresas más raras de todos aquellos días. En aquel momento no tenía todavía datos para saber si se trataba de una intervención irónica, debido a la agitación que el dichoso baúl estaba ocasionando en su mujer, o si pensaba de verdad que el problema requería que se tomasen su tiempo.

—¡Qué pesado eres con tu meditación! Todo necesitas medirlo, graduarlo, comprobarlo. Y, mientras, esos pobres huesos a la intemperie —Adela no parecía dispuesta a retrasar ni un minuto el acuerdo.

—Yo le quiero preguntar algo a la tía Adela —intervino Jorge, a quien no había visto hasta ahora—. ¿Por qué te empeñas en agrupar los huesos por difuntos?

—Porque es mi obligación. Cuando resuciten tendrán que volver a por sus huesos, lo único que quedará de sus cuerpos. Estos son como las simientes de la vida futura. Si los dejamos desperdigados o en un solo montón, sufrirán mucho más, prolongarán sus penas eternas quizá hasta siempre. Seguramente se enzarzarán, como nosotros, en una pelea por no saber de quién es cada pieza. El caos los confundirá. Una lucha eterna les impedirá plantarse en su nueva vida.

En cierto modo todos respetaban las decisiones de Adela. Todavía no sabía muy bien si por sus prontos violentos, o por simpatía hacia unas ideas fuera de lo común. Hubo un silencio prolongado en el que no estaba muy claro si se dejaba de decir algo o no había nada que decir.

—¿Pero estáis locos? Aunque todos estuviésemos de acuerdo con las ideas de Adela, es imposible que acertemos con los huesos de todos —sentenció el incrédulo Amancio.

—No es tan difícil. Échale un vistazo a las fotos. Son tallas muy diferentes. La tía Eugenia, por ejemplo, es mucho más baja que la bisabuela Rosa.

Adela no estaba dispuesta a renunciar al orden de los difuntos.

—Ya lo tengo —propuso Amancio, rendido ya al delirio—. Podemos organizar el panteón con pequeñas hornacinas, del tamaño de un hueso cada una, distribuidas por el interior del mausoleo. Un cristal dejará ver cada una de las piezas, que tendrá su cartela, como en un museo: fémur uno, fémur dos... El día del Juicio Final las almas elegirán sus huesos. Los reconocerán por inspiración divina.

—Eso es imposible —le interrumpió Adolfo, el marido de Maribel, médico de profesión—. Multiplica doscientos seis huesos por los cuerpos que estén enterrados en el panteón. Calcula la cantidad de hornacinas que tendríamos que poner. Habría que comprar todo el cementerio. Prefiero que Adela los reúna con su intuición. El otro sistema nos arruinaría.

—Las trifulcas de los muertos serían inevitables —añadió Adela—. No creo que todos tuviesen la clarividencia suficiente para dar con sus huesos en la tierra. Terminarían aporreándose con sus propias reliquias.

—Yo creo que la fosa común es lo mejor —dijo Blas—. Os aseguro que no les importaría. Los he traído hasta aquí en la baca del coche, a todos juntos, y no han dicho ni mu.

—¿No has oído antes en la iglesia? —Adela no parecía dispuesta a claudicar.

—Eso era un avión.

—Me da igual que fuese un avión, era un aviso.

Finalmente, la manía de Adela resultaba lo más práctico, después de la fosa común. Todas las demás propuestas lo único que conseguían era complicar la primera manía. Metido en la discusión se me ocurrió aportar una propuesta que yo creía conciliadora. No recuerdo exactamente qué dije. El caso es que nadie me respondió. Casi les extrañaba que hubiese hablado. Fue como si hubiese crujido un mueble. Volví a sentirme un intruso. Para evitar la sensación de indiferencia me puse a pensar que todo aquello no era más que un numerito que estaban montando para mí. El único espectador no tenía derecho a participar en la función, y se le afeaba la conducta con el silencio. Yo no era cualquier invitado, era un invitado a sueldo delante de los pensamientos, los gestos y las palabras de los Tordesillas. De repente, una lógica aplastante me dijo que si pagaban por tenerme de espectador para ser vistos era porque ellos mismos se habían convertido en cajas tontas y yo en un idiota a sueldo.

Adolfo tuvo una idea. Tanto él como Maribel, su mujer y sus hijos tenían una segunda vida. Eso nos contaron. Enterrásemos como enterrásemos a los muertos en la vida real podríamos, proponían, realizar cada una de las propuestas que se acababan de oír, por imposibles que pareciesen, en el reino virtual de Second Life, una aplicación informática que les permitía dar vida a cualquier fantasía. Así no habría que renunciar a ninguna de las ideas que habían surgido.

Dicho y hecho, enseguida los tres hermanos, Félix, Álvaro y Pedro se pusieron manos a la obra. Me pidieron que subiera con ellos. Debía dejar constancia. Entramos en un cuarto donde había varios ordenadores portátiles. Félix me entregó uno de ellos. Me tenían reservado un papel virtual con el fin de hacerme entender cómo funcionaba. Era mi bautismo en lo que ellos llamaban la segunda vida. Fuera de la casa se oían muchos tiros. Tenía una enorme necesidad de evadirme. Me puse manos a la obra. De repente, me vi convertido en el doble de una gran estrella de cine cuyo nombre he olvidado. Lo sustituía en las escenas más peligrosas de las películas que rodaba. Empecé desde abajo, con pequeños trabajos. Pronto me hice imprescindible. Todos los directores me llamaban para sus rodajes. El tiempo era elástico. Un minuto se correspondía con años de experiencias. Cada vez exigían más de mí.

—Pasa por el aro de fuego.

—Derrapa.

—Estréllate contra la valla.

—Salta por el precipicio y da quince vueltas de campana.

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