Paco Carreño - La segunda vida

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Ful es invitado por los Tordesillas para escribir la biografía de la familia. Lo que parecía un sencillo relato se convierte en una complicada investigación. El desarrollo de su trabajo tendrá́ consecuencias imprevistas. Al pasar de escritor a detective se ve obligado a contar detalles comprometedores que pondrán en juego su propia vida.En su «crónica» se hace el retrato colectivo de una ciudad dominada por las apariencias. Nada es lo que parece. El engaño se confunde con la inteligencia; el mal gusto, con la belleza; el egoísmo, con la justicia… Y en este mundo al revés Ful irá poco a poco convirtiéndose en la figura clave de una historia ajena y llena de riesgos. Testigo a sueldo de una realidad que se le escapa, busca las escasas pistas de la verdad y termina con ello de enredarse en el destino engañoso al que ha sido invitado a participar.

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El momento más animado llegó cuando Mohamed entró en la pista para jugar con un amigo de Julián. Los dos equipos de cámaras se saludaron. El amigo de Julián, perfectamente adiestrado para la ocasión, le llamó la atención a Mohamed, hablándole como si se tratase de su propio amigo y reprochándole su torpeza en el juego. El jefe de Mohamed también reprendió a Julián por mirar el partido, por reírse, por no trabajar a un ritmo aceptable. Cuando Mohamed empezaba a devolver algunas bolas, el amigo de Julián decidió que había llegado su momento y propuso empezar un partido. Aprovechando la presencia de las cámaras presumió de su saque más feroz y le dio a su contrincante varios pelotazos en las piernas. Harto ya de una victoria demasiado fácil, propuso a su compañero de juego una ducha y un refresco. Para los telespectadores, los momentos más sabrosos llegaron cuando el camarero trajo a Mohamed el aperitivo que todos los días servía a Julián: una cerveza con un plato de jamón. Se divirtieron mucho, según me contaron y vi más adelante, cuando el amigo insistía y le cantaba las alabanzas del alcohol y del jamón.

Para los socios del club de tenis que no protagonizaban el programa, la llegada de las cámaras tuvo el efecto contrario al que había tenido en Julián y en Mohamed. Por lo que yo había visto en mis anteriores visitas los socios actuaban ya como si una cámara oculta rodase sutilmente su forma de jugar, de beber, de hablar, de saludar. Por eso tenías la impresión de que te encontrabas en un Edén, vigilado por un dios benévolo que disfrutase de la perfección de sus criaturas. Sin embargo, ese día, las cámaras reales que ocuparon el club descentraron a los socios. Sus modelos de conducta resultaron inútiles. Alrededor de los dos equipos había un gran revuelo de gente. Curiosamente, cuando llegaron los equipos de televisión los socios empezaron a asomarse, a rascarse, a mirar con espontaneidad, como si esas otras cámaras imaginarias para las que posaban continuamente se hubiesen fundido al entrar las cámaras reales. Yo tenía la impresión de que había crecido un bosque en mitad del club, un bosque lleno de amenazas de animales salvajes, un bosque en el que uno dejaba de tener una sombra como cuerpo y tomaba posesión de su materia carnal.

El programa fue un fracaso. Después de una jornada insustancial, de un día en el que los dos protagonistas del programa reconocieron que había sido un tiempo robado a sus vidas, enajenado doblemente por no haber podido ser ellos mismos, en una pésima representación del papel del otro, volvieron al plató para recibir los aplausos trillados por el regidor. Por aquella época en la televisión ya se había perdido cualquier escrúpulo a la hora de tratar a los espectadores y a los invitados a los programas. Los presentadores tenían carta abierta y aplauso remunerado del público para mentar a los seres más queridos, para ridiculizar, para someter a todo tipo de vejaciones físicas y morales a los que participaban en los programas. Los tiraban vestidos a piscinas de fango, los obligaban a dejarse embestir por vaquillas, los subían y bajaban por los aires con sistemas de poleas que recordaban cámaras de tortura medievales. Los acusaban de asesinato, de adulterio, de hipocresía. Insultaban a los vivos y a los muertos. Les regalaban fajos de billetes que luego sacaban de sus bolsillos riéndose a voz en grito de su pobreza recuperada. Les prometían paraísos convertidos rápidamente en una burla colectiva. Encerraban en islas a personas adineradas hasta matarlos de hambre y obligarlos a arrastrarse pidiendo un mendrugo de pan. Como nadie estaba de acuerdo, en el fondo, con su vida no había dificultades para encontrar en cualquiera de las esferas sociales a gente dispuesta a entregarse a la más absoluta abyección a cambio de un minuto de gloria que les diese sentido.

