Antonio Montesinos Gilbert - El fruto de la vida diversa

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El poeta, crítico literario, narrador y ensayista Toni Montesinos reúne todo lo que ha escrito sobre autores norteamericanos, lo que hace de este libro un complemento de «La pasión incontenible. Éxito y rabia en la narrativa norteamericana» (2013). «El fruto de la vida diversa» recoge, con el estilo ameno y apasionado que caracteriza al escritor barcelonés, a un centenar de autores norteamericanos que abarcan doscientos años de literatura estadounidense y que aparecen ordenados alfabéticamente. El autor ofrece, de esta manera, textos que responden a más de veinte años de lecturas y que constituyen un enorme y diverso caudal artístico, visto, además, con conciencia desmitificadora. Y es que, por el simple hecho de venir del país de donde vienen, muchos autores estadounidenses ya traen desde los medios de comunicación y el mundo editorial un halo de sofisticación, alabanzas hiperbólicas y mercadotecnia que Montesinos trata de cuestionar en pos de ofrecer una mirada honesta, justa y cercana tanto al lector de a pie como al especializado.

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Por último, quisiera decir que, para todo este maremágnum de lecturas que tratan sobre una gran cantidad de escritores de muy diversas etapas, me decanté por una estructura basada en el orden alfabético —cuando en el índice aparece sólo el nombre del autor es que le dedico más de un texto—, para un directo y rápido hallazgo de cada uno de ellos, descartando la idea de colocarlos, como suelo hacer en este tipo de trabajos, por orden de año de nacimiento.

T. M.

John Ashbery y el espejo pictórico

Era uno de los poetas más reputados y a la vez más complejos de los Estados Unidos, pues él mismo aseguró que el experimentalismo era en sí hermoso. Se le asoció a diferentes abstracciones literarias y artísticas: a pintores como Jackson Pollock, a compositores como John Cage. Y es que sus versos eran todo un desafío intelectual y sensitivo para los críticos literarios y creadores de otros ámbitos. John Ashbery murió ayer [4 de septiembre del 2017] en su casa de Hudson, en el condado de Columbia, en la ribera del río, en Nueva York, a los noventa años de edad y por causas naturales, como comunicó su marido, David Kermani, al que conoció en 1970, cuando este tenía veintitrés años y el poeta cuarenta y dos. Había nacido en 1927 en Rochester, al norte del estado neoyorquino, y a los pocos años ya la pulsión poética llamó a su puerta, y además al mismo tiempo que la homosexual, para lo cual buscaba formas de autoconocimiento y expresión. En la adolescencia también cogió los pinceles y recibió clases, para luego graduarse en la Universidad de Harvard en 1949, donde se doctoró con una tesis sobre W. H. Auden y empezó a frecuentar a otros escritores de su generación.

Una generación estudiada de continuo por el más famoso crítico literario americano, Harold Bloom, que ha dedicado sesudos estudios a desentrañar la obra del que califica de «poeta meditabundo», por su sesgo reflexivo en torno a conceptos como el silencio o el trascendentalismo. Por eso, Bloom, nacido sólo tres años después que su admiradísimo poeta, lo relaciona con la filosofía de la autoconfianza de R. W. Emerson, con la poesía e ímpetu visionario de Walt Whitman y, ya de forma más contemporánea, con el también estadounidense Wallace Stevens. Todo es posible apreciarlo en Autorretrato en espejo convexo (aparecido en 1975, obtuvo un increíble triplete al recibir el Premio Pulitzer de Poesía, el Premio Nacional del Libro y el Premio del Círculo Nacional de Críticos de Libros), en el que «Ashbery adquiere una visión en la que el arte, en vez de la naturaleza, se convierte en aquello que aprisiona el alma», en palabras de Bloom, a partir de contemplar un cuadro del pintor del siglo XVI Parmigianino: «El alma ha de permanecer donde está, / aunque se inquiete, oyendo gotas de lluvia en el cristal, / el suspirar de las hojas de otoño azotadas por el viento, / anhelando estar libre, fuera, pero debe quedarse posando en este sitio».

Ashbery siguió toda su vida vinculado a la cavilación pictórica desde el lenguaje poético. Antes de ese libro, en un periodo de diez años, 1955-1966, vivió en París como director de la edición europea del diario Herald Tribune , y algo después desempeñó tareas de crítico de Art International y de Art News , en los años sesenta. A su regreso en su país, continuó realizando la misma labor en revistas norteamericanas y se convirtió en profesor en la Universidad de Brooklyn, para luego en los ochenta enseñar lengua y literatura en Bard College, en Annandale-on-Hudson, hasta un año tan tardío como 2008, cuando decidió jubilarse.

