Este libro es una crónica, la crónica de un mundo imposible. Me llamaron para tomar buena nota de los ademanes teatrales, de las frases ampulosas afeitadas por la literatura, de la vida soñada a voz en grito por una familia que en esta época de dispersión aguantó unida quizá demasiado tiempo, de los muros encalados con desconchones que dibujan el delirio de la ruina, de las fiestas de satén, terciopelo y Jabugo, del deseo ordenado por salvajes apetitos. Durante un tiempo he vivido de esto, espero no morir por ello. Hablo aquí demasiado, y mal, de los que desearían ser los protagonistas de este libro, de los que ahora me buscan para matarme, de los que levantan la voz para acallar una conciencia acomplejada, de los que hablan solo para ser oídos, para manchar el silencio con la voz estridente de un orgullo sin motivo.
En principio parecería fácil hacer mi trabajo de simple testigo de la realidad. Dejando aparte los riesgos mortales, de los que hablaré más adelante, tengo que referirme a una dificultad básica: por mucha atención que preste, la realidad se desdibuja constantemente. Compararía mi trabajo con el de un pintor que intentase reflejar fielmente los dibujos de la espuma sobre el agua, en la orilla del mar. Creo que mis clientes están sometidos a cierta necesidad de metamorfosis. Es cierto que ellos no gritan tanto como sus enemigos y son más constantes en los temas de sus conversaciones, pero hay algo en su cambiante forma de ser que parece determinado por el entorno. Hablar demasiado tiempo de lo mismo, llegar a alguna conclusión, coincidir con otra persona en un razonamiento no es la costumbre. Ni siquiera está mal visto que te dejen con la palabra en la boca. No es extraño que estén convencidos de que hay una segunda vida en la que todo se cumple, en la que los flecos inacabados se tejen formando la trama perfecta de su existencia. Y sí, a mí me llamaron para eso, para escribir este libro en el que todo el mundo quiere salir, salir de su primera vida, completar esos mil detalles inacabados de sus destartaladas biografías.
Trabajo como periodista. Conocimiento de la familia Tordesillas en la boda a la que me autoinvito como trabajador del flash. Catálogo fotográfico de sus miembros.
Aquí llegué contratado como periodista en el periódico de mayor tirada de la ciudad. Su nombre es el de todos: La Verdad, El Mundo, El País, La Voz, El Progreso, El Faro. No se llaman El Atún, La Vaca, El Tornillo, El Horizonte. Cada uno parece tener el monopolio de la información, de la claridad. Necesitan creérselo todo para salir cada día. Supongo que ningún periódico madrugaría tanto si tuviese que preguntarse por la veracidad de sus datos. Me mandaron hacer un reportaje sobre una familia a la que se acusaba de todo tipo de delitos. Según mis compañeros, según lo que había aparecido en este periódico y en otros, eran tan poderosos que sus tentáculos entraban al corazón de la Guardia Civil. Acallaban cualquier denuncia que se interpusiera contra ellos, sobornando a jueces que estaban a su servicio. Jugaban sin límite con el dinero de la Administración. Llegado el caso no dudaban en asesinar. Confieso que hasta sentí cierto miedo de acercarme a la investigación de esta familia que parecía estar fundando una red mafiosa. Acepté porque era uno de los primeros trabajos serios que me ofrecían, porque, además, me daban tiempo para investigar en profundidad y no tenía la obligación de basarme en informes de segunda mano.
Conseguí entablar amistad con un miembro de esta familia. Alguien me dijo que muchos de ellos tenían una gran afición por los bares. Solían aparecer por el café Quebec, regentado por un cubano al que llamaban el Canadiense. Resultó muy fácil. Una compañera del trabajo se ofreció a ir conmigo y ayudarme a conocerlos. Ella llegó antes. No sé cómo lo hizo, pero enseguida tuvo a cuatro Tordesillas —así se llamaban— alrededor de ella. Me los presentó y estuvimos hablando un rato todos juntos, hasta que, cumplido el trabajo, mi colega se despidió.
