Paco Carreño - La segunda vida

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Ful es invitado por los Tordesillas para escribir la biografía de la familia. Lo que parecía un sencillo relato se convierte en una complicada investigación. El desarrollo de su trabajo tendrá́ consecuencias imprevistas. Al pasar de escritor a detective se ve obligado a contar detalles comprometedores que pondrán en juego su propia vida.En su «crónica» se hace el retrato colectivo de una ciudad dominada por las apariencias. Nada es lo que parece. El engaño se confunde con la inteligencia; el mal gusto, con la belleza; el egoísmo, con la justicia… Y en este mundo al revés Ful irá poco a poco convirtiéndose en la figura clave de una historia ajena y llena de riesgos. Testigo a sueldo de una realidad que se le escapa, busca las escasas pistas de la verdad y termina con ello de enredarse en el destino engañoso al que ha sido invitado a participar.

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—Sí, cada uno intenta llamar la atención como puede. La de tu prima debe de ser la misma angustia que invade los manicomios y esas otras casas de locos en régimen abierto que son nuestras ciudades. Se comprende que muchos quieran ser Napoleón, Hitler, cualquier personaje vistoso.

—Eso sería un mal menor. Su problema es que no sabe ser otro, otra. En mi familia la enajenación es una forma de salud mental. El verdadero trastorno es el ensimismamiento. De vez en cuando hay que encerrarla porque de tanto buscarse necesita anular a los demás. Solo sabe salir de sí misma bebiéndose el mundo entero. No es tan fácil sentirse vivo. Cuando uno está enajenado por lo menos se reconoce, aunque sea en otro. En fin, me estoy liando. El caso es que cada uno hace lo que puede por destacarse. Ven, siéntate en mi mesa y seguimos charlando.

—Gracias. La gente ha terminado y tengo que seguir con mi trabajo. Luego me paso por allí.

Pensé que no averiguaría nada si seguíamos por ese camino. Debo reconocer que no lo pasé mal. Siempre me ha atraído la locura. Las conversaciones más interesantes normalmente ocurren en lugares de paso. Cuando uno se sienta a charlar reposadamente ya no tienen la chispa de las ocurrencias urgentes. En los pasillos, en los puentes de los barcos, en los pasos de cebra es donde el pensamiento está en obra. Son perfectamente comprensibles las diatribas de los poetas contra las sillas. Cuando uno se sienta las ideas se van, siguen su camino y nos dejan abandonados.

Me subí al piso de arriba, una especie de balconada corrida sobre el comedor, rodeada por una barandilla. Desde allí hice algunas fotografías con el zoom. La gente me señalaba de lejos. A partir de ese momento me convertí en el centro de atención del banquete. Me gustó que la gente me mirase. Ponía a prueba mi secreta misión e invertía un papel que siempre me ha molestado: el del fotógrafo que todo lo observa, el dios que juzga y no es visto. Ese tú a tú me reconfortaba con mi función. Recorrí casi todo el comedor mirando a través del visor, como un espía destapado, disparando cuando me venía en gana sobre los invitados, en un picado bastante agresivo. Al pasar por las mesas, los novios me saludaron afectuosamente con la mano y posaron dándose un beso. Aquello sirvió de beneplácito. Todo el mundo se dejaba fotografiar cuando mi visor se detenía sobre ellos. Desde luego, no me daban opción a robar los gestos. La espontaneidad había desaparecido de casi todas las mesas. Estaban esperando a que llegase el momento de mi disparo. Hacían circulitos con el humo de los puros, torres con las copas de champagne, carantoñas con las manos. Los más infelices se ponían los cuernos por detrás. Todos tenían un numerito que brindarme. Hasta Toti sonrió cuando le tocaba, como si no hubiera pasado nada, como si a esa distancia no pudiese hacer otra cosa que abrazarse a los comensales, someterse a una instantánea familiar.

La gente dejó de mirar hacia la cámara. Al principio pensé que habían dejado de prestarme atención, cansados de la premeditación teatral de la pose. Casi con la misma unanimidad de antes las miradas se dirigían hacia otro punto. Siguiendo el rastro llegué al borde del comedor, donde dos mujeres discutían acaloradamente y se marchaban a voz en grito. Definitivamente el centro de atención pasaba a otro punto y eso me tranquilizaba, pues estaba empezando a cansarme de mi provocativa huida hacia las alturas.

