Entonces se sentó en el suelo frente a la casa de muñecas. Se quedó mirándola en silencio durante largo tiempo. Yo no lo presioné. Si él quería estar sentado ahí en silencio, entonces tendríamos silencio. Debía haber alguna razón por la que estaba haciendo lo que estaba haciendo. Yo quería que fuera él quien tuviera la iniciativa en la construcción de esta relación. Demasiado a menudo esto lo hace algún adulto ansioso, en lugar del niño.
Cruzó sus manos contra su pecho y repitió una y otra vez: «puertas cerradas con llave no. Puertas cerradas con llave no. Puertas cerradas con llave no». Su voz adoptó un tono de urgencia y desesperación. «A Dibs no le gustan las puertas cerradas con llave», dijo. Su voz sonó a sollozo.
Le dije: «A ti no te gusta las puertas cerradas con llave».
Dibs pareció contraerse. Su voz se convirtió en un ronco susurro:
«a Dibs no le gustan las puertas cerradas con llave. No le gustan las puertas cerradas, ni cerradas con llave. A Dibs no le gustan los muros alrededor de él».
Era obvio que había tenido algunas experiencias desgraciadas con puertas cerradas y bloqueadas con llave. Yo reconocí los sentimientos que él expresaba. Entonces comenzó a coger los muñecos de dentro de la casa donde él los había colocado. Sacó los muñecos madre y padre y niña.
–Idos a la tienda. Idos a la tienda –dijo–. ¡Idos fuera a la tienda. Idos fuera!
–Oh, ¿mamá va a ir a la tienda? –comenté yo–. ¿Y papá también? ¿Y la hermana? –Los sacó rápidamente y los colocó lejos, fuera de la casa.
Entonces descubrió que en la casa de muñecas se podían extraer las paredes de las habitaciones. Comenzó a quitar cada una de ellas diciendo mientras lo hacía: «No gustan paredes. A Dibs no le gustan las paredes. ¡Dibs, quita todas las paredes!». Y en esa sala de juegos Dibs comenzó a derribar unos pocos muros de los que él había construido alrededor de sí mismo.
Siguió jugando lentamente, de esa misma manera, de un modo casi doloroso. Cuando la hora estaba llegando a su fin le dije que la hora de juego se estaba acabando y que teníamos que volver a su aula.
–Quedan cinco minutos –le dije–. Después tendremos que irnos.
Se sentó en el suelo frente a la casa de muñecas. Sin decir nada, sin moverse. Yo tampoco. Cuando pasaron los cinco minutos volvimos a su clase.
No le pregunté si quería irse. No existía la posibilidad de que él pudiera elegir. Tampoco le pregunté si querría volver otra vez. Podría ser que no quisiera comprometerse. Además, no era a él a quien correspondía decidir. No le dije que lo vería la semana siguiente porque no había hablado con su madre sobre lo que íbamos a hacer. A este niño se le había hecho ya bastante daño sin que yo le prometiera algo que no sabía si podría cumplir. No le pregunté si se lo había pasado bien. ¿Por qué tendría que forzarlo a evaluar una experiencia que acaba de tener? Si el juego es para los niños su forma natural de expresión, ¿por qué tenemos que forzarlos a que se expresen según un molde rígido de respuesta estereotipada? Un niño solo se confunde debido a preguntas que otros contestan antes de dejar que lo haga él mismo.
Cuando pasaron los cinco minutos me levanté y le dije: «Ya es hora de irnos, Dibs». Él se puso de pie lentamente, cogió mi mano, salimos de la habitación y comenzamos a cruzar el vestíbulo. Cuando llegamos hacia mitad del vestíbulo y podíamos divisar la puerta de su clase le pregunté si podía recorrer el resto del camino hasta la clase él solo.
–Está bien –dijo. Soltó mi mano y anduvo el resto del vestíbulo hasta la puerta de su clase por sí mismo.
Hice esto porque esperaba que, gradualmente, Dibs fuera haciéndose más y más autosuficiente y responsable. Quería comunicarle que confiaba en sus habilidades para poder hacer lo que yo esperaba de él. Estaba segura de que podía hacerlo. Si hubiera dudado o mostrado signos de que hacer algo así el primer día era demasiado para él, lo habría acompañado un poco más. Lo habría acompañado hasta la puerta de su clase si hubiera dado señales de necesitar ese apoyo. Pero fue solo.
