Susana Ibáñez - Mientras vence afuera la sombra

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Mientras vence afuera la sombra: краткое содержание, описание и аннотация

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El fiscal Rojas reconstruye su vida después de un atentado. Para su recuperación cuenta con el inesperado apoyo de su podóloga Tracia, una mujer hermosa y enigmática que lo ayuda a comprender los casos a los que dedica sus días alejado de la oficina. Santa Fe es una ciudad violenta con crímenes de difícil resolución: un hombre muere en soledad en la casa de la que no salió en cuarenta años, otro desaparece sin dejar rastros, un tercero resulta asesinado a golpes y un cuarto no logra explicar por qué ha seguido a una joven por meses. Rojas solo desea hacer justicia, pero los años le restan fuerzas y se encuentra con más preguntas que respuestas. Será su singular relación con Tracia y la nueva energía de su amor otoñal lo que cambiará su vida rotunda y definitivamente.

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Se perdió el casamiento de Felipe por el ataque. Felipe lo visitó unos días antes de la boda, apenas lo internaron, y por segunda vez de regreso de su viaje, cuando estaban por darle el alta. Los demás compañeros trataban de hablar de frivolidades para distraerlo; si tocaban el tema del atentado, era para asegurarle que Schillaci estaba haciendo lo imposible por dar con los responsables —él no les creía—, pero por suerte Felipe, siempre franco, tenía otra política de visita de enfermos: antes de contarle sobre el viaje y su nueva vida, le dijo lo que pensaba.

—Lo primero que se me ocurrió es que solo dos personas podían querer hacerte boleta, el viejo Higgins y Mounier, pero después me di cuenta de que no tendría sentido. El gobernador puede ser muchas cosas, pero es demasiado inteligente para mandar matones a atacarte. Y Mounier es un pobre tipo, no tiene recursos para contratar a gente que tenga esas motos ni ese auto.

—Paso horas pensando en eso, horas. Y encima, contra todos los pronósticos —agregó Rojas—, el Rafa Schillaci, que te acordás que me pidió no mencionar a Higgins en el caso y acusar solo a Mounier por el asesinato, ahora nombra al gobernador cada dos palabras.

—Bueno, viste que Schillaci tiene agenda propia. Nadie entiende quién está detrás de esto, y muy sotto voce la gente admite que tampoco pueden explicar su actitud. Y eso que dice, que está haciendo avances en la investigación, nada que ver.

Aunque apreciaba a Felipe, el atentado lo hacía desconfiar. No sabía con quién podía hablar y con quién era mejor hacerse el tonto. El chico tenía un nuevo corte de pelo y le habían modernizado la barba.

—¡Ya estás listo para el casorio! Bueno, lo mejor para vos y para Yazmina. Cuando vuelvas hacemos un picadito. Te debo el regalo, pibe.

Para quedarse solo, le dijo que quería dormir. Se había propuesto no exponer sus opiniones hasta tener una estrategia armada. Le molestaba que Schillaci obtuviera rédito de su desgracia, pero peor aún era que para hacerlo cambiara los hechos, que su historia transmutara el dolor de sus piernas en otros sufrimientos. La explicación que Schillaci daba del ataque, por ejemplo, podía condenar a Mounier en los medios aun sin prueba suficiente para procesarlo, ponerlo en peligro en la cárcel o provocar el fin de la carrera política de Higgins, que por más cuestionado que estuviera por nombramientos y licitaciones a la medida de los amigos, tal vez ni recordaba a Mounier, a quien había conocido cuando todavía trabajaban en la universidad.

Se tomó unos días antes de volver a hablar del ataque con sus compañeros de la fiscalía. Lo miró desde todos los ángulos de los que fue capaz, aún consciente de que algunos quedaban a oscuras. Analizó el episodio de las motos con desapasionamiento. “No te vuelvas a retobar.” ¿Qué orden había desobedecido? Y también: ¿cuánto hacía que no oía esa expresión? ¿Se usaba todavía? Cada vez le costaba más enlazar ese ataque con el caso, tanto que cuando lo visitó uno de los compañeros que seguían a Schillaci, le agradeció las cosas que le llevó —espuma de afeitar, la crema de los pies, un libro sobre las guerras médicas— y le dijo:

—No creo que el ataque se relacione con Mounier. Para mí que se equivocaron de persona.

