En todos los documentos aducidos Poe parece respirar por la herida. ¿Es también él, como los poetas de segundo orden antologados por Griswold, uno de esos autores norteamericanos imposibilitados para la elevación imaginativa que requiere el poema épico romántico? ¿O es precisamente esta condición de poeta norteamericano lo que, como afirmará William Carlos Williams en su ensayo sobre Poe incluido en In the American Grain , constituye el motor principal de su esfuerzo por crear una literatura nacional nítidamente diferenciada de la inglesa?
En cualquier caso, es imposible desligar del todo a Poe de las ideas centrales del Romanticismo inglés, que incluyen lo que Harold Bloom (1971, 132) describirá como una cierta incomodidad (“discomfort”) de sus actores principales en relación a sus predecesores. También resulta útil, para la caracterización de la situación de Poe respecto al Romanticismo, el diagnóstico que el crítico aludido hace de la posición de Tennyson hacia los poetas de la generación anterior. Tennyson, dice Bloom, era un auténtico poeta romántico, y no el prototipo de un posible antirromanticismo victoriano; aunque, por la época que le tocó vivir, experimentó —como Poe, diríamos nosotros, añadiendo al condicionante temporal el geográfico y cultural— el conflicto entre la aspiración romántica a la elevación imaginativa y un “emergente censor social” (147) que actuaba desde dentro del propio poeta, cortando las alas de esa aspiración imaginativa, hasta el punto de que, como afirma el crítico, el poeta más popular de la era victoriana “es el ejemplo más extremo… de la imaginación yendo por un lado y la voluntad por otro”. En su brillante estudio de la “tradición romántica inglesa”, Bloom aduce otros posibles motivos de ese divorcio entre el impulso imaginativo romántico, aún actuante en muchos poetas victorianos —y en el propio Poe, como veremos— y la ausencia o atenuación del mismo en las obras concretas que esos autores escribieron: por ejemplo, el peso del nuevo cientifismo, determinante de un tipo de alegoría anclada en la ciencia experimental, en la que la capacidad de elevación imaginativa del poeta quedaba seriamente comprometida: justo lo que ocurre —aunque esto no lo afirma Bloom, sino nosotros— en “Al Aaraaf”.
Es conocida la actitud de Bloom hacia el “inevitable Poe” (1984), a quien no incluye en el canon de las figuras mayores del Romanticismo —movimiento que este crítico considera que extiende su influencia hasta la actualidad y abarca la obra de poetas como W. B. Yeats o Wallace Stevens—, lo que no exime de afrontar los hechos incontrovertibles de su permanencia e influjo. Como veremos en el capítulo siguiente, las formulaciones de Bloom sobre el Romanticismo serán instrumentos de gran utilidad para entender —a pesar del crítico— la posición de Poe respecto a ese movimiento. Será en los breves párrafos dedicados a Poe en The Ringers in the Tower donde Bloom acierte a proporcionarnos la clave de lo que hemos pretendido exponer en este capítulo inicial: la idea de que la posición de Poe en el Romanticismo va indisolublemente unida a la evidencia de que los poetas americanos adscritos a ese movimiento tuvieron una clara conciencia de estar experimentando el fracaso de las aspiraciones mayores del mismo: un “heroico fracaso imaginativo” (“heroic imaginative failure”; 1971, 305). De ahí que el mejor poema romántico de Poe sea, a entender de Bloom, “Israfel”, del volumen de 1831: un texto profundamente emparentado con “Al Aaraaf” —escrito en la misma clave orientalizante, en sintonía con la poesía de Thomas Moore, apoyado en elementos del Corán y protagonizado por una criatura angélica similar a las que habitan la estrella errante del poema de 1829—, en el que Poe constata la infranqueable línea divisoria entre este trasunto ideal del poeta y su correlato humano. 36