–¡Adiós Dibs! –le dije.
–¡Está bien! –contestó. Su voz adquirió un tono suave y tierno. Había caminado lo que quedaba de vestíbulo, abierto la puerta de la clase y mirado hacia atrás justo en ese momento. Yo lo saludé con la mano. La expresión de su cara era muy interesante. Parecía sorprendido, casi satisfecho. Entró en la clase y cerró la puerta con firmeza tras él. Era la primera vez que Dibs iba solo a alguna parte en el colegio.
Uno de mis objetivos al construir la relación con Dibs era ayudarlo a lograr la independencia emocional. No quería complicar más su problema construyendo una relación de apoyo que lo hiciera ser excesivamente dependiente de mí, ni aplazar más el desarrollo completo de su sentimiento de seguridad interna. Si Dibs era un niño con carencias afectivas –y todo parecía indicar que así era–, tratar de desarrollar un vínculo emocional en esos momentos, aunque podría parecer indicado para satisfacer la necesidad de intimidad del niño, podía llegar a crear un problema que necesariamente tendría que ser resuelto, en última instancia, por él mismo.
Una vez acabada la primera sesión de juego con Dibs, pude entender mejor por qué los profesores y el resto del equipo no podían decidirse a declararlo como caso perdido. Sentí un gran respeto por sus capacidades y su fuerza interna. Era un niño con un gran coraje.
CAPÍTULO 3. VIRGINIA AXLINE CONOCE A LA MADRE DE DIBS
Telefoneé a la madre de Dibs para pedirle que nos reuniéramos tan pronto como fuera posible. Me dijo que esperaba mi llamada. Estaría encantada si yo pudiera ir a su casa a tomar el té, ¿quizá al día siguiente a las cuatro en punto? Le di las gracias y acepté su invitación.
La familia vivía en una de las casas antiguas de piedra rojiza que hay en la parte alta del lado este de la ciudad. El exterior había sido mantenido con gran esmero y meticulosidad. La puerta estaba impecablemente pulida, los pomos brillaban. La casa se encontraba situada en una de las bellas calles antiguas y parecía haber conservado la esencia de aquellos días, cuando estas casas maravillosas fueron construidas. Abrí la cancela de hierro forjado, subí los peldaños y llamé a las campanillas de la puerta. A través de la puerta cerrada pude escuchar unos gritos apagados. «¡No cierres puerta! ¡No cierres puerta! ¡No!, ¡No!». La voz se fue acallando hasta perderse. Por lo que parecía, Dibs no iba a tomar el té con nosotras. Una doncella uniformada abrió la puerta. Me presenté. Ella me invitó a entrar en la sala. La doncella era una mujer muy adusta y parecía llevar muchos años con la familia. Resultaba distante, correcta, formal. Me pregunté si habría sonreído alguna vez, o incluso si había sentido que había algo en el mundo que celebrar o que fuera divertido. Si así fuera, estaba bien disciplinada y era capaz de ocultar cualquier signo de identidad individual o de espontaneidad.
La madre de Dibs me saludó amablemente, pero con seriedad. Hicimos los comentarios típicos introductorios sobre el tiempo y sobre lo agradable que era tener la oportunidad de reunirnos la una con la otra. El mobiliario y la casa eran preciosos. La sala parecía como si ningún niño hubiera estado nunca en ella ni cinco minutos. De hecho, no parecía haber ninguna señal de que nadie realmente estuviera viviendo en aquella casa.
Nos trajeron el té. Todo el juego de servicio era precioso. No perdió mucho tiempo antes de entrar en situación.
–Tengo entendido que usted ha sido llamada como consultora para estudiar a Dibs –dijo–. Es muy amable por su parte aceptar esta tarea. Y quiero que sepa que no esperamos ningún milagro. Hemos aceptado la tragedia de Dibs. Conozco algo sobre su reputación profesional y sentimos un gran respeto por la investigación en todas las ciencias, incluida la ciencia sobre la conducta humana. No esperamos que se produzca ningún cambio en Dibs; pero si estudiando a este niño usted puede avanzar en la comprensión de la conducta humana, aunque sea solo un poco, nosotros estaremos más que deseosos en cooperar.
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