Paco Carreño - La segunda vida

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Ful es invitado por los Tordesillas para escribir la biografía de la familia. Lo que parecía un sencillo relato se convierte en una complicada investigación. El desarrollo de su trabajo tendrá́ consecuencias imprevistas. Al pasar de escritor a detective se ve obligado a contar detalles comprometedores que pondrán en juego su propia vida.En su «crónica» se hace el retrato colectivo de una ciudad dominada por las apariencias. Nada es lo que parece. El engaño se confunde con la inteligencia; el mal gusto, con la belleza; el egoísmo, con la justicia… Y en este mundo al revés Ful irá poco a poco convirtiéndose en la figura clave de una historia ajena y llena de riesgos. Testigo a sueldo de una realidad que se le escapa, busca las escasas pistas de la verdad y termina con ello de enredarse en el destino engañoso al que ha sido invitado a participar.

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—¿Qué haces? —me preguntó una voz amable y algo alcoholizada.

—Nada, estoy haciendo el álbum de la boda.

—¿Me lo enseñas?

—Sí, pero no está muy bien.

—Da igual.

—Lo siento, tengo que retocar cosas y no acostumbro a mostrar mi trabajo sin terminar.

—Enséñame por lo menos las fotos que me has hecho a mí.

Apunté para mí un probable rasgo del carácter familiar que luego se confirmaría: la tozudez, y le enseñé la foto en la que aparecía su primer plano con los labios gruesos, el pelo medio largo teñido de rubio y unos ojos tan grandes que parecían estar delante de un oso hambriento. En la parte inferior había un nombre.

—No me llamo Toti, me llamo Tita.

—Lo siento, he oído mal. Ahora mismo lo cambio.

—He salido feísima. Bórrala.

—Si quieres, te hago otra.

—Vale.

Su pose excesiva me insinuó otra nota familiar: eran terriblemente presumidos. Tita se empeñó en que me sentase en su mesa. Su tajante obsequiosidad no hizo mucho caso de mis excusas. La presión de su mano sobre mi brazo, su manera de conducirme hasta la mesa no tenía nada que envidiar a los modales de un policía en el momento de detener a un delincuente. Llamó a un camarero y le obligó a traerme los tres platos de la comida a la vez.

En la mesa había una serie de invitados que parecían sometidos a la extravagante voluntad de Tita. Su agresiva extraversión los tenía un tanto aterrorizados, aunque se mostraban clementes por su origen etílico y por la situación. Me presentó a los comensales, confundiendo, a juzgar por sus caras y por sus tibios gestos de rectificación, todos y cada uno de sus nombres. Se los iba inventando, incluso los de las personas que ya conocía. Un pequeño detalle la invitaba a desplegar su imaginación: Pedro Mesa de Oliva, si estaba comiendo una aceituna; Alfredo Tinajas de la Luna, porque había bebido demasiado; Asunción Cabezas Cabezas, por cabezona. También puso nombre a alguno de sus hermanos, pero estos ya no los recuerdo. Empezaba a descubrir en la familia una increíble capacidad de fabulación. Esto podía complicarme el trabajo. ¿Cómo averiguar la verdad sobre una familia que decía tantas mentiras?

A continuación, sin hacer caso de los demás, empezó a charlar conmigo. Primero me hizo un interrogatorio exhaustivo para determinar mi procedencia. Yo, para no desentonar, inventé abolengos valleinclanescos y una más que aceptable biografía novelesca. Hilando anécdotas que había oído aquí y allá, enhebré una biografía en la que había todo tipo de episodios más o menos verosímiles. Había estado en la bodega de un barco sin rumbo conocido, pelando patatas en la cocina y sin apenas salir para tomar el sol. Había desembarcado en una isla tropical y me había ganado la vida como manager de un grupo de ska. De allí me había escapado recientemente, perseguido por las mafias locales. Volviendo al presente, le dije que aquel era mi primer banquete y mi primer trabajo en la ciudad. Podría haber estado mucho más tiempo inventándome una vida a la altura del betún; pero, afortunadamente, Tita me interrumpió. Para gran alegría profesional, se puso a hablar espontáneamente de la familia. Lo suyo no eran anécdotas, sino blasones desgranados uno a uno. En su cámara de fotos guardaba fotografías del escudo de la familia. Me hizo una interpretación completamente inventada de los motivos heráldicos. Según ella, el monstruo marino que devoraba a un hombre en el cuartel inferior significaba el peligro de la melancolía que invadía muy fácilmente a todos los miembros de la familia. Esa melancolía había hecho que durante siglos, algo así como la búsqueda de la esperanza hubiese sido el objetivo inalcanzable que se marcaban durante toda la vida los Tordesillas. Nadie había conseguido limpiar la tristeza de sus miradas. Para ellos era ya un motivo de orgullo esa visión negra que los mantenía expuestos a las radiaciones de la infelicidad. En el fondo, esa sombría mirada contribuía más que nada a concentrar dentro de ellos el calor del desamparo, como una invisible prenda negra. Llevaba también fotos de cuadros de sus antepasados.

