«Afganistán entra en una catástrofe humanitaria». Este segundo titular me puso todavía más furioso. Ellos solos, único sujeto de la acción, como el que entra en una casa. ¿Diríamos que alguien entra en un lugar si es empujado? ¿No diríamos más bien, como mínimo, que la persona ha sido obligada con violencia a hacerlo? ¿No sería totalmente falso decir otra cosa? ¿No hay una absoluta complicidad en escuchar ese relato de los hechos sin sentir que es una inmensa y descarada mentira? Todas estas noticias sí habían pasado el filtro de la redacción y se pavoneaban por las primeras páginas del periódico con un desparpajo de lo más verosímil. Formaban parte de una crisis de conciencia y de una crisis de lenguaje a la que nadie parecía hacer demasiado caso. Y yo todavía no sabía que iba muy pronto a sentir unos escrúpulos paralizantes a la hora de contar, en mi siguiente trabajo, las vidas que me habían encargado. El miedo a caer en perífrasis ocultistas me iba a producir verdaderos quebraderos de cabeza. Las palabras solo reflejan una porción de lo que pretendemos decir. De su elección depende tu encuadre; y de este, tu nivel de ruindad.
Sonó el teléfono una vez. Un segundo tono rompió el silencio lleno de pensamientos irritados que poblaba completamente la habitación. Yo estaba pegado al aparato, pero no lo cogía. Dejarlo sonar me apaciguaba. El contraste entre el sonido de la llamada y la intermitencia del silencio había espantado mi mal humor. Creo que fue, sobre todo, mi contención para no descolgar lo que provocó en mí un excelente estado de ánimo. Dejar de hacer algo había tenido un efecto curativo. La curiosidad interrumpió la terapia. Apreté fuerte con el puño el auricular antes de llevármelo a la cara. La voz habló con mis ojos colgados del movimiento de la cortina en la ventana abierta. Habría deseado una descarada voz de telemárqueting para terminar de desahogarme. Una voz dulce y amable de la familia Tordesillas me propuso ir esa misma tarde a un encuentro con la familia. Acepté enseguida. En un segundo momento pensé que no solo me habían expulsado del periódico, ahora la familia del reportaje me reprocharía mi indiscreción. Recordé todos aquellos detalles, casi de la intimidad, que había tenido que publicar para aclarar el tema. Dispuesto a ser definitivamente linchado, llamé a un taxi y miré por la ventana con total desesperanza. Alejarme me producía un placer sin sentido. Deslizarme por las calles hacia un destino incierto, probablemente adverso, tenía un efecto devastador sobre la tristeza y provocaba un entusiasmo plagado de pequeños pensamientos en forma de árboles rezagados. Las farolas quedaban a los lados iluminadas por la luz del atardecer. Dentro del coche, sobre mi pierna, la mano derecha se abría y se cerraba como una anémona que muchos siglos antes había dejado de ser pulpo para convertirse en un juguete de la corriente. Agarraba una vida que todavía no tenía forma ni cuerpo. Durante el viaje conseguí olvidar el lugar hacia el que me dirigía. Miraba con satisfacción y curiosidad de entomólogo los rostros de las personas que iban en los coches que adelantábamos. Cuando bajé, estaba tan desconcertado que no recordaba algo que nunca había sabido: para qué me llamaban, qué hacía yo allí. Antes de entrar en la casa intenté averiguar la razón de mi encuentro. Infructuosamente me froté la frente y me rasqué la cabeza con la esperanza de que una sensación efectuase una idea buscada en balde. Entonces decidí, en un arrebato de sensatez, que la mejor manera de averiguar aquello era llamar al timbre.