La conversación se desinfló enseguida. Me quedé solo con uno de ellos. Jorge se llamaba. Vi peligrar la misión encomendada. Fuimos a otro bar. Su carácter hipocondríaco lo inclinaba a centrarse en un solo tema de conversación: su salud. Me interesé por él, sorprendido por el contraste con lo que yo creía que sería un miembro de esa familia tan peligrosa. Parecía bastante necesitado de atención. Aposté por intimar un poco más mediante una broma arriesgada. Le dije que parecía el lector ideal de libros de autoayuda. Los detestaba, pero no se ofendió. Me siguió el juego. Prefería dedicarse a las fuentes originales: solo leía libros de Psicología y Medicina. Como buen creyente en la desgracia rebuscaba en interminables catálogos de males para profundizar en la herida de una inseguridad galopante. Se conocía perfectamente. Alardeaba con cierta ironía de su debilidad. A mí, por un momento, me pareció una curiosa forma de explorar las tinieblas sin apenas salir de sí mismo.
Jorge habría despertado el instinto maternal en un ogro. Pálido, delgado, con unos andares que, sin duda, provocarían el apetito de los buitres en un monte aislado. Entre bromas y veras le dije que últimamente las aves carroñeras no tenían cadáveres donde hincar el pico, que se habían dado casos de ataques a animales vivos, que sería peligroso mostrar su aspecto desvalido en zonas especialmente solitarias. No tenía la sonrisa fácil, pero juraría que no le disgustó mi broma, pues no dudó en afirmar que aquella nueva predisposición de los buitres a comer carne fresca los ennoblecía. Poco a poco fui olvidándome de mi trabajo y sintiéndome a gusto, sin olvidar en ningún momento que esa vida que estaba viviendo en aquel momento era un encargo. Sentía una doble satisfacción, porque, además de pasarlo bien, me pagaban por ello, y una ligera angustia por el mismo motivo, porque mi vida parecía en el vilo de una simple apuesta económica.
Traté de quedar con Jorge para el día siguiente, pero me dijo que tenía que ir a una fiesta familiar, la boda de un primo suyo. Descubrí que toda la familia se reuniría en la celebración. Supongo que se me notó inmediatamente el deseo de estar presente. Al precipitarme en mis muestras de interés no me quedó más remedio que improvisar una buena causa. Acerté: iría de fotógrafo. A Jorge le hacía ilusión que montase un reportaje semiprofesional. Así tendría una visión más auténtica, pensaba él, del festejo. Estaba seguro de que a todo el mundo le parecería bien. En su familia odiaban las convenciones. Gracias a mí quedaría al descubierto su originalidad. Encontré otro punto de apoyo a mi presencia en el hecho de que el fotógrafo que tenían contratado no se quedaría hasta el final del banquete. Yo estaba dispuesto a permanecer hasta que el último de los invitados se hubiese marchado. Así se lo comunicó por teléfono a su primo Julián, el novio, que aceptó también los honorarios propuestos por mí. Salí del bar tan contento que casi iba dando saltos por la calle. Era increíble la suerte que estaba teniendo con este caso. Parecía el principio de una gran carrera. Nunca hubiese imaginado que me despedirían por ello.
En el periódico me dejaron una cámara bastante resultona con la que me presenté en el lugar convenido. Dejé que el primer fotógrafo profesional hiciese las fotos de los valses de rigor y, mientras, me dediqué a observar a los invitados tratando de estudiar a los miembros de la familia por la que yo estaba interesado. Llegar el primero me había permitido una visión más clara. Atento a los saludos, había ido poco a poco distinguiendo a los familiares. Conforme iba descubriendo su pertenencia al clan de los Tordesillas les hacía una fotografía. Enseguida tuve que rectificar, porque los novios se estaban dando cuenta de que solo hacía fotografías a los allegados del novio. Me vi obligado a marcar con una señal las fotos que me interesaban. Mientras los invitados comían yo me dediqué a encuadrar en primeros planos y clasificar poniendo como subtítulos los nombres que podía, o alguna referencia.
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