—Pero según Rafa —los que todavía lo respetaban le decían así, y luego de un tiempo de conocerlo lo llamaban Schillaci a secas—, por lo que te dijeron mientras te atacaban, la orden tiene que haber venido del gobernador…

—¡Justo por eso! Nunca me metí con la hija en el caso, al contrario. Higgins no tenía nada que recriminarme. Se equivocaron de tipo, te digo.

No bien se fue su compañero, Rojas sintió algo de alivio en medio del dolor que le hostigaba el cuerpo, feliz de poder tirar del hilo y desarmar, aunque le llevara semanas, la operación de Squillaci, cualquiera fuera. Eso les diría a los medios cuando lo entrevistaran: que fue un error, que los fiscales no eran blanco de matones, que todo estaba en orden y que pensaba trabajar igual que hasta ese momento, sin presiones. Squillaci tendría que sacarse la capa de héroe y explicar por qué implicaba al gobernador en el caso Mounier y por qué creía que el atentado era una represalia por ese caso en particular. No le importaba si por afirmar esto nunca llegaba a saberse quién lo había atacado. En ese momento solo quería tener razón, o mejor aún, que se sospechara que Schillaci no la tenía.

Tracia terminó de retirar la última uña levantada y le untó los pies con un gel frío que lo trajo de vuelta al presente. En el recuerdo quedaron la reclusión de Carlos Ballesteros, la tormenta de la segunda visita y la marca del suicidio en la infancia de Tracia.

—Esto lo va a refrescar. Hace un calor insoportable afuera.

Estaban en pleno enero, pero el aire acondicionado se retaceaba. El directorio de la clínica parecía investigar el punto exacto de calor en el que los pacientes empezaban a quejarse. Tracia buscó las muletas que había puesto fuera del paso y se las alcanzó. Él se movió con fingida solvencia. Lo avergonzaba la renguera que no lograba eliminar todavía. Mientras se acomodaba las muletas bajo los brazos, notó que Tracia evitaba mirarlo, como dándole privacidad.

—Doctor, si necesita algo, me llama y lo atiendo en su casa.

—Me obligan a salir de casa a diario, Tracia. Es parte del tratamiento, me dicen. Gracias, igual.

—¿Lo vienen a buscar?

—Sí, tengo que avisar apenas termine y me buscan en auto. Justo a esta hora cambia la custodia.

—¿No lo busca su hijo?

—No, Ariel se fue a España hace unos meses. ¿Se acuerda que le conté?

—Cierto, me había olvidado.

Tracia escribía la fecha de la próxima visita en el acostumbrado rectángulo de papel amarillo.

—Todavía tengo custodia policial. No quieren que me suba a taxis por seguridad. Tengo que mandarle un mensaje al oficial de la tarde por si el anterior no le dijo dónde me trajo.

—Mándelo, entonces, que ya terminamos.

Tracia fue con él hasta la sala de espera —dijo que ahí había mejor señal— y se sentó a su lado para hacerle compañía.

—Vaya, Tracia, no se distraiga por mí.

—Yo terminé el consultorio por hoy, doctor. Me guardo una tarde libre por semana. Hasta que vengan a buscarlo soy su custodia.

Le causó gracia que una mujer tan pequeña oficiara de guardaespaldas, pero lo aliviaba tenerla cerca unos minutos más.

—¿Es el caso Mounier lo que lo ha puesto en peligro, verdad? —le preguntó Tracia.

—Eso dice mi jefe, pero yo pienso otra cosa. ¿De quién es esa casa?

Para cambiar de tema, señaló la vereda de enfrente. A través de la doble puerta de vidrio de la clínica se veía una casa de fachada imponente que brillaba al sol del mediodía. Apoyada sobre el muro, una escalera de madera muy frágil llegaba casi por milagro hasta un balconcito en el segundo piso. En uno de los peldaños más altos, un hombre flaco hacía equilibrio mientras pintaba de blanco la base de un balaustre. El viento le arremolinaba el pelo, de un rubio opaco, y hacía flamear el faldón de su camisa.

—De Andrade Costas, el historiador.

—A ese hombre se lo va a llevar el viento. Qué peligro lo que está haciendo.

Rojas había visto antes esa casa, pero siempre cerrada a cal y canto, el espacio entre las baldosas de la vereda reventado de yuyos. Ahora tenía los postigos abiertos, cortinas blancas y flores en los balcones. La vereda estaba limpia de brotes. Comentó que parecía construida en los años veinte, porque no tenía cochera a pesar de lo magnífico de los detalles de mampostería y de las aberturas. También apreció que no hubieran cometido el error de recortar una cochera en el frente, como solían hacer quienes priorizaban la comodidad sobre la simetría.

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