—¡Eh, venid a ayudar a vuestros ancestros! No pueden caminar.
Un montón de cabezas se asomaron por las ventanas de la casa. La escena parecía vagamente inspirada en un antiguo anuncio de perfumes. La fachada se convirtió en un escenario sobre el que se acababa de descorrer el telón. Daba inicio una función que llevaba ya un retraso considerable. Casi todas las ventanas se abrieron simultáneamente. En ellas aparecieron los Tordesillas gritando el nombre del recién llegado y cerrando bruscamente los batientes. Pronto empezaron a dejarse ver en la entrada y fueron a saludar al protagonista indiscutible de esta escena. Imaginé que les resultaría demasiado brusco aparecer sin un mínimo de preparación sabiendo que todo lo que hiciesen y dijesen quedaría registrado y sería publicado. El miedo a la improvisación seguramente les obligó a organizarse un poco. Tan pronto suponía en ellos una naturalidad apabullante como sospechaba lo contrario. Era difícilmente concebible que hubiesen preparado las escenas que vinieron a continuación. Achaqué su teatralidad a la vena cotidianamente dramática de la familia.
Pedro y Álvaro cogieron el arca por la base y la llevaron hasta la capilla. Los demás escuchaban el relato de Blas, el padre de Jorge. Contaba cómo había recogido los huesos de sus antepasados en el cementerio. Por lo visto, la semana anterior un rayo se había colado en el panteón de la familia y había desbaratado todos los nichos, sacando de sus tumbas los huesos y mezclándolos en esquelético desbarajuste. El sepulturero y Blas habían recogido los restos dispersos. Tendrían que hacer obras y, mientras, había que mantenerlos en un lugar seguro y respetable.
Algunos de los Tordesillas jugaron a intentar reconocer la pertenencia de los huesos a sus respectivos esqueletos. Fuensanta y su hermana Adela discutieron vehementemente a la hora de recomponerlos. Cada una de ellas lo relacionaba con familiares diferentes. Adela se fue corriendo a la casa y volvió con un álbum familiar antiguo, forrado de terciopelo y cerrado con un broche metálico. Lo apoyó en el altar de la capilla y empezó a clasificar los huesos que había esparcidos por el suelo. Puso un papel con el nombre de cada uno de los ascendientes y empezó a amontonar junto a cada uno de ellos los restos que creía reconocer por el tamaño. Los demás miembros de la familia observaban en silencio, sentados en los bancos, el trabajo de la tía Adela. Era una escena extraña, entre ridícula y solemne.
Fuensanta, en primera fila, vestida con las típicas prendas de aspecto militar que llevan los cazadores, mascullaba algo. Era difícil saber si rezaba o maldecía. Los demás hacían de vez en cuando algún comentario en voz baja. Poco a poco fueron abandonando el templo. Desde la puerta llegaban las risas de los que escuchaban a Blas contar sus peripecias con el arca. Antes de llegar, los antepasados habían sido testigos póstumos de una enloquecida peregrinación de su descendiente por tugurios de carretera. Su hermano Amancio le reprochó su conducta y echó de menos un poco más de solemnidad en el traslado.
—Podías haber venido —le reprochó Blas—. No tengo la culpa de que seas alérgico al polvo.
—Yo tampoco tengo la culpa de que seas tan aficionado al sacrilegio.
—No ha sido tan sacrílego, he bebido vino todo el tiempo.
Cuando volví a la capilla sonó un estruendo espeluznante. Un bramido cortó el aire. Los cristales estuvieron a punto de salirse de sus ventanas. Era demasiado fuerte, no podía ser un petardo. Los rostros de la familia quedaron petrificados por el asombro. Un avión había traspasado la barrera del sonido. La familia tenía suerte a la hora de acompañar lo que yo creía un numerito con una banda sonora tan afortunada. Empezaban a tomarse más en serio el juego de sus propias vidas. Entendía que al principio les costase un poco mostrarse ante mí. Tampoco debió de ser fácil para Adán sentirse observado, aunque su caso resultase más sencillo. Uno sabe lo que tiene que hacer cuando le mira Dios, portarse bien; pero qué hacer cuando te mira un semejante, ¿un salto mortal?