Los reconocimientos con los que le habían agasajado, como la Medalla Nacional de Humanidades entregada por el presidente Obama en 2011, siguieron llegándole a este hombre que compuso el poema experimental «Saliendo de la estación de Atocha», publicado en 1962, en el libro El juramento de la pista de frontón , y al que es posible leer en nuestro idioma por medio de una docena de ediciones; entre ellas, por supuesto, su poemario cumbre, Autorretrato …, y también otros como Galeones de abril , Diagrama de flujo , Una ola —largos poemas en prosa en que el poeta busca nuevas vías expresivas, para poetizar asuntos eternos como el amor, la muerte y la memoria—, Secretos chinos (2002) —otra de las obras que, por su atrevimiento metafórico y extravagancias visuales puede vincularse con la escritura automática y el surrealismo—, Un país mundano —en que el Ashbery más complejo sintácticamente hablando acudía con versos llenos de encadenamientos que se arriesgaban a lo ininteligible—, o el último aparecido entre nosotros, Pasaje techado (2016).

Margaret Atwood: la mujer como propiedad

Es como si el 1984 de George Orwell y su control al ciudadano, la sociedad que Ray Bradbury predijo en Fahrenheit 451 , donde es delito leer libros, la reivindicación femenina de Virginia Woolf, manifestando la necesidad de tener un cuarto propio, y la experiencia de otra canadiense como Alice Munro, que en 1961 aparecía en la portada de una revista en la que se destacaba su doble faceta de ama de casa y… escritora, estuvieran concentrados en la obra de Margaret Atwood. En su obra de carácter distópico, en lo que tituló El cuento de la criada , en 1985, que ya tiene secuela, llamada Los testamentos : se publica en castellano el 12 de septiembre [Salamandra, 2019], dos días después de su lanzamiento internacional en lengua inglesa.

Sensible desde siempre a la literatura que brinda una mirada diferente, de que la ficción más mágica encierre una lección próxima y actualizada —«Ese autoproclamado mago de Oz tiene una larga genealogía, podría ser desde un chamán hasta el Próspero de Shakespeare y siempre encuentra su par en cada época», afirmó comentando la obra infantil de L. F. Baum que se hizo tan famosa al adaptarse al cine—, Atwood concibió esta nueva novela mostrando una sociedad no tan diferente a la que, décadas atrás, o aún en ciertos países, trata a las mujeres como objetos o esclavas. Ahora, ya tiene lista la continuación, en que se narra la historia de tres mujeres y cómo se encuentra el país que ideó, Gilead, según ella, a raíz de las reacciones durante estos lustros frente a una obra adaptada y premiada de continuo. «Queridos lectores y lectoras: vuestras preguntas sobre Gilead y su funcionamiento interno han sido la fuente de inspiración de este libro. ¡Bueno, casi todo! La otra es el mundo en el que vivimos», escribió esta escritora natural de Otawa, de setenta y nueve años, miembro de Amnistía Internacional y una de las personas que presiden BirdLife International, organización en defensa de las aves.

La protagonista, Offred (es decir, «de Fred»; la mujer es una simple propiedad), había ocupado unas páginas finales, en El cuento de la criada (Salamandra, 2017), que insinuaban un futuro abierto en que no estaba claro su destino: la libertad, la prisión o la muerte. Con Los testamentos , Atwood traza ese camino de baldosas amarillas, vuelve a colocar un Gran Hermano en una sociedad ultramasculinizada; incide, quince años después de ocurridos los hechos en la primera novela, en la falta de derechos humanos fundamentales para las mujeres —en un argumento en que se promueve el miedo y la sospecha entre ellas—, con un ambiente de población jerarquizada en que un libro es un peligro, una opinión libre, una amenaza global. Una trama tan lejana y ajena como cercana y posible.

La trayectoria de Margaret Eleanor Atwood (1939), que en la actualidad divide su tiempo entre Toronto y Pelee Island, en Ontario, con todo, es mucho más que esa narración tan célebre, pues muchas de sus obras, pertenecientes a muy diversos géneros literarios —una veintena de libros de poesía, ensayos, libretos, obras de teatro, relatos infantiles…—, se han traducido a más de cuarenta idiomas. Entre sus novelas destacan Ojo de gato (1988), finalista del Premio Booker, un galardón que obtuvo con El asesino ciego (2000), su décima novela, y las que la editorial Salamandra ha ido publicando en los últimos tres años. Nos referimos a Alias Grace (1996), recreación de la vida íntima de una de las figuras femeninas más populares del siglo XIX en Canadá: Grace Marks, de dieciséis años, que en 1843 es declarada cómplice de participar en los asesinatos de un hombre a cuyo servicio trabajaba como sirvienta, y de su ama de llaves y amante, y condenada finalmente a cadena perpetua.

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