Allí me esperaba uno de los hermanos Tordesillas. Me felicitó por la valentía al publicar mi investigación sobre su caso. Me pidió que lo acompañase hasta un bar donde me esperaba la familia. Todos vivían más o menos por allí. Desde lejos pude reconocerlos en una terraza. La manera de gesticular, de reunirse en torno a la mesa, los frecuentes cambios de sitio, no dejaban lugar a dudas. Amancio, el hermano que me había llevado hasta el bar, me invitó a sentarme en uno de los huecos que quedaban. Los demás no dieron demasiadas muestras de querer saludar. Solo los que había más próximos a mi sitio inclinaron ligeramente la cabeza, como si yo fuese de la familia o simplemente me hubiese levantado para ir un momento al baño y ahora estuviese de vuelta.
Cuando venía hacia el encuentro mis temores se dividían entre un probable agradecimiento pasional y colectivo, que me habría hecho avergonzarme, y una más probable sarta de reproches por inmiscuirme y publicar asuntos relativos a sus vidas privadas. No hubo ninguna de las dos cosas. Era una mezcla de indiferencia y familiaridad que me resultaba un poco incómoda. Durante los primeros momentos ellos hablaban entre sí dándome la espalda, como si yo todavía no hubiese llegado.
Por fin, una de las hermanas —la tenía clasificada como Fuensanta en mi archivo fotográfico y me estremecí al reconocer en ella a una de las que había intentado apaciguar en la riña de la boda— se volvió hacia mí, como reanudando una conversación interrumpida, y me habló del interés literario de la familia. Era un desperdicio que nadie convirtiese todas sus vivencias, sus rarezas, sus curiosidades, sus salvajadas, en una novela. Otra de las Tordesillas, Maribel, a la que recordaba mirándose en el cuarto de baño y haciéndose selfies, estaba de acuerdo con su hermana y puso un ejemplo del interés fabuloso que aportaba la conducta de Blas, uno de sus hermanos mayores. Él respondió diciendo que era ella quien verdaderamente tenía un interés novelesco, pues era una fuente inagotable de dramas. Así, entre bromas y veras, me pidieron ejercer de cronista de la familia durante una temporada para, más adelante, hacer una publicación en la que apareciesen mis apuntes ordenados y convertidos en un relato-retrato que, sin duda, habría de ser bastante jugoso. ¡Justo en el momento en que yo sufría la crisis de confianza hacia las palabras! Seguí bebiendo con ellos durante un buen rato, sin terminar de saber si aquello iba en serio, si era una propuesta en firme, o simplemente una ocurrencia de café. Mientras tanto, la conversación iba rodando desde el compromiso que ellos habían entablado conmigo por haber limpiado su reputación, infamada por la prensa, hasta la defensa de mi ecuanimidad en el planteamiento del problema de la familia, pasando por los obstáculos de publicar todo tipo de intimidades en los que su reputación (por poco que se hurgue todo el mundo tiene algún trapo sucio) se vería seriamente comprometida.
—¿Qué más da? Una vez que ya han manchado nuestro nombre, ahora somos nosotros los que nos vamos a permitir el lujo de hacer bien a las claras lo que nos venga en gana. Lo puedes llamar Prácticas de cinismo.
A Blas no le pareció muy bien este arrebato de desfachatez sufrido por su hermana Tita y propuso, para solucionar el problema, pedirme que postergase la publicación cien años con el fin de evitar que el aire público de los escándalos íntimos les afectase mientras estuviesen todavía vivos.
—Mejor publicarlo enseguida, pero publicarlo con un pseudónimo del autor y con nombres falsos para los protagonistas. Así podríamos disfrutar del revuelo que podría organizarse, pero cubiertos por una gran mascarada, sin que nadie sepa, en realidad, quién es la familia Tordesillas ni quién es el autor. Por cierto ¿cómo te llamas?
—Fulgencio —respondí a Amancio.
Admití realmente el motivo de mi expulsión del periódico y no me gustó mucho el aire de conmiseración que recorrió la mesa.
—Yo puedo hablar con Pepe Botero. Es muy amigo mío y seguro que podría conseguir que te readmitiesen —dijo Maribel.
—Vaya —intervino Blas— y ¿por qué no has intercedido por tu familia?
—Estoy seguro de que no puede hacer nada en el periódico. Él es accionista, no director ni redactor. La prensa es independiente.
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