El bramido del avión había hecho que los comentarios y las reacciones se tiñeran de sinceridad. Todo parecía más fluido. Pero este paso hacia la franqueza me obligaba a considerarme un intruso. En algún momento, si sentía que la espontaneidad fracasaba, mi participación podía servir para otorgar credibilidad a su propia representación, aunque una familia tan proclive al histrionismo no necesitaba demasiados ingredientes para cuajar su mayonesa de imitación. Lo único positivo en su caso es que se imitaban a sí mismos. Al final, de tanto profundizar en la ficción, llegarían a alguna verdad, pero una verdad fundada en el aire. Rostros de aire, costumbres de aire, palabras de aire con perfumes de tierra, cuerpos de tierra, vínculos de tierra. Mi trabajo consistía en creérmelo todo. ¿Por qué no pensar que eran así realmente, aunque resultase sospechosamente inverosímil?
Estaba claro que se habían animado. Todos habían salido de la capilla menos Adela, que seguía cada vez más frenética en la búsqueda de un orden para los huesos de sus antepasados. El espanto apocalíptico que habíamos sentido con el estruendo presionaba su corazón en una necesidad de salvar manojos de eternidad reuniendo los fragmentos del naufragio de la vida. Los demás formaban grupos de conversaciones vivaces. Sentía enormes reparos a la hora de curiosear. No disfrutaba en absoluto de la complicidad necesaria para introducirme en alguno de los corros. Y lo peor era que, por mi trabajo, no me quedaba más remedio que acercarme y tomar nota. Tenía la sensación de que hablaban una lengua diferente a la mía. Por lo demás, nadie se ocupaba de mí, nadie se preocupaba por atenderme ni me invitaban. Quizá daban por supuesta una confianza que no me habían otorgado, aunque me pagasen para disfrutar al menos de una mínima aproximación. Tras cada intento de meter alguna baza en los grupos que se iban formando salía con la convicción de que había metido la pata, porque mis intervenciones eran respondidas con el silencio o con temas que no se correspondían en absoluto con lo que yo había dicho. Estaba tan atolondrado que volví a la capilla para ayudar a Adela. Su delirio me resultaba más tolerable que los asuntos mundanos. No pude ayudarla. Estaba demasiado imbuida de siglos y siglos de inmovilidad. La cháchara de todos los demás al marcharse hacia el comedor zumbaba sobre las postrimerías. Contagiado por un delirio al que era difícil sustraerse tuve la impresión de que los huesos hablaban con las voces de sus descendientes, que tenían vívidas conversaciones en las que se quejaban de un modo incomprensible por la mezcla difunta. Para salir de una situación tan extraña dije lo primero que se me ocurrió.
—No entiendo las operaciones que está usted realizando, pero creo que tanto a usted como a mí nos pueden ayudar a vivir mejor. Puede que también a sus antepasados.
—Vamos a comer —propuso Adela por toda respuesta.
Y me agarró del brazo con una intimidad muy grata para una multitudinaria soledad como la que padecía en ese momento. Acompañado por ella, recorrí el espacio que nos separaba del comedor. Por el camino me fui reconciliando con mi trabajo. Pensaba que mi actitud estaba siendo demasiado crítica. Debía limitarme a observar, dejando el juicio a buen recaudo. Pero necesitaba participar de algún modo en la convivencia forzosa a la que estaba sometido. No era un alma pura, ni una grabadora, ni una cámara fotográfica. Tampoco gozaba, como en mi primera aproximación a la familia, de la libertad del espía que se puede permitir ser alguno de sus alter ego sin necesidad de confesar de parte de quién viene. Me tocaba mirar y escuchar. En una familia como esta, tomar partido era lo más fácil, porque siempre estaban compitiendo por algo. Como los árboles que nos cubrían, el viento del momento podría inclinarme, pero no debía hacerme ceder. Por eso, el roce de mi brazo con el cuerpo de Adela me ajustaba el instinto al lugar en el que me encontraba, me arraigaba en una especie de neutralidad, proporcionándome cierta templanza de corazón con la que me enfrenté a la primera escenita realmente disparatada de la jornada.
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