Este programa era especialmente humillante. El presentador citaba con cierta frecuencia la célebre frase de Rimbaud, «J’est un autre», y le daba un aire de profundidad filosófica a todo lo que decía. Tenía una enorme audiencia. Era la última gran vulgarización de la televisión pública, que había decidido convertir en algo práctico la literatura, tomársela en serio, hacer algo útil incluso con los poetas malditos. En los presupuestos del programa se hablaba de buscar un modelo de conducta en cualquier persona. El problema es que te ponían una máscara para mirarte a ese espejo raro del prójimo. También insistían en la necesidad de integrar a los inmigrantes y mostrarles directamente la vida que llevaban los nativos. El programa era un dechado de buenas intenciones que se materializaba en una burla implacable de todo lo extraño. El personaje que más éxito tenía entre la audiencia era el inmigrante, sometido a una feroz inmersión en las sanas costumbre patrias. Como broche en la justificación teórica del programa, a la que había tenido acceso por medio de un colega que trabajaba en televisión, se recordaba que los nativos podrían mantener contacto con esos trabajos que ya no realizaban debido a la cantidad de personas no cualificadas que habían llegado para cubrir esos puestos, sentir por un día el esfuerzo heroico que estaban realizando para que nuestra balsa nacional siguiese navegando por las aguas prósperas de Occidente.

Para terminar mi jornada de trabajo fuimos los tres, Mohamed, Julián y yo a casa de Fuensanta, quien había insistido en que terminásemos el día cenando con ella. En el recorrido noté que los protagonistas sentían un placer especial en el silencio que reinaba en el taxi. Julián mascaba chicle, Mohamed se miraba las manos. Todos nos espiábamos en los espejos retrovisores del coche, como si, en realidad, estuviésemos recordando el momento presente a través de una fría mediación. Se sentían extraños, contentos de seguir siendo tan inaccesibles y herméticos, de haber vencido ese intento por dejar de ser ellos mismos que habían sufrido durante todo el día. Mohamed, a partir de cierto momento empezó a mostrarse demasiado nervioso, como si quisiera decirnos algo. El cruce de miradas era más rápido y cortante que antes. Creo que a Julián le pasaba algo parecido. Fue él quien rompió el fuego.

—Tu jefe es un hijo de puta.

—Totalmente de acuerdo —respondió Mohamed—. ¿Por qué lo dices?

—Nada y todo. Es el tono de voz, son los gestos. Además, no tiene ni idea de nada.

—Pues tu amigo también es un poco tonto. Creo que lo único que tiene en la cabeza es una calabaza vacía. ¿Es el único amigo que tienes?

—Casi.

—Me he pasado el día solo.

—Por cierto, ¿has estado en el banco? —preguntó Julián para hacerse el gracioso. De sobra sabía que no era una exigencia del programa.

—Sí, pero no había ni un duro en la cuenta —Mohamed le siguió el juego.

—Me alegro de que mi madre haya sido previsora. Habrás tenido para los gastos. Bueno, esta noche te invitamos a cenar.

—Lo mejor ha sido la ópera. Me han hecho más fotos que a la reina.

—Oye, ¿a ti no deberían molestarte las fotos? Una vez, en un mercado de Marruecos se enfadaron muchísimo porque en la foto que yo hacía salieron dos personas retratadas.

—Bueno, es un poco difícil de explicar. Es cuestión de costumbres. ¿Por qué os empeñáis en que comamos cerdo y bebamos alcohol?

—Aquí en España todo se cocina con cerdo, hasta la sopa de fideos —me atreví a intervenir—. Es como una garantía de ser cristiano viejo.

—¿Qué es un cristiano viejo?

—Un cristiano viejo es el que desciende solo de cristianos, que no tiene sangre judía ni musulmana en las venas.

—Hay una cosa que tampoco he hecho: no he comido ese chicle que llevas a todas partes —afirmó con orgullo Mohamed.

—Mi papel era bastante más fácil que el tuyo. Comprendo que no hayas conseguido imitarme en todos los detalles —contraatacó Julián.

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