Tenemos, pues, que Poe es romántico precisamente en su manera de encarnar el fracaso de las aspiraciones del Romanticismo, 37y que esto lo emparenta con el Romanticismo tentativo de Tennyson y lo sitúa, según Bloom, en una posición vicaria, pero reconocible, dentro de la tradición romántica propiamente dicha. La realidad es que, en la dialéctica de los estilos, la aguda sensación de discontinuidad que experimentó Poe respecto a sus inmediatos predecesores fue entendida por Baudelaire y los simbolistas —volveremos sobre esta cuestión al tratar “From Poe to Valéry”, el ensayo liminar que T. S. Eliot dedicó a la influencia de Poe en la poesía francesa— como la posición propia de un precursor. También lo reconoció como tal Edmund Wilson en su decisivo Axel’s Castle (1931 ) , su ensayo sobre la “literatura imaginativa” —así reza el subtítulo del libro— del periodo que va desde 1870 hasta 1930. Wilson incluye a Poe en una lista de “profeta(s) del Simbolismo” (12), en la que figura también Gérard de Nerval, aunque el americano ocupe en la misma un lugar más destacado que el precursor francés; siendo ambos, en palabras del crítico, “románticos que llevaron el Romanticismo más lejos que Chateaubriand o Musset, o que Wordsworth o Byron” (11). La esencial filiación romántica de estos precursores es, pues, un rasgo esencial del razonamiento de Wilson; que, a continuación, aclara en qué consiste, en el caso de Poe, este “ir más lejos” o más allá del Romanticismo propiamente dicho. Poe, explica Wilson, “había formulado (…) un nuevo programa que corregía la lasitud romántica y podaba las extravagancias románticas, a la vez que apuntaba a efectos no naturalistas, sino ultrarrománticos” (12). Entre esos efectos figuran la aproximación de la poesía a la indefinición propia de la música, o la confusión sinestésica de percepciones debidas a distintos sentidos.
Pero lo más destacado de la influencia de Poe en el Simbolismo es, insiste el autor de Axel’s Castle , “su interés por la teoría estética” (17); una teoría que no recibió demasiada atención hasta que no encontró a sus receptores más entusiastas entre los simbolistas franceses, de Baudelaire en adelante. La batalla del Simbolismo, concluye Wilson, se libró en territorio ajeno al idioma inglés, y ése es el motivo, aduce el crítico, por el que el Simbolismo todavía no había sido apreciado o entendido por la crítica inglesa o americana del momento. Con ello Wilson diagnostica otro de los elementos que caracterizarán la apreciación de Poe en el ámbito anglosajón: su condición de autor exótico o virtualmente “extranjero”. Con lo que el combate singular que Poe mantuvo con sus antecesores románticos propiamente dichos no sólo lo llevó “más allá del Romanticismo” inglés, sino, literalmente, fuera de su ámbito idiomático.
Todo esto sitúa a Poe en una complicada posición respecto a la dinámica histórica de los estilos. Porque, si atendemos a Bloom y a su idea de que el Romanticismo propiamente dicho no ha terminado aún, Poe se convierte en un autor excéntrico y fuera de la corriente principal de la literatura de los últimos doscientos años; pero si, igualmente, consideramos que el episodio anómalo en ese devenir es el presunto resurgir de los ideales neorrománticos tras la crisis de las vanguardias, Poe vuelve a alzarse como un ineludible punto de referencia que señala el designio fundamentalmente antirromántico de esa “modernidad” triunfante en los años veinte y puesta en entredicho por la crisis ideológica de la posguerra. Citándose a sí mismo en un artículo de 1974, Maurice Beebe nos recuerda los cuatro caracteres esenciales de esa modernidad contra la que vendría a alzarse un presunto Romanticismo renacido: el formalismo, la “ironía” —en el sentido que el término adquiere en el New Criticism: la incorporación al discurso del poema de la autoconciencia del autor—, el uso del mito “como un medio arbitrario de ordenar el arte”, y la preeminencia “impresionista” concedida al espectador sobre el asunto, conducente a un universo solipsista de “mundos dentro de mundos” (1073). Por lo dicho, y por lo que se verá, estos cuatro elementos están presentes en la obra de Poe, y son los que prestan a la misma esa reconocible cualidad “moderna” que han sabido reconocer en ella tanto sus partidarios como sus detractores. Y están en ella, precisamente, como resultado de la batalla desigual que el autor mantuvo con sus modelos románticos y su asumido “fracaso” en el intento de emularlos o igualar las logradas síntesis imaginativas que se suceden en la poesía inglesa desde Blake a Byron, pasando por Coleridge, Wordsworth, Shelley y Keats. En esa batalla perdida está el origen de la poesía moderna y contemporánea.
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