La asistencia al colegio de Dibs era perfecta; todos los días su madre le traía en coche. A veces lo entraba ella misma al colegio, triste y silencioso; otras lo llevaba el chófer y lo dejaba justo nada más pasar la puerta. Nunca gritaba, ni lloraba cuando tenía que entrar al colegio. Cuando lo dejaban tras la puerta Dibs se quedaba allí, lloriqueando, esperando a que alguien se le acercase y lo llevara a su clase. Cuando llevaba abrigo no hacía ningún gesto para quitárselo. Una de las profesoras lo saludaba, le quitaba el abrigo y lo dejaba solo. Los otros niños pronto se implicaban afanosamente en alguna actividad de grupo o en alguna otra actividad individual. Dibs pasaba todo el tiempo gateando por los bordes de la habitación, escondiéndose debajo de las mesas o detrás del piano, ojeando libros durante horas.
Había algo en la conducta de Dibs que desafiaba cualquier categoría diagnóstica que las profesoras pudieran darle de una forma fácil o rutinaria, para permitirle seguir su propio camino. ¡Su conducta era tan desigual! En ocasiones parecía sufrir de un retraso mental extremo. En otras podía hacer algo con rapidez y sin dificultad, lo que parecía indicar que quizá tenía una inteligencia superior. Si pensaba que alguien lo estaba mirando, se escondía rápidamente dentro de su caparazón. La mayor parte del tiempo se arrastraba por los bordes de la habitación, acechando bajo las mesas, meciéndose hacia adelante y hacia atrás, mordiéndose el borde de su mano, chupándose el pulgar, quedándose rígido sobre el suelo cuando alguna de las profesoras o de los niños trataban de involucrarlo en alguna actividad. Era un niño solitario en lo que debía parecerle a él, un mundo frío y hostil.
Algunas veces, cuando era la hora de irse a casa o cuando alguien trataba de forzarle a hacer algo que no quería hacer, caía preso de berrinches. Hacía tiempo que las profesoras habían decidido que siempre lo invitarían a unirse al grupo pero que nunca lo forzarían a hacer nada, al menos que fuera absolutamente necesario. Le ofrecían libros, juguetes, puzles, todo tipo de material que pudiera interesarle. Nunca cogía nada de lo que se le ofrecía. Si el objeto se dejaba encima de una mesa o en el suelo cerca de él, podía cogerlo más tarde y examinarlo con sumo cuidado. Nunca dejaba de coger un libro. Escudriñaba las páginas impresas «como si pudiera leerlo», según decía Hedda a menudo.
Algunas veces una de las profesoras se sentaba cerca de él y le leía un cuento, o le hablaba sobre algún tema, mientras Dibs yacía tumbado en el suelo boca abajo; nunca se iba pero nunca miraba hacia arriba, ni nunca manifestaba ningún interés. Miss Jane había pasado de este modo mucho tiempo con Dibs. Le hablaba sobre diferentes cosas mientras mantenía los materiales entre sus manos, mostrándole lo que estaba explicando. Una vez el tema podía ser sobre los imanes y los principios de la atracción magnética. En otra ocasión sobre una roca muy interesante que ella sostenía en sus manos. Le hablaba sobre cualquier cosa con la esperanza de que pudiera avivar su interés. Decía que frecuentemente se sentía como una tonta, como si estuviera sentada ahí hablando consigo misma, pero que algo en la postura del niño le daba la impresión de que estaba escuchando. Además, se preguntaba a menudo, ¿qué podía perder?
El profesorado se sentía completamente desconcertado con Dibs. La psicóloga del colegio había estado observándolo y había tratado de pasarle algunas pruebas en diferentes ocasiones, pero Dibs no estaba en condiciones de poder hacerlas. El pediatra del colegio lo había visto varias veces y al final se había dado por vencido, no sin cierta desesperación. Dibs se mostraba muy desconfiado hacia su bata blanca y no le dejaba acercarse. Se ponía de espaldas contra la pared, con sus manos en alto «preparado para arañar», preparado para atacar, si alguien se acercaba demasiado.
