Al final gané una estatuilla, una Taurus. Supe que pesaba doce kilos, bastante más que las de los Óscar. Esos detalles, que parecían pensados para dar verosimilitud, a mí no me hacían ninguna falta. Estaba tan enfrascado en la emoción de las acciones que me vi pasearme con orgullo por el escenario de una pasarela de Hollywood.
Mientras yo me encontraba completamente metido en mi papel secundario, fascinado por mi heroico avatar, los hermanos habían introducido a sus antepasados en Second Life. Me hicieron partícipe de sus aventuras para que yo luego se las contara al resto de la familia en la crónica que debía escribir.
Primero compraron una isla para todos. Cuando los difuntos llegaron el primer día al nuevo mundo salieron a recibirlos cuatro perros de colores, una adolescente frágil, como si fuese de porcelana y una pareja que se desplazaba por el mundo virtual con un cohete a propulsión atado a la espalda. Inmediatamente los llevaron a una discoteca para bailar. Aunque los habían caracterizado a la mayoría como ancianos, más o menos como dejaron este mundo, los anfitriones de aquel día no les permitieron terminar antes de las tres de la madrugada. La consigna era acabar con ellos lo antes posible, sometiéndolos a un desgaste frenético. Al día siguiente, es decir, al cabo de dos minutos, los antepasados fueron acompañados por sus anfitriones a visitar las obras de construcción del panteón en que iban a ser enterrados ese mismo mes, pues Félix, Álvaro y Pedro no tenían intención de pagar a los administradores de Second Life más de lo mínimo por el derecho de permanencia de sus mayores resucitados. Estaban decididos a acabar con ellos lo antes posible, ajustándose de ese modo, decían, a la realidad que ya los había matado.
Los ancestros no aguantaron ni una semana el ritmo trepidante de sus anfitriones. El problema surgió cuando intentaron enterrarlos como habían acordado, con un hueso en cada vitrina. En ese caso se impuso la lógica mercantil: del mismo modo que en la realidad los cuerpos de los difuntos no se quedan en los huesos el mismo mes de su fallecimiento, en Second Life el tiempo tardaba unos tres años en mondar un cadáver. Por lo tanto, tendrían que esperar todo ese tiempo pagando las mensualidades correspondientes por tener sus avatares ancestrales en el cementerio de la isla que habían comprado. A partir de ese momento podrían hacer con ellos lo que quisieran. Y ante la propuesta de introducirlos ya difuntos en la Red, las leyes comerciales de Second Life impedían alojar habitantes ya muertos, pues podrían convertirse con el tiempo en zombis que sembrasen el terror en el mundo virtual. La solución que encontraron fue fácil y rápida. No hubo más remedio que resucitarlos para ahorrar. Uno puede vender sus creaciones en el mundo virtual. Así que sacaron a la venta a sus ascendientes. Como la operación no salía adelante, ya que los usuarios de Second Life prefieren caracteres y vestimentas ultramodernos, estilo ciencia ficción, Félix, Álvaro y Pedro retocaron a sus ancestros con detalles de última moda. A uno le dieron habilidades espectaculares, como la facultad de comer ratones vivos; a otro, una lengua de medio metro con la que cazaba moscas y pájaros; a otro, orejas postizas terminadas en punta, capaces de varear aceiturnas, unos frutos virtuales de los que se extraía un bálsamo ideal para curar la melancolía, muy parecidos a las olivas. Así consiguieron que un circo los comprase a todos juntos para exhibirlos en las ferias del Otro Mundo. Al poco tiempo, un incendio en la carpa acabó con la segunda vida de todas aquellas almas en pena. Los enterraron en una fosa común, bastante más barata que un panteón, saltándose el episodio del rayo que había desbaratado los huesos de los muertos en la realidad. Con el dinero de la venta al circo consiguieron que pasaran en cinco minutos naturales los tres años virtuales exigidos por las autoridades de Second Life para quedarse en los puros huesos. El dinero allí es todavía más poderoso que en esta pobre primera vida.
Se hizo rápidamente un nuevo panteón inmenso, lleno de hornacinas. Allí fueron colocados uno a uno los huesos de todos los antepasados. Esta operación, que en la vida real habría llevado tanto tiempo, la terminaron en pocos segundos. Así quedaba cumplido el deseo de Amancio. Adela quizá no estaría totalmente satisfecha, pero ni siquiera la realidad virtual servía para poner un poco de orden en la muerte. Enseguida el panteón se llenó de curiosos que desfilaban ante los restos de los Tordesillas como si fuesen piezas de un museo. Los hermanos no tardaron en aprovechar aquella fiebre cobrando una entrada a todos los avatares que deseaban visitar el panteón: ¡el nunca visto espectáculo de la muerte! Así, sometidos a este postrer exhibicionismo, los ancestros posaban dócilmente ante las miradas de los que todavía disfrutaban de una segunda vida. Y la cadera de la abuela Fernanda, como veríamos más adelante, volvía a quedar expuesta a los avatares mortales de nuestro mundo.
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