—Fíjate, casi todas las miradas están como a ras de la tierra. ¿Ves las pupilas pegadas a los párpados de abajo? Luego queda un montón de ojo en blanco. Las cejas son como pájaros que se niegan a volar.

Volvió al escudo y me enseñó también una torre en la que había un pájaro posado sobre dos merlones. Iba a aventurar un motivo psicológico cuando otra Tordesillas —esta sí se llamaba Toti— pidió permiso para curiosear y adelantó una interpretación bastante ofensiva sobre un episodio en el que un antepasado estuvo en prisión (la torre) y se fugó (el pájaro) por un turbio asunto de dinero (unas monedas que adornaban el cuartel).

Insistí en que Tita siguiese hablando del familiar monstruo de la melancolía, sin hacer demasiado caso de la anécdota.

—Tú limítate a tus fotos —respondió Toti airada.

Dicho y hecho, disparé sobre ella una fotografía y la subtitulé «Toli». Su nariz un tanto deforme, la cara hinchada por el excesivo maquillaje, un peinado entre cruel y sofisticado y, sobre todo, unos ojos casi cerrados compusieron un retrato bastante infeliz. La «ele» del nombre salió sin darme cuenta. Lo primero que hice fue enseñársela para que viese que la había obedecido, que el fotógrafo se había dedicado a sus fotos. Ella tuvo una reacción muy violenta. Le paré una mano bastante decidida a chocarse contra mi mejilla izquierda, a la que tengo tanto cariño como a la derecha. Al levantar la voz todo el mundo se giró hacia nosotros. No sabía si estaba más enfadada por lo fea que había salido o por el nombre involuntariamente trucado. Me levanté para no aumentar su irritación. Pensé que lo mejor sería dirigir mis pasos del modo más autónomo hacia la puerta del local. Sus gritos hicieron que algunos invitados se levantasen para calmarla y retenerla. Estaba poniéndome la gabardina para marcharme y recogiendo los estuches y los trípodes de la cámara cuando llegaron los novios y me pidieron disculpas por el incidente.

—Esta prima —Julián, el novio, utilizaba a propósito la palabra en su doble sentido— se ha creído que me va a poder fastidiar la fiesta.

—Lo siento, no era mi intención molestar a ninguno de los invitados. Le pido disculpas. Y mi más sincera enhorabuena por su boda.

—Gracias. No, no se marche usted. Soy yo quien debería pedirle disculpas. Además, de verdad, le necesitamos. Jorge, convence a tu amigo para que se quede.

Jorge, que se había acercado al oír los gritos, me convenció enseguida. Yo me quité la gabardina y saqué las cámaras, decidido a quedarme y a ser más prudente en mis intervenciones. Empezaba a descubrir que la cautela era la única arma con capacidad defensiva contra los prontos salvajes de la familia. Dispuesto a entablar una guerra preventiva contra un territorio que amenazaba estar muy minado, entré de nuevo en el comedor.

—Son ganas de llamar la atención —intentó consolarme Jorge—. No es más que un problema de visibilidad. En el fondo, es angustia por no ser nadie. Es una manera de encontrarse a sí misma, de ser reconocida como un individuo en la masa confusa de los seres humanos. Hay gente a la que le cuesta aceptar que no se casan ellos.

—Puede que sea una manera de expresar el deseo de ser querido —respondí conciliador.

—Si fuese así no lo mostrarían dándole una patada en la espinilla o un bofetón al fotógrafo de la boda.

—Es cierto, como declaración de amor no funciona.

—No. Solo quiere ser vista. Y podemos estar contentos de que no haya buscado la visibilidad cegadora de quemarle el velo a la novia.

Animado por sus palabras, por la aguda justificación con la que trataba de explicar la conducta de su prima, me decidí a dejarme llevar por el hilo de sus reflexiones antes de intentar reconducir la conversación al terreno que me interesaba. Yo estaba allí para averiguar la verdad de unos asuntos turbios que tenían a la familia señalada por toda la prensa local. Podría utilizar las fotos para incluir en el reportaje encargado. Ahora necesitaba sacar la información.

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