«Es un niño muy extraño –dijo el pediatra–. ¿Quién sabe? ¿Retrasado mental? ¿Psicótico? ¿Con daño cerebral? ¿Quién puede acercársele lo suficiente para averiguar qué es lo que le pasa?».
Aquel no era un colegio para niños retrasados mentales, ni emocionalmente perturbados. Se trataba de un colegio privado muy exclusivo para niños de tres a siete años, en una antigua y hermosa mansión del lado este. Tenía cierta tradición que atraía a los padres de niños muy brillantes y sociables.
La madre de Dibs había convencido a la directora para que lo aceptaran y había utilizado sus influencias con el consejo de administración para que lo admitieran. La tía abuela de Dibs contribuía generosamente al mantenimiento del colegio. Debido a todas estas presiones había sido admitido en las aulas de preescolar.
Las profesoras habían sugerido en varias ocasiones que Dibs necesitaba ayuda profesional. La respuesta de su madre siempre había sido la misma: «Denle más tiempo».
Habían pasado casi dos años y, aunque había hecho algún progreso, las profesoras sentían que no era suficiente. Pensaban que no era justo para Dibs dejar que la situación se prolongara indefinidamente. Lo único que podían hacer era esperar a que saliera de su caparazón. Cuando hablaban sobre él –y no pasaba un solo día sin que lo hicieran–, siempre acababan sintiéndose desconcertadas y desafiadas por el niño. Después de todo, solo tenía cinco años. ¿Podía realmente darse cuenta de todo lo que pasaba a su alrededor y mantener todo ello encerrado dentro de sí mismo? Parecía leer los libros con los que se abstraía. Eso era ridículo, se decían así mismas. ¿Cómo iba a poder leer un niño que no era capaz de expresarse verbalmente? ¿Podía un niño tan complejo ser retrasado mental? Su conducta no parecía ser la de un niño mentalmente retrasado. ¿Estaba viviendo en un mundo que él mismo se había creado? ¿Sería autista? ¿Tenía contacto con la realidad? Muy a menudo parecía que su mundo fuera una realidad llena de maltrato, una tormenta de infelicidad.
El padre de Dibs era un científico de reconocido prestigio, brillante según decía todo el mundo, pero nadie de la escuela había tenido la oportunidad de conocerlo. Dibs tenía una hermana pequeña. Su madre afirmaba que Dorothy era «una niña muy brillante y perfecta». No iba a ese mismo colegio. En cierta ocasión Hedda se había encontrado con Dorothy y su madre en Central Park. Dibs no iba con ellas. Hedda les dijo a las otras profesoras que a ella le pareció que «la perfecta Dorothy» no era más que «una niña mimada». Hedda sentía una gran simpatía por Dibs y admitió que podría haber tenido prejuicios a la hora de evaluar a Dorothy. Creía en Dibs y pensaba que algún día, de algún modo, Dibs saldría de su prisión de miedo y enfado.
Finamente, el equipo docente había decidido que se debía hacer algo con Dibs. Otros padres habían presentado quejas acerca de su presencia en el colegio, especialmente después de que él hubiera arañado o mordido a algún otro niño.
Fue en ese momento cuando decidieron invitarme a asistir a la sesión del caso dedicada a los problemas de Dibs. Soy una psicóloga clínica que se ha especializado en trabajar con niños y sus padres. En esa reunión escuché lo que se dijo acerca de Dibs, y lo que he escrito hasta aquí es lo que los profesores, el psicólogo del colegio y el pediatra contaron. Me preguntaron si podría ver a Dibs y a su madre, y dar entonces mi opinión a los profesores, antes de que optaran por invitarle a dejar el colegio y clasificarlo como uno de sus fracasos.
La sesión de trabajo tuvo lugar en el colegio. Escuché con interés todos sus comentarios. Quedé impresionada por el impacto que la personalidad de Dibs había producido en todas esas personas. Se sentían frustrados y desafiados continuamente debido a su comportamiento irregular. Su único comportamiento regular era su antagonismo, su rechazo hostil a todo aquel que tratara de acercársele demasiado. Su evidente infelicidad preocupaba a todas estas personas sensibles que se sentían preocupadas por él.
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