Bajé y por detrás de unas cortinas me deslicé invisiblemente hasta el lugar por el que habían salido las protagonistas de este nuevo conflicto. Mi afán por conocer me llevaba hacia las manifestaciones de carácter más llamativas. Normalmente nos dejamos seducir por lo más espectacular, que en muchas ocasiones no es ni lo más interesante ni lo más útil para nuestro objeto de conocimiento. No estaba lo suficientemente avezado, era un pecado de inexperiencia que me colocó de golpe en medio de una trifulca que todos los invitados habían dejado a la deriva sin conseguir suavizar su intensidad. Las palabras más gruesas chocaban contra mis oídos como pelotazos en un campo de tenis. Desde luego, todas entraban en el campo contrario con un efecto incontrolable. Yo intentaba erguirme caballerosamente entre las damas, como una red llena de agujeros por los que se colaban las bolas más tramposas. Al final se metieron juntas y solas en un ascensor. Hice el amago de pasar. No sé muy bien si me lo impidió su furia o mi instinto de supervivencia. Me quedé mirando los ascendentes números luminosos del dintel de la puerta. No brillaban con más intensidad, ni parpadeaban, ni se fundían. Me sorprendía que el mundo no siguiese funcionando como un tebeo, con la sencillez elemental de unas viñetas en las que somos pobres caricaturas de nuestra propia imaginación. En todo caso, no había sido más que un episodio infeliz, quizá fruto del mismo deseo desbocado de ser visto y oído.

Lamentando el escaso uso que se hacía en el mundo de mis dotes diplomáticas, me fui con cara de desperdicio anímico hasta el cuarto de baño. Allí me lavaría la cara y me repondría de la frustración que acumulaba como pacificador. En la puerta había un tumulto de hombres y mujeres que se apretujaban esperando su turno. Las bebidas empezaban a apretar la vejiga de los invitados. El aseo de caballeros iba mucho más deprisa que el de señoras. Al entrar en el baño comprobé que muchas de las Tordesillas que tenía registradas en la memoria de mi cámara entraban en el baño de caballeros sin esperar la cola que tenían que guardar las damas. Fuera, les ofrecían el paso a las otras mujeres, que preferían esperar; dentro, las mujeres de la familia compartían una felicidad identitaria, la euforia por el reconocimiento de un carácter común, indócil a las convenciones sociales, y comentaban con desprecio la sumisión social de las damas que seguían esperando.

Agachado, dejé que el agua llenase el cuenco de mis manos. Al restregarme la cara con las manos mojadas, ya más despejado, mis ojos descubrieron otra seña de identidad en la familia. Las Tordesillas se miraban en el espejo de un modo como no había visto jamás. Eran máscaras llenas de maquillaje. Vi facciones rígidas, con los labios redondeados en una boquita de piñón, las cejas apretadas como si estuviesen enfadadas, la frente en tensión, las orejas dispuestas a levantar el vuelo. Al ver aquello en las cinco mujeres que estaban en ese momento mirándose en el gran espejo tuve que echarme agua otra vez para ocultarme la risa con las dos manos. Todas hablaban desde sus dobles especulares a los reflejos de las otras, en un diálogo de máscaras más o menos animadas. En su conversación conseguí entender la satisfacción de odiar todas juntas la pacatería que impedía pasar al baño de chicos a las que no eran del clan. Encontraban en ello, y en la burla que compartían contra la glotonería de la familia de la novia, un sentido de pertenencia.

Lo que vi ese día y los siguientes, siguiendo mi particular estudio antropológico, fue una familia normal que no podía tolerar ser normal. Tenían especial fijación en distinguirse. El problema en muchos casos eran los medios utilizados para hacerlo, que pasaban por el escándalo gratuito. Despreciaban a los demás por los convencionales medios que utilizaban para distinguirse. Entre ellos tenía prestigio cualquier conducta desmesurada, violenta o amenazante. Les escuché hablar a menudo de negocios en mitad de la fiesta. Jorge me confesó que eran tan incontinentes como torpes negociantes. Aquello me llamó la atención. Parecían estar condenados a ponerse de acuerdo sobre los asuntos más variados y elegían cualquier momento y lugar para intentarlo.

No conseguí averiguar nada de lo que me había mandado el periódico. Los Tordesillas se quejaban amargamente de que la gente los atacaba, de cómo los difamaban en la prensa por pura envidia. En eso consistía principalmente la cohesión familiar, en el odio hacia el ataque sufrido. Ahí tenían una verdadera fijación, lógica, en cierto modo, si juzgamos las críticas sobre su conducta financiera y profesional vertidas a troche y moche por los periódicos locales, ocasionalmente nacionales. Si uno era juez, era corrupto; si era abogado, corrupto; si funcionario, corrupto; si hombre de negocios, podrido. Hiciesen lo que hiciesen todos parecían estar poseídos por una fiebre de soborno, prevaricación y cohecho.

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